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28 de septiembre de 2019

ELINVITADO QUE VINO A CENAR

         EL INVITADO QUE VINO A CENAR       

Nada más llegar llamé por teléfono a los Vilches. Se puso Luis. Me dijo que les sería imposible salir a cenar. A Sofía le había entrado un virus y vivía prácticamente en el cuarto de baño. Después llamé a mi amigo Alberto Donaire. Nadie contestó al teléfono. De modo que decidimos salir solos. Eran las cinco de la tarde y me apetecía dormir un poco hasta las nueve. Antes reservé para dos en El Corral del Rey. Me eché en el sofá del salón de arriba. Hacía calor. Le dije a Eva que enchufara el aire acondicionado, pero lo debió poner a baja intensidad porque seguía sintiendo calor. 
Me desperté a las dos horas empapado en sudor. Me di una ducha y me puse a leer el libro que me había traído para el fin de semana. Solo me quedaban un par de capítulos para terminarlo. Se trataba de “Lolita”, la novela de Nabokov. Era la segunda vez que la leía. Siempre he sentido un gran respeto por Nabokov, pero nunca me han gustado las jovencitas. Desde pequeño he preferido a las mujeres mayores. El problema es que a mis setenta recién cumplidos las mayores de antes se me han quedado demasiado jóvenes. Hasta las de sesenta parecen niñas a mi lado, con lo que la lectura de “Lolita”, quiérase o no, empieza a cobrar cierto sentido. 
         Llaman a la puerta. Eva me sugiere que mueva el culo de una vez. Dejo el libro y bajo las escaleras. Se trata de Alberto y su mujer. Han visto el coche en la plaza y han subido a saludarnos. Quedamos para cenar a las diez. Llamo al restaurante y amplío la concurrencia. Se toman una cerveza y se vuelven a casa. Trato de concentrarme en la novela. El pederasta sigue a lo suyo.
         Vuelven a llamar a la puerta. Abro y es una monja que quiere venderme papeletas para una rifa. Insiste tanto con el asunto de los pobres que me ablanda el bolsillo y logra sisarme veinte pavos. Veinte papeletas a un euro cada una. La monja, inesperadamente, saca una maquinita y apunta los números de la serie que le he comprado. Del 325 al 345. También anota mi nombre y dirección. 
         --Que sepa usted que el sorteo es esta noche.
         --¿Qué rifan?
         --Los premios están al dorso de las papeletas.
         --Muchas gracias, hermana
         --Suerte y que Dios lo bendiga.
         Terminé de leer la novela y de nuevo me alegré con la muerte del sátiro. Me quedan dos horas y extraje otra novela de la biblioteca de mi abuelo, “El hombre que mira”. Siempre me gustó esa relación extraña de Moravia con las mujeres. De un erotismo refinadísimo, aunque melancólico.
         Eva se puso el vestido azul cobalto que tanto me gustaba. En realidad uno estaba especialmente predispuesto a que sus apreturas me afectaras más de la cuenta. Tal vez habría que achacárselo a la influencia de la novela de Moravia. En otro tiempo le habría pedido que fuera sin bragas, pero a mis años esas peticiones resultan extremadamente ridículas, sobre todo si tenemos en cuenta que Eva pasa ya de los sesenta y cinco y, desde hacía tiempo, no solía estar predispuesta a conceder privilegios de esa clase.
         La plaza estaba exultante con esa luz apagada de las tardes en plena retirada. Una brisa algo húmeda, como preludio de tormenta, confirmó que había acertado a ponerme la chaqueta azul de verano.
         --Esa chaqueta está un poco arrugada. Has debido dármela para que te la planche.
         --¿No dicen que la arruga es bella?
         --Es bella en las prendas de lino.
         --Lo tendré en cuenta para la próxima vez.
         --¿Qué has hecho con el Homer?
         --Lo he colgado en la galería, con los demás americanos.
         --Es un cuadro precioso.
         --¿Crees que he pagado mucho por él?
         --Al menos es el más caro de tu colección.          
Esa fue la conversación que Eva y yo mantuvimos desde la estatua de Pizarro hasta el borde del pilar. Por cierto, me fijé en que el agua estaba limpia y las carpas relucían como plata recién bruñida. Había una fuente nueva. El chorro del agua al menos llegaba a los cuatro metros. Jamás había alcanzado tanta altura. Sin duda se notaba la mano del nuevo alcalde. 
Alberto y Blanca ya estaban en el restaurante. Habían pedido una botella de champán. O sea que nos unimos a la fiesta. Blanca estaba realmente guapa, además de elegante. Sí, lucía un traje gris perla un poco escotado. Todo el mundo sabe que fuimos novios allá en la prehistoria. Pero Alberto me la birló sin contemplaciones. En aquel tiempo Alberto estaba de moda y yo aún no era siquiera una promesa en el horizonte. Pero esa noche él no llevaba chaqueta. No sé que tal le sentaría al ver que yo me la hubiera puesto. En los restaurantes deberían estar prohibidos los hombres sin chaqueta, por muy bonita que fuera la camisa. Ya se ha transigido demasiado con la corbata. Si seguimos así terminaremos en chándal sentados a la mesa. Por cierto, la camisa de Alberto era rosa, un rosa pálido, pero ya no era el divo codiciado de otra época. Era arquitecto, pero la crisis le había mermado en sus finanzas y desde hacía unos años se dedicaba a comerciar con piezas de arte.
--¿Vas a pedir cocochas?
--Sí, Alberto, voy a pedir cocochas.
--Yo, también.
