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31 de mayo de 2011

CARLA BRUNI

Ahora me explico el afán de los políticos por llegar al poder. Si en cada poltrona les espera la ordalía de una Carla Bruni, entonces, amigo mío, la mentira, la corrupción, la ineficacia y el perjurio bien valen una misa. Nicolás Sarkozy es el poder, la gloria y, por lo que se cuenta, también el éxtasis. Esa chica, Carla Bruni, es uno de esos regalos de la naturaleza, fresca y lozana como una selva recién llovida, capaz, si se lo propusiera, de conjurar a toda una sucesión de espectros vivientes: servidor el primero, naturalmente, como líder plenipotenciario de una tribu fantasmal de adoradores anónimos.
Para mí, llegar al poder y sentarte en el trono para gobernar al socaire de un rumor de estatuas y candelabros es, diría yo, como someterse a todas las usuras de la responsabilidad y del tiempo. Sería con mucho preferible prestarse a la banalidad de la vida cotidiana y perseguir, de vez en cuando, el vuelo fugaz de alguna gaviota lujuriosa, aunque sea de andar por casa. A mi entender, sólo hay una justificación para la lucha por el poder político: que en tu horizonte brille una estrella como Carla Bruni, con su voz delgada de cantante mimosa, con su juventud desgarrada y sus noches, ay, manchadas de multitud.
Miro y remiro el panorama español y me pregunto si nuestros políticos son felices, porque al revisar sus andanzas, tan sólo Gallardón me llena de orgullo. Los demás andan por ahí con sus buenas chicas de cabecera, probablemente en segundas nupcias, como mayor perversión cometida. Chicas discretas ellas, como barnizadas de un gris ceniza, más su férrea voluntad de madres poderosas. Estos políticos españoles, por no tener, no tienen ni una Levinsky bajo la mesa chipendal, ni mucho menos una Lola Montes que les anime los plenos de sesión continua, o alguna Altisidora que les abra de mañana las rendijas del alba. Pero es que los franceses son los franceses. Mientras los nuestros no leen ni a Cadalso, ellos están empapados, desde la infancia, de la estética libertina del Marqués de Sade. Esa chica, Carla Bruni, con su fosforescencia de loba romana, ha conseguido recordarnos el ocaso del Imperio. Donde nunca se ponía el sol.


Antonio Civantos
CABARETERA

Si por algo me hubiera gustado ser filósofo, como el inefable Bernard-Henry Lévy, es por tener en la cocina a una cabaretera como Arielle Dombasle, cincuenta y cuatro años de sinuosidades, melena en cascada fáustica de fuego, ojos claros de verde promesa, labios de muelles entrecruzados y unos pechos tan redondos y firmes como un delicioso camembert recién comprado. ¿Dónde escondía el filósofo tan áureo trofeo?
La revista París Match desgarra ahora el velo de Isis y la diosa misma, como un premio jupiterino, se nos ofrece medio desnuda para el solaz del más vistoso de los sentidos. Arielle Dombasle, según diría su marido, plagiando al divino Aristóteles, es el movimiento de lo inmóvil, el alma del ser que aparece para realizarse y completarse; la entelequia que, cuan un fragmento de eternidad, se introduce en los cuerpos y los anima, interviene en lo orgánico y orienta su funcionamiento, lo conduce a su fin y vigila su destino.
Arielle solamente tiene un defecto. Al parecer, es abstemia y lo predica, como acaba de hacer la ministra Salgado, claro que ésta no presenta tan exuberantes formas como para venir a dar lecciones de puritanismo alcohólico ni de nada que se le ocurra. Sin embargo, si Arielle me lo pidiera, yo sería capaz de acudir contrito a una sesión de alcohólicos anónimos, beberme seguidos un par de litros de agua y vaciar, sin conceder más allá de dos lágrimas, una botella del mejor vino por el desagüe oscuro de un horrible fregadero. Porque lo que ignora la ministra Salgado es que un vicio nefando se cura mediante otro vicio igual de nefando. Y ella no está en condiciones de ofrecernos una alternativa a su propuesta antialcohólica de monja de las llagas. El vicio de beber, cualquier vicio, en general, es el goce de la libertad. Es el placer de la posibilidad de pecar, inherente al acto mismo de la Creación. Arielle Dombasle, en cambio, sí está en condiciones de pedir sacrificios, pues a cuerpo gentil nos propone un pecado por otro. A la ministra Salgado, amigos míos, le faltan demasiados güisquis y una miríada de curvas para llegar a la sabiduría mundana de Arielle. Y, para colmo, ni su marido es filósofo. Un atrevimiento.

Antonio Civantos
BUENAS NOCHES Y BUENA SUERTE

La película de George Cloony no salió muy oscarizada que digamos. Ya saben a cuál me refiero, Buenas noches y buena suerte, que trata de la famosa caza de brujas del inefable senador Joseph McCarthy. Claro que la cacería ya se venía preparando desde los años treinta, en un esfuerzo desesperado por contrarrestar el desplazamiento a la izquierda de los intelectuales americanos. La Gran Depresión fue un magnífico caldo de cultivo para la certera propaganda de Stalin. Téngase en cuenta que el Comité de Actividades Antiamericanas, la Comisión Dies, fue creado en 1938, en plena Administración Roosevelt. El macartismo, por tanto, fue una consecuencia de la década anterior y, sobre todo, del miedo colectivo al poder atómico soviético. Quiero decir que la guerra fría entre las dos potencias comenzó mediante una tenebrosa pesadilla vivida en la democracia americana. Curiosamente, la Unión Soviética no correspondió, al menos de manera explícita, con otra caza de brujas en su territorio, aunque soterradamente Stalin llevara quince millones de disidentes asesinados. Lo extraño fue que los intelectuales de izquierdas de todo el mundo nunca supieron qué hacer con tanto muerto. No sabían si enterrarlos exhibirlos como un macabro botín de su inteligencia. Hasta miraron para otro lado cuando los tanques aplastaron aquella gloriosa primavera de Praga de 1968.
Sin embargo, estamos en América, en plena perversión constitucional. Una Constitución pervertida da pábulo a muchas tropelías. Y la caza de brujas de MacCarthy consistió, sobre todo, en una lectura perversa de la Carta Magna americana. Con la perspectiva de algunos años, lo más entretenido de los años macartistas, lo que más nos excita, es saber quiénes son los héroes y quiénes los villanos. Recuerdo que en la década de los setenta, mis amigos más leídos solían, según la información de libros y revistas, confeccionar las listas de unos y otros. Los héroes son, por ejemplo, Humphrey Bogart, Chaplin, Dalton Trumbo, Arthur Miller, etc. Y en las filas de los soplones están, entre otros muchos, Robert Taylor, Edward Dmytrik y Elia Kazan. Intelectualmente, fue muy fructífera la lucha ideológica entre Arthur Miller y Elia Kazan, una lucha que se dirimió apasionadamente y, sobre todo, en el campo de batalla de la respectiva producción artística.
En mi caso particular, yo siempre estuve de parte de los soplones. A decir verdad, los héroes suelen provocarme una especie de sarpullido picajoso por todo el cuerpo. Yo creo que, en aquellas circunstancias, es posible que me hubiese inclinado por delatar a mis colegas. Conozco mis debilidades y cobardías y no suelo resistirme a ninguna de ellas. De hecho, las traiciones que mejor comprendo y perdono son las de mis amigos. En realidad, la vida es como una continua caza de brujas. No pasa un instante en que no vivamos en la tesitura de caer en la traición o abrazarnos a la lealtad heroica. ¡Y es tan agotador comportarse como un héroe! A Arthur Miller, por ejemplo, sólo le admiro por su boda con Marilyn Monroe y por haber engendrado a su prodigiosa hija Rebecca Miller. Por lo demás, me parece un intelectual tan pesado como insoportable. ¿No se han agotado ustedes con la pesantez de sus memorias?
Sin embargo, Elia Kazan es para mí uno de los grandes de la historia de Hollywood. Por eso no me ha gustado la película de Cloony. Demasiado heroísmo, demasiada integridad, demasiada pureza, demasiados principios morales mantenidos a golpe de micrófono. Yo prefiero películas como “La ley del silencio”, con seres humanos en pleno bullicio de su terrible naturaleza. Me gustaría, en definitiva, ser como Elia Kazan, sin eludir ni una sola de sus debilidades. Faltaría más.