Ese era Alberto, un antojadizo de todo lo que yo quiero. Siempre pensé que si Blanca no hubiera sido mi novia, jamás se habría casado con ella. No era difícil de sospechar que en alguna ocasión habría tratado de conquistar a Eva.
--Alberto, ¿por qué no le comentas el asunto de los bronces de Giambologna? –intervino Blanca.
--Pensaba hacerlo a los postres.
--Me encanta ese escultor –dijo Eva.
--Se trata de un par de bronces de la colección privada de Sterling Clark –añadió Alberto.
--¿En cuanto está cada uno? –pregunté.
--En un huevo y medio –respondió Alberto.
--Me lo temía. 
Me enseñó las fotos que había hecho por el teléfono y quedamos para vernos en Madrid. Le dije que si rebajaba sus pretensiones tal vez llegaríamos a entendernos. Después nos fuimos a tomar unas copas al Hotel Meliá. Eva y Blanca rajaron como cotorras acerca de sus respectivos peluqueros. Alberto me habló de un coleccionista que conocía y al que acababa de vender un cuadro de Bores y otro de Rusiñol. Terminamos muy cerca de las dos de la madrugada.
Cuando volvimos a casa nos encontramos a la monja de la rifa en nuestra puerta. Pero no estaba sola. Llevaba de una cuerda nada menos que a un cerdo colorado de unas quince arrobas. Me dijo que me había tocado en el sorteo y que tenía que quedármelo. Naturalmente yo repliqué, al principio algo divertido por la situación, que de ninguna manera me quedaría con el cerdo, entre otras cosas porque no tenía dónde meterlo. Pero la monja reaccionó como si oyera llover. Incluso se atrevió a soltar al bicho y salir por pies a Dios sabe dónde. Entonces llamé por teléfono a la policía municipal y expuse mi caso. De entrada creyeron que estaba borracho, pero tanto insistí que mandaron un coche patrulla. De nuevo narré a los dos agentes que llegaron lo que nos había pasado. Pero al verme tan bien vestido y sujetando la cuerda del cerdo, no pudieron disimular la risa que les llegaba a borbotones desde dentro del uniforme. Me dijeron que ellos no podían quedarse con el animal y que si me había tocado en una rifa no tenía más remedio que aceptar mi responsabilidad. No quise pensar en el cachondeo que se traerían una vez de vuelta a la comisaría. Tarde o temprano la anécdota, corregida y aumentada, correría como un galgo sarnoso por todo el pueblo. 
Optamos por meter al cerdo por la puerta de atrás de la casa. Era una puerta que daba a un trastero que había en el piso bajo, donde había otra puerta que comunicaba con la galería. Con la misma cuerda que llevaba puesta al cuello lo atamos a una argolla que oportunamente sobresalía de una pared. Después nos fuimos a la cama pensando en que al día siguiente se lo podríamos regalar a algún granjero de por allí.
Pero no podía dormir por muchas vueltas que uno diera sobre sí mismo. Además de un calor insoportable, la cosa de tener en el trastero un cerdo feo y maloliente me producía un estado de nervios realmente insoportable. 
--¿No puedes dormir? –me preguntó Eva.
--¿Cómo voy a dormir sabiendo lo que tenemos abajo?
--Procura relajarte.
--No sé cómo.
--Por qué no lees un poco.
         Me pareció buena idea. Así que me levanté, me calcé las zapatillas y fui a la biblioteca de mi abuelo que estaba en la habitación de al lado. Elegí un libro y volví a la cama. Me puse a leer.
         --¿Qué libro es ese? –me preguntó Eva, que tampoco podía dormir.
         --Es una autobiografía de John Ruskin.
         --Te va como anillo al dedo.
         Al cabo de media hora, cuando parecía que Morfeo empezaba a concederme el sosiego necesario, oímos un estruendo pavoroso en el piso de abajo. Me llevé un susto de muerte. Lo mismo que Eva, dormida profundamente desde hacía un rato. Una luna enorme y blanca que se colaba por la ventana nos puso cara de muertos. Tal vez lo estuviéramos.
No pasaron demasiados segundos hasta imaginar quién era el culpable de aquel alboroto. Así que bajamos las escaleras de dos en dos, abrimos la puerta de la galería para acceder al trastero y allí estaba el cerdo devorando a los dos guías pintados en el cuadro de Winslow Homer. El cerdo había roto la cuerda y arremetido después contra la puerta de la galería. Por desgracia, el cuadro cayó al suelo por culpa de la violencia del golpe, y al cerdo debió parecerle puro maná recién caído del cielo.   
Nos quedamos extasiados contemplando la escena. No sabíamos qué hacer. La rabia aullaba como un perro fantasma en mi sesera. A final, por lo poco que quedaba del lienzo, optamos por observar impávidos cómo nuestro invitado terminaba su merienda con absoluta tranquilidad.
--No creo que haya en el mundo algo más feo que un cerdo comiéndose un Homer –dije, con un cierto tono de resignación.   
         --Ese pobre animal tiene un hambre de posguerrra –contestó Eva.
         --Hasta ahora pensaba que el arte era el alimento del alma, pero creo que me he quedado corto.
         --¿No te parece que si lo viera Homer estaría orgulloso de su obra?
         --Dice Ruskin que el arte debería tener cierta utilidad. No sé si es a esto a lo que se refiere.
         --Puede que el cerdo sea un esteta. 
         --Pues este esteta acaba de comerse una fortuna.
         --Lo mejor es que te pases a los bronces de Giambologna.
         --Sí, en efecto, al menos este cabrón necesitaría colmillos más afilados para hincarles el diente.
         --Es a lo que me refiero.