Antonio Civantos

30 de mayo de 2011

BELLA DEL SEÑOR

Me viene de perlas el título de una de mis novelas más apreciadas, Bella del Señor, escrita por el gran Albert Cohen, para acometer la demolición de una ministra, Carmen Chacón, que ha irrumpido en el Ejército clamando por su nostalgia de progre santificada. Claro que habría que dirimir cuál de sus asesores, militar por supuesto, redactó el nuevo reglamento, aprobado por Zapatero y sus mariachis. Porque, según me han dicho, hay algún que otro general de pasado equívoco y como en plan “yeyé” enganchado al rodrigón socialista y como fanatizado por la progresía. No es de extrañar, por tanto, que en la procesión del Corpus de Toledo, los soldados hayan necesitado de permisos especiales para desenvainar su cortesía al paso de la Custodia, como si ésta fuera la paloma blanca del Partido Popular. Pero no creo que nadie se rasgue las vestiduras por las ocurrencias de una muñequita que ascendió a la poltrona ministerial justo por el mérito de defender a un tipo que, públicamente, “se cagó en la puta España”, entre otras lindezas del habitual repertorio socialista. Ahora, la señora ministra, debería tener en cuenta las palabras de Maeterlinck: “Al final, sólo recordaremos de la vida aquellos instantes en que tuvimos el valor de callar”.
Sin embargo, la elocuencia fanfarrona de aquella camiseta, “todos somos Rubianes”, pesará en su biografía como una losa mortuoria y su mandato acabará en los libros de Historia como el preludio de una derrota electoral tan contundente como anunciada. Y es que para dedicarse a la política, amigos míos, hay que tener la adolescencia aprobada, es decir, hay que dejar las utopías aconfesionales en manos de los intelectuales, que para eso les malpagan los editores, para que nos entretengan con sus piruetas mentales y sus chascarrillos de salón. Porque, en realidad, todo el mundo sabe que la aconfesionalidad del Estado, además de no poder ser, como dijo el Gallo, es imposible. El hombre es esencialmente un animal religioso y el Estado, como dijo Hegel en “La filosofía de la Historia”, no es otra cosa que la Idea Divina sobre la faz de la Tierra, es decir, que el ser humano concibe la realidad espiritual sólo a través de los ojos del Estado. Se podrá o no estar de acuerdo con la teoría hegeliana, pero desde luego ni la Chacón ni el general “yeyé”, ese que le asiste en sus devociones aconfesionales, tienen pajolera idea de lo que hablo y dudo mucho de que sus lecturas les den argumentos para contradecir a Hegel.
La del Corpus siempre fue una procesión de curitas con roquete, niños de primera comunión, señoras en mantilla española, banda de música y militares con uniforme de gala rindiendo sus armas al paso de la Custodia. Quiero decir que se trata de una procesión tan tradicional como entrañablemente “kitsch”, y que así debería seguir para siempre al margen de la “Bella del Señor” que ocupe la cartera de Defensa, a quien más le valdría cuidar de que los ingleses no se beban como si fuera güisqui con soda nuestras aguas jurisdiccionales en Gibraltar. Porque no rendiremos armas ante la Custodia de Toledo, pero sí ante los herederos de Nelson. ¿Se entera usted, mi general?

Antonio Civantos
BOTELLONES

Vivimos hoy una pavorosa fluidez de victorias deportivas, impensable en aquellos tiempos del cuplé, cuando nuestros atletas no conocían siquiera las hechuras de un buen chándal. Después de la exhibición en Italia del alado Contador, más la victoria épica de la Selección española en Viena, aún percibimos la euforia semínola del triunfo de Nadal en la hierba de Londres. Naturalmente, a los españoles nos llena de felicidad y orgullo este torrente de excelencia que nos regalan nuestros jóvenes héroes, como si de nuevo en el Imperio no pudiera ponerse el sol. Y lo cierto es que nos sentimos muy felices por sus hazañas. Sin embargo, hay en mí como una sensación extraña de mejillas inflamadas por un exceso de triunfalismo. Este continuo tableteo de buenas noticias en materia deportiva, de euforia desbordada y de botellón interminable bajo la ventana de mi cuarto me provoca una inconsciente náusea sartriana. Incluso, en algún momento de debilidad, reconozco que he añorado aquellos desiertos antiguos de espectros ambulantes, luna llena y escasez de victorias.
Curiosamente, anoche dieron por televisión “Carros de fuego”, donde se explican a la perfección dos versiones del espíritu de la competición: la antigua y la moderna. Como es natural, en ambas la victoria es importante, pero existe en la primera como un empeño en disimular la fiebre del éxito, un cuidado especial por mantener oculto cualquier atisbo de ansias de triunfo. Ni que decir tiene que ha prevalecido la segunda, la moderna, en donde la victoria individual o colectiva es la única razón del combate; donde, en caso de triunfo, los sentimientos han de desbordarse, obligatoriamente, en algarada municipal para el regodeo periodístico y en intensa comunión con la barbarie genital de las masas. Qué lección de dandismo la del personaje inglés que, en los Juegos Olímpicos de París, gana una medalla de plata, como si tal cosa, tan sólo con un cometa de orgullo nublándole los ojos. Y es que la medalla de plata, amigos míos, era entonces el premio más preciado para cualquier caballero que se tuviera como tal. Solamente los advenedizos y otras tribus guerreras del Amazonas codiciaron de siempre las medallas de oro. En la actualidad, una época sin órdenes de caballerías, todo se ha desbordado, como si en realidad necesitáramos una excusa eterna para celebrar botellones debajo de cualquier ventana.

Antonio Civantos
¿BORRACHO YO?