                  
                                                       FIN





                                          
                    

18 de octubre de 2018

Diario 10 de Septiembre

10 de septiembre
Me despierto a las cuatro y media de la mañana por culpa de unos picores en la piel. Se trata de una treintena de picaduras de mosquito. Una ducha de agua caliente solo me alivia momentáneamente, pero al menos me limpia el sudor. Vuelvo a la cama y me pongo a leer “El extranjero”, de Albert Camus. Recuerdo que esta novela la leí hace treinta años y no me gustó. Desgraciadamente sigue sin gustarme. No la soporto. La cambio por una antología de poemas de T.S. Eliot. Me emociona el que se titula “A los indios que murieron en África”, sobre todo los cinco primeros versos: “El destino de un hombre es su aldea, // su propio fuego y lo que guisa su mujer; // sentarse delante de su puerta al atardecer // y ver a su nieto y al nieto del vecino // jugando juntos en el polvo.” Sobre las seis me quedo dormido. Sin embargo, los picores que no cejan me despiertan a las ocho y media. Me levanto y trato de escribir hasta las doce. 
A las doce acompaño a Nora a la farmacia. Compramos un bote de “talquistina”, una pomada alergógena y una caja grande de ibuprofeno. Entramos en el supermercado en busca de unos yogures y una bolsa de nueces. 