Ver algo piripi al presidente de la France me hace recuperar el respeto por la cultura europea. Desde las cogorzas macroencefálicas de Yeltsin, nadie había dado muestras de tanta sensatez en la política continental. Todo empezaba a resultar demasiado enfático y sacramental, como si de nuevo estuviésemos instalados en la púrpura eclesial del Sacro Imperio Románico. Nico Sarkozy, por fin, hace gala de su entereza y nos demuestra que la grandeur sólo es un cúmulo de represiones históricas. Otro gallo hubiera cantado a la nobleza francesa si Robespierre hubiese pertenecido a la cofradía de la uva. Debería tomar nuestro admirado Zapatero una copita de vez en cuando, tal vez le despejase el cerebro de la hojarasca jacobina que le corroe. Cuánta razón tenía Aznar al reivindicar esa copa tranquila que todos nos merecemos. Pero vivimos unos tiempos en que los políticos dependen de conseguir una imagen inmaculada y una pose apolínea, en el sentido más nitcheano del término. Basta el recuerdo de las fotografías de la última campaña electoral. Uno piensa que la izquierda, ahora que la vitupera hasta el rojo Saramago, debería enmendar su política de propaganda, no solamente despojando a sus candidatos de la chaqueta del traje, única licencia erótica permitida en el libro rojo de Mao, sino impregnándolos de un adarme de golfería barriobajera. Al fin y al cabo, sólo harían que recordar sus orígenes asamblearios de tercer estado. Sarkozy, al lucirse poseído por el numen de Dionisos, sólo ha dignificado desde su cargo una actividad muy arraigada en el pueblo llano. La derecha siempre ha tenido ese instinto de saber lo que emociona a la gente sencilla, y esta vez se ha dejado televisar medio curda después de una comida con Putin a base de caviar de beluga y ríos de vodka rusos. Siempre dije que mientras políticos y generales coman y beban en exceso, los botones nucleares se mantendrán a salvo de huellas dactilares. El mundo es condenadamente frágil para dejarlo en manos demasiado serias. Sin ir más lejos, ahí tienen ustedes a Bush que, en cuanto abandonó la bebida, se dedicó a dejar Irak como una tundra siberiana. Y no se olviden de que Yeltsin, ese santo bebedor de las estepas, instauró de un botellazo la democracia en Rusia, cantando Asturias patria querida. Brindemos por ellos.

Antonio Civantos
BERLANGA Y LOS CRISANTEMOS

Ha muerto uno de los directores más importantes y geniales de la historia del cine español: don Luis García Berlanga. Paradójicamente, Berlanga rodó sus principales películas en los tiempos difíciles de la dictadura de Franco. Sin embargo, en su afán de ser el temible burlón de la censura, agudizó de tal manera el ingenio que la dificultad se convirtió en el verdadero manantial de su genialidad. Porque una vez muerto el dictador, con las subvenciones públicas rebosando de salud y con la libertad de expresión como fiel espada triunfadora, sólo hizo una gran película: La escopeta nacional. El resto de la obra que sigue no alcanza, para mi gusto, la altura artística de las anteriores. Curiosamente, a los demás directores coetáneos les ocurrió lo mismo. De tal manera que la época dorada del cine español es la de los años cincuenta y sesenta, justo a raíz de las famosas Conversaciones de Salamanca. Quiérase o no, la censura franquista fue el gran acicate intelectual y creativo del mejor cine de nuestra historia.
Hoy día, cualquiera que desee saber cómo era la vida y cuál el espíritu reinante durante la dictadura debe revisar, obligatoriamente, la obra de este gran valenciano genial. No obstante, Berlanga no fue un director realista ni costumbrista ni un documentalista de la vida en aquellos tiempos del cólera. Berlanga, en realidad, sólo fue una mirada. Eso sí, una mirada muy particular, cargada tanto de un humor negro y corrosivo como de un lirismo lleno de compasión y ternura hacia sus personajes y situaciones.
Desde mi punto de vista, la obra de Berlanga despide en su conjunto negros aromas de crisantemo. Hay en ella, sobre todo, como un profundo temor a la muerte, de ahí que se la conjure en sus formas más irónicas. La muerte transita por casi todas sus películas con los aires regios, también cómicos, de una “prima donna”. La muerte ha sido para Berlanga esa “vedette” mimada con camerino propio y contrato extravagante a quien todas las demás actrices envidian y temen. La muerte, en definitiva, fue su gran pasión amorosa, una pasión vivida entre el amor y el odio, como toda gran pasión que se precie. Una pasión de la que Berlanga trataba de huir mediante el exorcismo vicarial del humor negro y la necesaria risa colectiva del público.
Sin embargo, Berlanga, en su obra, nunca osó traspasar el puesto fronterizo del Más Allá, esa línea divisoria del vidrio de Duchamp, como dice Eugenio Trías. Berlanga no fue un artista con pretensiones metafísicas, sino que se aferró a la vida para codearse con la muerte desde el lado de los vivos. Pero no nos engañemos, fue el miedo al gran misterio que se esconde detrás de la muerte lo que genialmente excitó su fabulosa creatividad narrativa. A Berlanga le gustaban los entierros, las ataúdes, los verdugos, los curas y los monaguillos, el tropel de dolientes y los pésames, pero bajo toda esa ordalía funeraria se agazapaba el temor y el temblor de un alma atribulada por la duda y atenazada por el misterio. La mejor obra de Berlanga, como digo, es un puro exorcismo tragicómico a la seriedad de la muerte. Que con Azcona descanse.

Antonio Civantos
Ha muerto Jean Baudrillard. Es decir, ha muerto el padre de la realidad asesinada. Un asesinato perpetrado mediante el único crimen perfecto de la historia. Todo es maya, todo es ilusión, nos dice Hermes Trimegisto en el Kybalión, todo es un simulacro afirma Baudrillard. Y si la realidad real, por así decirlo, es una ficción, ¿qué será entonces esta realidad virtual que el hombre moderno ha forjado con su tecnología? Hoy se ha convocado una manifestación por la Libertad, con mayúsculas, pero yo me pregunto si al manifestarme ejerzo mi derecho como ciudadano o como actor televisivo, ya que mi presencia contribuiría a construir esa otra realidad virtual que ahora vivimos. Y no sé si hago bien o mal. En el fondo pienso que nos manifestamos para que la televisión alimente su propia historia, la historia virtual que vive el hombre moderno. Y es que, tal vez, solamente como histriones de televisión podamos reclamar otra ración de libertad. Tal como dice Baudrillard, esta mina, la de la libertad, de tanto trabajarla se ha agotado en Occidente. Ahora sólo nos queda consumar el no tiempo en un ámbito distinto: sentados cómodamente en nuestro propio cuarto de estar, mirando las imágenes del Sony, con pantalla de plasma y cinemascope, para vivir y ver transcurrir apasionadamente la Historia, como si fuera una interesante película de terror.
Ocurre, simplemente, siguiendo los razonamientos de Baudrillard, que vivimos un salto cualitativo desde el estadio histórico a un estadio primitivamente mítico. Los acontecimientos, por su velocidad surpesónica, van excavando el vacío en el que ellos mismos se precipitan, por eso no es posible una mirada al pasado; se suceden tan deprisa que, si volviéramos la cabeza para un análisis sosegado, nos convertiríamos, como la mujer de Lot, en estatuas exquisitas de sal. Sólo como ciudadanos de un mundo virtual podemos ejercer nuestros derechos virtuales. Aquellos derechos reales por los que luchamos durante la historia real han caducado, no por culpa de su propia muerte, sino por su excesiva proliferación. Como dice el profesor Molinuevo, la realidad es lo que se decide que sea realidad. Y nosotros, por lo que se ve, ya hemos elegido.

Antonio Civantos
ARROZ A LA ZAMORANA

No hace tanto que alguien me habló, elogiosamente, de una tapa inventada por un cocinero zamorano: “Sushi de arroz a la zamorana”. Tamaña cursilería no se refiere únicamente al engendro culinario en sí, sino a la terrible perversión del lenguaje que su nombre implica. Porque una cosa es el “sushi”, plato de la cocina japonesa que consiste en acondicionar el pescado crudo para su ingesta, y otra muy distinta el “arroz a la zamorana”. Pero así como el Gobierno llamó “desaceleración” a la terrible crisis económica que nos ha arruinado, pongo por caso, todo el mundo se cree en el derecho de manipular palabras y conceptos a su antojo. El arroz a la zamorana no es susceptible, en ningún caso, de ser cocinado como el sushi japonés. Son dos conceptos, como decimos, opuestos por el vértice. Y a cualquier engendro culinario que lleve este nombre, “Sushi de arroz a la zamorana”, debería ingresar de urgencia en el museo español de lo cursi, cuyo volumen empieza a adquirir proporciones alarmantes.
Don Dionisio Pérez Post-Thebussem, insigne periodista gaditano y escritor gastronómico, en su “Guía del buen comer español”, que data de 1929 en su primera edición, nos cuenta la historia del periodista zamorano don José Álvarez Builla, director y redactor jefe del “Correo”, que públicamente se atrevió a firmar el siguiente y decisivo manifiesto: “El mejor arroz del mundo, con perdón de los valencianos y de los milaneses, es el “arroz a la zamorana”, es decir, el que se cocina en la provincia de Zamora. Y, entre todos los de Zamora, el más selecto es el de Alcañices.
Pues bien, este plato consiste en cocer el arroz sobre un fondo elaborado a base de cebollas, nabos, perejil, orégano, oreja, pata y hocico de cerdo, chorizo, jamón y tocino. Un guiso verdaderamente explosivo que hace necesaria y urgente la presencia de un buen vino tinto. Una botella de Habla nº 4, excelente monovarietal de sirah, puede ser un digestivo tan placentero como inmejorable. Bon apetit.