                           
CUENTO DE NAVIDAD

Me excedía con la última fresa del pastel cuando entró su marido. La cara se nos descompuso a los tres. Lo primero que se me ocurrió, sorprendentemente, fue fijarme en las cortinas de la habitación. Eran verdes y llevaban un estampado floral demasiado chillón para mi gusto. Sin embargo, decidí que serían un buen refugio, no para mi seguridad, sino para ocultar la desnudez. La desnudez ante los demás, sobre todo cuando no va con ellos, es la causa primera de la vergüenza humana. Adán y Eva se avergonzaron, ruborizándose,  cuando, después de cometer la pifia injustificable de la manzana, se vieron desnudos delante de Dios. Pero lo peor fue el sonido seco de aquel disparo. Ese tipo ya venía avisado y, por tanto, con la mano bien llena de balas y milímetros parabellum. El médico me dijo que los pliegues de la cortina, como la arrugué en un acto reflejo, acolcharon y desviaron la bala destinada a entrar por la vaguada del ombligo, lo que me hubiera supuesto una muerte súbita por hemorragia. Pues bien, mientras uno se recupera de una depresión postraumática, el matrimonio recompone su relación en Palma de Mallorca. He preguntado por ahí acerca de quién es el tonto de la historia. La verdad, no sé a qué viene una pregunta tan estúpida.

Sábado, 6 de octubre
Después de recuperar por unos días la alegría de vivir, vuelvo a caer, no en el spleen mágico de los poetas, sino en el cansancio inexpresivo de los vagos. La ciudad provinciana se ha manifestado hoy en forma de “maratón”. Cortan la vía principal y las calles se convierten en laberintos experimentales para ratones de cuatro ruedas. Y todo para que unos tarados mentales se abarquillen las rodillas a costa del presupuesto. No hay tiempo más derrochado que el que se utiliza para correr en pos de una meta. Todas las metas de este mundo, no solamente llevan marcado el precio, sino que en el fondo son como trampas de furtivos. Solo me fio de aquel que camina sin saber hacia dónde camina. Mi voluntad desfallece, el trabajo se atasca y el rencor me atosiga contra el mundo. 
Así que me permito la licencia dietética de disfrutar con un cruasán de mantequilla, untado de mermelada, y un café con leche. Después trato de dormir. Estoy tan bajo de moral que ni siquiera el cansancio me lleva de la mano hacia un sueño profundo. He de conformarme con un duermevela de escasa eficacia reparadora. 
A las diez quedo con unos amigos para cenar, pero ni el vino consigue su objetivo. Llego a casa a las dos de la madrugada y leo hasta bien entrada la noche. Es probable que en invierno viaje hacia el sur.


9 de septiembre de 2018

Viernes, 3 de agosto. 
Durante el día no hago otra cosa que leer y escuchar a Billie Holiday. Este calor excesivo me parece perfecto. La verdad es que estoy entusiasmado con el cambio climático. Por lo menos hay algo que se mueve en mi vida. 
Por la noche, bajo la maravilla natural de una palmera plastificada, escucho la octava de Beethoven. Todo el mundo habla de la tercera y la novena como las mejores sinfonías de la historia. Puede que sea cierto. No lo dudo, pues no soy entendido en la materia. Pero también en esto de la música se manifiestan sentimientos muy personales, y a mí la octava me parece sublime. Con permiso de los melómanos.
Leo en un libro espléndido, “Magnífica miseria”, del profesor Molinuevo, que la naturaleza humana sufre conflictos con las instituciones burguesas. La mía no, desde luego. Me entusiasman las instituciones burguesas. Por ejemplo, los bancos son maravillosos: te guardan el dinero, te conceden créditos y en verano tienen aire acondicionado. La verdad es que estoy encantado de ser burgués. Confieso que mi verdadera aspiración en la vida siempre fue ascender de la categoría de burgués a la de viejo verde. Aún me faltan algunas lecturas, pero lo conseguiré.