Antonio Civantos
APOLOGÍA DE LA DESTRUCCIÓN

La destrucción supone para el hombre uno de sus vicios predilectos. Desde niños sentimos ese placer morboso de hacer añicos el juguete más preciado. Incluso a la hora del amor hay siempre como un prurito misterioso que nos impulsa a romper la relación intercalando elementos de discordia. Curiosamente, los pilotos aliados confesaron que temblaban de placer cuando, desde la soledad del cielo, contemplaban la acción destructora de los proyectiles que soltaban sobre las ciudades alemanas. Sebald lo cuenta detalladamente en su libro titulado “Sobre la historia natural de la destrucción”. Sin hablar, claro está, de la dicha que debió suponer la disolución en el aire de ciudades como Hiroshima y Nagashaki. También la Biblia nos habla acerca de la malsana curiosidad de la mujer de Lot, que se volvió a mirar cómo el fuego arrasaba la ciudad de Sodoma. ¿Quién no se hubiera vuelto para contemplar un espectáculo tan sublime? Personalmente, en lo que llevo de vida, no he visto nada parecido al atentado contra las Torres Gemelas. Las imágenes de aquellos aviones impactando contra los rascacielos neoyorquinos, más el desplome posterior de los edificios son de una morbosidad difícilmente superable. Incluso las ruinas que sobrevivieron desprendían como un halo extraño de belleza. No nos puede sorprender, por tanto, la tendencia actual de los españoles a dinamitar el bienestar social que hemos conseguido en los últimos treinta años. El placer de la destrucción es tan intenso que nos arrastra al abismo como si fuera un instinto más de la especie. El objetivo que ahora nos disponemos a convertir en polvareda cósmica es, naturalmente, la Constitución del 78. Una Constitución que ha resultado tan perfecta para la convivencia de la mayoría de los españoles, que nos va a resultar imposible vencer la tentación de destruirla. Uno la compara, perdonen la frivolidad, a un hermoso y colosal pastel de bodas, con las figuritas de los reyes encampanados en lo alto. ¿Se imaginan el enorme placer de una hermosa batalla campal a base de merengue, nata y bizcocho? Como los invitados a la boda de Farruquito.

Antonio Civantos

28 de mayo de 2011

ALMAS ERRANTES

Después de algunas lágrimas, he llegado a la conclusión de que la decadencia madridista es consustancial al espíritu de la época. Si ustedes se dan cuenta, todo empezó al mismo tiempo que el 11M, el hundimiento político de la derecha y la vuelta ferroviaria de los socialistas al poder. El Real Madrid fue siempre como el espíritu de la España de toda la vida, una España tradicional de derechas, misa diaria, dominó y sábado sabadete. Una España barojiana, en definitiva, de amores como Dios manda y hasta que la muerte nos separe. Eran tiempos en que el Real Madrid ganaba con tan sólo enfundarse la camiseta, salir al campo y posar para los fotógrafos. Pero la vida cambia, las costumbres se modifican y hasta el fútbol demanda un espíritu nuevo y flamante. Otra cosa. Y aquí tenemos con nosotros la rutilante modernidad que nos invade, con sus nuevos héroes de alcoba ajena, sus identidades nacionales, sus incendios veraniegos y galaicos, sus nuevos ricos de comisión y ayuntamiento, sus políticos de diseño criminal y analfabético, más sus apesebrados de pantalla y linotipia. Vivimos una España en la que ya no caben las victorias imperiales del Real Madrid, que más que un equipo de fútbol era como los tercios de Flandes, aquellos héroes inmortales de celada, sarisa y alatriste. Porque ese espíritu de don Santiago y cierra España se ha fundido ya con el viento de la Historia. En consecuencia, estos Cristianos y Ronaldos, que todavía virulean entre pedrada al viento y balonazo, son almas errantes y como surgidas del recuerdo de antiguas órdenes de caballería. El fútbol de la modernidad ha de ser periférico, de buen talante, pluralista, aliado con las civilizaciones y, sobre todo, de corta estatura argentina. ¡Qué pena, don Florentino!

Antonio Civantos
ANTISITESMAS DE PLAY BOY

Si llego a saberlo, hubiera sido antisistema. Es lo que ahora se lleva. En mis tiempos estuvo de moda aquella movida del “sesenta y ocho”. Todo el mundo estuvo en París en aquel mayo francés, a cantazo limpio contra De Gaulle, que era el gran carcamal de los franceses. Naturalmente, yo también estuve allí, aunque refugiado en el Café de Flore, robando cruasanes y bebiendo “pernod” con una tal Françoise, que por entonces servía como criada en casa de Proust. Françoise, entre suspiros anisados, me contaba la vida en rosa del escritor, sus fracasos amorosos con Albertine y la duquesa de Guermantes. También, aparecía por el café, de vez en cuando, el maestro Jean Paul, con un ojo a la virulé y su boca gorda, del brazo de Simone de Beauvoir, que aspiraba a ser la nueva Pompadour de la República, aunque más en feo y en tábula rasa. Sartre, después del vermut, nos contaba aquello del existencialismo, del Ser y la Nada, y enseguida, con la luz espumeando en su bisojez, nos entraba con lo del “engagement” hasta ponernos cachondos y tórridos en la añoranza de un mundo más bueno, bonito y barato.
Y, ahora, como digo, estoy por volar a Londres y sumarme a esas falanges antisistema que se reúnen en un pub de Chelsie, donde creo que toma el aperitivo la bella Marina Pepper, antes de lanzarse al contoneo de la protesta y a la silicona de la antiglobalización. Marina Pepper es algo así como la omnipotencia de la primavera en un mundo jodido y como argamasado de piratas del Caribe. Ese par de razones que Marina esgrime, eso sí, con ensayada petulancia quirúrgica, me son suficientes para abrazar, sin más dilación, el canturreo gregoriano de su causa. Si en aquel mayo francés, Simone de Beauvoir hubiera presentado un esqueleto digno de Play Boy, como el de la Pepper, mis bolsillos hubieran reventado con una infinitud de piedras antiburguesas. Y ahora, sin duda, uno brillaría en un lugar en el sol, a la derecha del Padre, o en cualquier consejo de administración de Sogecable, Mediapro, Filesa y otros empíreos del dinero.
Por cierto, declaraba el otro día el presidente de Mediapro, el millonario Jaume Roures, sin complejos y con dos cojones, que se considera marxista de una pieza. Esa otra izquierda exquisita, la de Tom Wolf, que no quiere ser capitana, perdonen ustedes, pero me parece como el aguachirle de la política. La izquierda tiene que ser revolucionaria, leninista y peleona, como los grupos antisistemas de la “conejita” Marina Pepper. Jaume Roures, que se gana su vida de revolucionario televisando partidos de fútbol, es el flamante paladín del nuevo marxismo, la cara modernité de la vieja izquierda española, aquella izquierda revolucionaria, matona y trabucaire de Largo Caballero, el Lenin español. Claro que este nuevo marxismo empresarial de Roures, adornado con los oropeles del dinero y el éxito, consiste en hacer la revolución viajando en compañía del G20, ayer en París, mañana en Ginebra, esta semana en Londres, hospedándose en buenos hoteles, comiendo roastbeef en Simpson y tocándole el bandoneón a Marina Pepper, la nueva Pasionaria de la igualité, la modernité y la fraternité. Mamá, yo quiero ser marxista.