Domingo, 12 de agosto
Me escribe Dora Malengo desde una playa brasileña. Junto a la carta me envía una foto para que le admire el vestido sublime que lleva. Cada día me gusta más esa chica. Las tempestades no pasan por ella. Sigue tal cual, como en aquellos años en que nuestras almas jóvenes se entendían como si vinieran del mismo limo. 

Lunes, 13 de agosto
Físicamente me encuentro como un campo de trigo después de la mordida de una segadora hambrienta. No puedo dar un paso. Aprovecho la quietud para leer un relato de Théophile Gautier titulado “La muerta enamorada”. La literatura romántica está repleta de historias de necrofilia y vampirismo. Ahora recuerdo, por ejemplo, aquella sonata de Valle en la que el marqués de Bradomín hace el amor con una moribunda que entrega la vida bajo sus ansias. También me viene ahora a la memoria el cuento de Poe, “La caída de la Casa Usher”, una maravilla que casi todo el mundo ha leído. No es tan popular la lectura de los relatos de Henrich Heine. Les recomiendo el titulado “Noches florentinas”. Sorprendente el personaje de Maximilian, que cuenta sus amores con las estatuas, sobre todo con la mujer de “La noche”, una escultura de Miguel Ángel que podemos ver en la iglesia de san Lorenzo de Florencia. Naturalmente, la historia termina con una escena de  necrofilia.
Lo cierto es que estoy en un estado mental algo depresivo y siento con cierta preocupación el placer que me ha proporcionado la historia de Gautier.
Tanto que de Gautier me voy a Poe y releo “El gato negro”. No me gusta el final. Con el permiso del gran escritor me permito la licencia de crear otro desenlace. Un atrevimiento intolerable, se mire por donde se mire. Pero el gato no tiene por qué aparecer emparedado. No se sostiene. Basta con que el minino, el “chat noir”, se presente de improviso, delante de los policías, y maullando inconteniblemente arañe la pared donde está emparedada la mujer del asesino. Así todo resulta algo más razonable. Vuelvan a leer el relato y díganme si no llevo razón.

Jueves, 16 de agosto.
Hoy es mi cumpleaños. Cena y baile de verano. Ya solo salgo a la pista en ambientes privados. No es por presumir pero bordo en oro esa cosa del “Me va me va”. Para la historia de la danza. 
Antes me he pasado el día leyendo el Fedón. Dice el profesor Trías que el “Corpus Platonicum” es la verdad revelada de la cultura grecolatina. De modo que de ser así no me queda otro remedio que creer en ella. Claro que el verdadero filósofo no trabaja sobre revelaciones sino utilizando la razón, el lenguaje puramente lógico. Sin embargo, todo el mundo debería leer, al menos una vez al año, la narración de la muerte de Sócrates.

Viernes, 17 de agosto
Como no me han dejado dormir, me arrastro por la casa como cargado de cadenas. Vamos que me siento como Charles Laughton en el fantasma de Canterville. 
Por la tarde trato de encontrar una película aceptable entre los trescientos canales disponibles. Parece mentira, pero es una navegación imposible por un mar lleno de mediocridades. Al menos puedo ver un documental sobre la ciudad italiana de Portofino. 


Sábado, 18 de agosto.
Me he pasado la amanecida en casa del duque de Aumale. Para comprender el significado de esta visita es obligatorio leer a Proust.  Un mal día como el mío no lo tiene cualquiera. Aun así me deleito leyendo alguna cosa de la antología sobre estética de José María Valverde. 
         Hablo por teléfono con Charito Ruano. Nuestra conversación trata sobre la necrofilia latente en Vértigo, la película de Hitchcock. Creo que ya he comentado algo al respecto en este diario. Pero ella no lo ve demasiado claro. Para mí que el tema le aterra. A mí también, claro, pero sin duda es algo que resulta de un cierto interés literario. Ambos estamos de acuerdo.
         Por la noche, antes de apagar la luz, leo una fábula de Ambrose Bierce. Concretamente la que se titula “El principio moral y el interés material”. Tampoco que es sea demasiado brillante. Me ha gustado más la siguiente, “La máquina voladora”, más inteligente, más original, más irónica. 

Domingo, 20 de agosto
Antes de leer el resto de la obra platónica he decidido leer el “Tractatus Logico-Philosophicus” de  Wingesttein. En realidad será la segunda vez que lo lea, si bien la primera no entendí gran cosa. Me consuela saber que Bertrand Russell tampoco le sacó provecho en su primera lectura. Por cierto, el libro contiene un epílogo de Rusell que pretende aclarar ligeramente el camino tomado por Wingesttein. Por cierto, de Wingesttein me atraen, sobre todo, sus cometarios acerca de la mística como una forma superior de conocimiento. 

Miércoles, 22 de agosto
Vuelvo a mis paseos matutinos por el camino de Méséglise. Me divierte enormemente la carta que el barón de Charlus escribe a Amado, director del hotel de Balbec, explicándole los regalos que se perdía por no haber atendido sus requerimientos.
         Por la tarde regreso a la filosofía. Cuando Platón establece el concepto de “idea” no hacew otra cosa que establecer el verdadero problema de la metafísica. Naturalmente, nuestra estructura cognitiva racional no ha dado la talla para resolver la cuestión. Digamos que se ha quedado sin aliento, sin herramientas lógicas, ante el muro de una frontera infranqueable. Nuestro pensamiento, que al expresarse no puede ir más allá del lenguaje hablado, como dice Wingesttein, solo nos sirve para andar por casa, que nos es poco. Todo el territorio existente más allá de la frontera limítrofe del idioma es tierra baldía. Otra cosa es que desde ese territorio impenetrable nos llegue a la consciencia en forma de revelación o intuición algunos principios que los filósofos, salvo excepciones, no están dispuestos a contemplar. Desde mi punto de vista, solamente Shopenhauer construye una teoría bastante razonable. Dice que el conocimiento a priori, las ideas, que obviamente no se ha obtenido empíricamente, solo adquiere presencia activa a efectos de la experiencia. Quiere decir que cuando el hombre contempla por primera vez un árbol, la idea de árbol se activa en su mente y lo reconoce. Es como si las ideas fueran moldes vacíos que hay que rellenar con la experiencia. De hecho es la misma explicación que Jung confiere a su teoría de los arquetipos. 
         Me gusta leer de vez en cuando esta pequeña obra de Schopenhauer: “Fragmentos de historia de la filosofía”, pero sobre todo por su manera tan desenfadada de insultar a los colegas. Charlatán, por ejemplo, llama a Aristóteles. Supongo que es de los pocos en este mundo con licencia para un atrevimiento semejante. 

Jueves, 30 de agosto
Maldita sea, pero hoy he sufrido unos cuantos ataques de ansiedad. Naturalmente, eso quiere decir que disfruto de todas las comodidades de una neurosis algo más que razonable. Me receto lecturas sencillas con historias sencillas. Proust, a pesar de sus frases largas y sus digresiones constantes, siempre me pareció un escritor de historias sencillas. Por ejemplo cuando cuenta las artimañas dialécticas que ha de utilizar para que el matrimonio Verdurin no le acompañe de vuelta a Balbec; y todo porque está en compañía de Albertine y piensa meterle mano en el asiento trasero del coche que tiene alquilado. Más sencillo imposible. Estoy completamente convencido de que cualquier editor de nuestros días mandaría al limbo del olvido a una obra como la proustiana. Recuerden que incluso en los primeros años del siglo pasado, un tipo tan refinado como André Gide impidió, con su juicio de editor plenipotenciario, que la publicara Gallimard. 
Por cierto, resulta magnífica la relación de peras que Proust, por boca del barón de Charlus, nos ofrece en ”Sodoma”. Me refdiero a la “Bon Chrétien”, la “Louise-Bonne d´Avranches”, la “Doyenné des Comices”, la “Trionphe de Jodoigne”, la “Virginie-Baltet”, la “Passe-Colmar”, y la “Duchesse-d´Agouléme”. Que me aspen si conozco la distinción entre unas y otras.