Antonio Civantos
AL MAESTRO

Ando a la busca, querido lector, de un artículo de los de antes para plagiarlo sin conciencia. Resulta que hoy nada me sale delante de la máquina, como si la muerte, al mismo tiempo que al maestro, se hubiera llevado mi inspiración, mi numen, mi musa amiga, aquella que me dicta generosa en los peores momentos, cuando las palabras se congestionan en los dedos igual que sabañones de novicia. Así me encuentro esta tarde, espeso y pesado, esposada la sintaxis, como si la cabeza me hirviera por culpa de un infinito de pájaros revoltosos y molestos.
Con Umbral, amigo mío, ha muerto el estilo. Y de esta guisa me encuentro a la hora de escribir esta insignificante columna, vacío, triste y, lo que es peor, terriblemente vulgar. En realidad me siento como un humilde letrado delante de su primera demanda. Y he de confesar que he estado a punto de fusilar uno de los artículos de Camba, cortitos ellos, igual que esquelas mortuorias, aunque muy ágiles y graciosos. También he mirado el trabajarme un refrito de cosas de Ruano, ahora que tengo sus tres volúmenes, pero al final he desechado la idea, pues como dice un buen amigo periodista: siempre hay un notario en Betanzos. Al final he decidido, como tema, comentarle a usted mi trance literario, pensando que tendrá a bien perdonar, primero, el cariz desesperado de mis tentaciones y, segundo, la necedad de mis palabras. Pero la literatura es así. Muerto el estilo, el escritor se desvanece y deviene en escribiente, algo muy honrado por otra parte, pero como fuera de página e impreso en el agua.
El maestro Umbral se ha marchado de viaje, un viaje demasiado largo, y con él se ha llevado el alma de la prosa moderna, la llave mágica del arte de la creación de lenguajes. El muy cabrón ha apagado la luz y nos ha dejado a oscuras, huérfanos de sintaxis, que es la peor orfandad posible, porque como él solía decir, citando a Valery, la sintaxis es nada menos que una cualidad del alma. Yo recuerdo haberle visto una vez en el Gijón, otra en Lhardy, con esa elegancia simple de los dandis, con esa ceguera de ciego sabio y burlón, a punto de que las retinas, en presencia de las muchachas en flor, se le desprendieran en miles de metáforas. Es como si Larra, Valle, Ramón y Ruano nos hubieran abandonado de nuevo. Con esa tozudez incomprensible de la muerte.
ADELINA PATTI

Hija de italianos, la soprano Adelina Patti (1843-1919) nació en Madrid, justamente en la calle de Fuencarral, esquina a la Gran Vía. De ella dijo Verdi que era la mejor cantante que había oído nunca. Y don Teodoro Bardají, nuestro gran cocinero y escritor, quedó prendado de ella al escuchar su voz de diosa en el aria “Caro Nome” de Rigoletto. A tanto llegó el arrobo del de Binéfar que, en un arrebato de amor, tan sublime como incontrolado, le dedicó una de sus creaciones culinarias más fastuosas: la “tortilla a la Patti”. Inocentemente, don Teodoro lo niega en un exceso de pudor o tal vez por una humildad mal entendida.
Si ustedes abren cualquier recetario del siglo XIX o principios del XX, comprobarán la cantidad de fórmulas deliciosas que se inventaron para cocinar una simple tortilla, desde la tortilla francesa, que es un plato español, hasta un inmenso océano de creaciones culinarias: tortilla de trufas, tortilla de caviar a la rusa, tortilla murciana, tortilla a la zarina, tortilla a la Reforma, tortilla a la turca, tortilla Chantecler. Y así hasta el infinito.
Pues bien, la “tortilla a la Patti” del gran cocinero Teodoro Bardají consiste, nada menos, que en una tortilla preñada de un salpicón de pollo y trufas ligado con una salsa suprema. Esta tortilla debe servirse acompañada de corazones de alcachofas gratinados y napados con la misma salsa. Y si usted quisiera seguir mi consejo para celebrar esta suculenta obra de arte, debería regalarse usted con un tinto muy joven, casi recién nacido, quizás un Baujolais. Bon apetit.

Antonio Civantos

27 de mayo de 2011

A LA SOMBRA DE LAS HERMANAS EN FLOR

Caminaba lentamente la década de los cincuenta, tal vez meditando sobre las ruinas que dejaba a su paso. Uno no tendría más de cuatro años. Y supongo que la vida, hasta entonces, me había resultado de lo más placentera. Pero una mañana, cuando el verano había decidido recluirse en los cuarteles del otoño, mi madre me llevó a un lugar desconocido. Era un enorme caserón con la pared como apuntalada de marfiles, de un color amarillo claro. En realidad, tenía más aspecto de cuartel militar que de otra cosa. A su fachada, por ejemplo, se abrían cinco o seis balcones, todos al mismo nivel de la calle, que quedaban como perdidos en la inmensidad de aquel murallón sahariano. Era, sin duda un edificio prosaico y feo. Eso sí, un pequeño arco coronaba la puerta de entrada, dándole cierta majestuosidad. Creo que podría afirmar sin equivocarme que era la primera vez en mi vida que entraba en un edificio tan grande. No recuerdo cómo ni por qué, pero enseguida estuvimos hablando con una monja. Era una monja alta, con movimientos rápidos de toca, que trataba de ser cariñosa conmigo. A mí ni me gustaba ni me dejaba de gustar. Recuerdo que sentí una indiferencia razonable hacia aquella mujer vestida de tan insólita manera. Ahora pienso que los niños deben de tener un alma vieja, pues raramente se extrañan de las cosas del mundo que acaban de estrenar. Aquella mujer vestida con hábito negro, más una cenefa blanca en la toca, que se volvía babero en el pecho, era la primera monja de mi vida, y puedo asegurar que no sentí ninguna zozobra en su presencia. Y, en cuanto me dejaron de mi mano, me puse a corretear por un patio que estaba allí mismo, justo al lado del hall donde mi madre y ella hablaban de sus cosas. Y aquel patio me gustó desde el primer momento. Me dio la sensación de mucha amplitud, ya que podía correr a conciencia, con más libertad y espacio que en cualquier sitio donde había jugado hasta entonces. Era completamente cuadrado y, en uno de sus bordes, muy cerca de unas ventanas con arco, se levantaba el brocal de azulejos blancos y azules de un pilón sin apenas agua. Al descubrirlo, me quedé mirándolo, fijamente, sin pensar en nada, apoyadas mis manos en el borde. Y en uno de los rincones del patio, al otro lado de ese pilón, había un cuarto con un servicio, muy orinado por lo que se veía, ya que en la taza blanca amarilleaban unos churretes ya viejos y como de rancio abolengo.
Yo no sabía que aquello era un colegio. En realidad, mi experiencia de la vida hasta el momento no conseguía explicarme lo que significaba la palabra colegio, ni la razón que mi madre esgrimía para obligarme a ir allí todos los días, como si estuviese cumpliendo alguna condena. De modo que cuando supe de qué iba todo aquello, me dije a mí mismo que no me gustaba, que prefería seguir con mi vida de siempre, jugando en mi casa con mis cosas y zarrios preferidos, sin aguantar la presencia extraña e impuesta de nadie. Sin embargo, no sabría decir los motivos de mi docilidad, pues acepté la orden tajante de mi madre sin la más elemental de las protestas, sin el más mínimo y justificado berrinche, como si por instinto empezara a comprender que aquello era el primer suceso inexorable de una cadena que acababa de ponerse en funcionamiento. Así que a partir de ese día fui cada mañana y cada tarde al colegio de las Carmelitas, a la clase de la hermana María Pérez, que así se llamaba aquella monja.
El uniforme del colegio era propio de un marinero de agua dulce, de pantalón corto y color azul marino. En cambio, el guardapolvo, al que las monjas, con esa pulcritud de lenguaje que les caracteriza, llamaban babi, podía confeccionarse a voluntad de la mamá del usuario. Y gracias al babi, precisamente, aprendí que en materia de vestimenta existen dos cuestiones esenciales que se llaman buen gusto y mal gusto. Por el babi los conoceréis, hubiera podido decir cualquier dandy escolar de la época. En realidad, un babi puede marcar de por vida.


Antonio Civantos