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25 de febrero de 2012

LEIRE PAJÍN

Confieso que se me pone el ánimo camastrón cada vez que me cruzo con esta chica. Me refiero, claro, a Leire Pajín. ¿A quién si no? Perdonen ustedes, pero no lo puedo remediar. Se trata de la única mujer capaz de contagiarme esa embriaguez que Nietzsche llamó dionisiaca. Ya saben ustedes que hay otro tipo de embriaguez, la “apolínea”. Y un servidor de embriaguezes apolíneas no sabe nada desde que murió Deborah Kerr, de tan místico erotismo. Por otro lado, debería de reconocer, pero no lo hago, que uno ya no está para ciertas industrias y demás manualidades. De modo que sólo me queda el consuelo de los suspiros, las lágrimas y el alfabeto geométrico de los románticos, si es que todavía quedan algunos.
Ya sé que la señorita Leire no es una de las marquesas emperifolladas de Proust, sino cualquiera de las doncellas de Downton Abbey, gracias, por cierto, a sus mejillas mediterráneas. Pero da la casualidad que a mí gustan las doncellas, desde pequeño, de cuando me bañaban y secaban y cantaban coplas por Marifé de Triana. Si mal no recuerdo, la copla que más me gustaba era aquella de “Tengo miedo”, y también, ahora que caigo, ese corrido mejicano titulado “Pobre del pobre”, el mismo que la otra mañana cantó el ministro De Guindos por el asunto de los desahucios de don Botín y su “Cuchillito de agonía”.
No me descubran, pero yo creo que esta chica, me refiero a mi Leire, se parece un poco, sólo un poco, a la gran Marifé. Porque el otro día en el Congreso, cuando, con aire de “emperaora”, le cantaba ella unas coplas al ministro de Educación, José Ignacio Wert, que yo creo que también se rila (Umbral), y a toda la derecha tardofranquista y montaraz, por la cosa de repartir unas cuantas obleas a la puerta de los colegios de Valencia, digo que la Leire me pareció como si a Marifé la hubieran colocado una chupa de cuero, en plan motera cachonda, para cantar a la soberanía nacional aquello que dice: “La loba, ese es mi nombre, no te calles, que más da, pero a ver si tú eres hombre pa podérmelo quitar”. Hay que reconocer que la Pajín estuvo soberbia en su actuación parlamentaria. Sólo le faltó un ligero toque de abanico y, sobre todo, el obligado temblor de la peineta. Y les repito que, nada más verla, me vino de pronto la dichosa embriaguez dionisiaca, a mis años, y con estos pelos de recién levantado.
De modo que no esperen ustedes, mis queridos lectores, que mi artículo sea profundo, sesudo y como para excitar neuronas y otras metafísicas. Porque, por otra parte, nunca he estado provisto de esa carga de profundidad, como me recuerdan algunos amigos superdotados, que justifique mi presencia semanal en un periódico de esta categoría. Ya lo sé. Pero es que a mí sólo se me ocurren frivolidades. Y si les digo que empiezo a enamorarme de Leire Pajín, ustedes deberían comprender que me importe un bledo el fondo intelectual de su discurso.
Esta chica, diga lo que diga, está más buena que la venus del espejo y las tres Gracias juntas. Y un servidor, en su presencia, cae como en una especie de esplín baudelariano, es decir, en algo así como en un caos inhabitable y fuera de cobertura. Además, como no tengo esperanza de ser recibido por la diosa, les aseguro, amigos míos, que estoy tan triste que ya no me satisface ninguna desgracia. Quiero decir que me siento absolutamente invalidado para el entusiasmo romántico. La verdad sea dicha, sólo me levantaría el ánimo si me fuera de mercenario a Valencia, a repartir libros sin palabras, a un euro la unidad. Por mi Leire, cualquier cosa.

22 de febrero de 2012

MARTES
21 de febrero del 2012

Diario

Si me lo permiten, hoy me gustaría resaltar la importancia que para mí ha tenido siempre un poema de Baudelaire. Recuerdo que fue el poema que elegí para recitar en la boda de mi hermano Jose María. Se titula “La embriaguez”. Pero no se equivoquen. Baudelaire no se refiere solamente a la embriaguez derivada del vino y demás acólitos, sino a esa otra embriaguez que se origina mediante la poesía, la pintura, un paseo por el campo, la caricia de un niño, la buena música, una idea filosófica y así, amigos míos, hasta llegar al infinito.
La embriaguez del poema de Baudelaire es un estado de ánimo especial provocado por la contemplación de la belleza en cualquiera de sus muchas manifestaciones. Hay que estar siempre ebrios, nos dice el poeta, para soportar el peso del tiempo. Pero a la embriaguez, claro está, sólo se accede por el camino de una consciencia despierta. El hombre que vive dormido atraviesa la vida con los sentidos congelados y el alma rígida y fría como las estatuas marmóreas de un mausoleo. Por el contrario, estar despierto consiste en tener los sentidos vigilantes, los poros de la piel abiertos y el corazón dispuesto a recibir las señales, es decir, cualquier estímulo que nos haga vibrar. Recuerden que el divino Oscar dijo una vez que al alma se llega por los sentidos y a los sentidos por el alma.
Josep Pla, en “El cuaderno gris”, escribe algo así como que el hombre debería ser un pescador que saliera cada mañana en busca de la belleza. También Walter Pater, en el epílogo de su libro sobre el Renacimiento, insiste acerca de ese mismo estado emocional referido por Baudelaire: “arder siempre con esa intensa llama, semejante a una piedra preciosa; mantener el éxtasis es el éxito de la vida”. Naturalmente, seríamos injustos si olvidáramos el famoso poema, “El don de la ebriedad”, del zamorano Claudio Rodríguez. Les recomiendo que corran a su biblioteca y lo lean con arrobado recogimiento. Se lo merece.
También Nietzsche, en su “Crepúsculo de los dioses”, escribe acerca de la embriaguez, aunque diferenciando entre la embriaguez apolínea y la dionisíaca. A la música, por ejemplo, sobre todo a la de Wagner, la considera como un mero “residuum” del histrionismo dionisiaco. En cambio, la embriaguez apolínea es la que se obtiene a través del sentido de la vista; por ejemplo, cuando uno contempla un cuadro o lee un poema o mira una escultura. También nos habla Nietzsche acerca de un concepto que necesita de cierta reflexión. Me refiero a la “embriaguez de la gran voluntad”, la voluntad que traslada montañas. Nietzsche utiliza el ejemplo de la arquitectura para explicarlo. “La arquitectura, nos dice, es una especie de elocuencia del poder expresada en formas. En la arquitectura adquiere visibilidad el orgullo, la victoria sobre la fuerza de la gravedad, es decir, la voluntad de poder”.
Perdonen el atrevimiento, pero en mi opinión, la embriaguez (el arrobamiento, la emoción, el éxtasis, la excitación o como quieran ustedes llamarlo) podría clasificarse en apolínea y dionisiaca, pero no según los sentidos que la provocan, como dice Nietzsche, sino por la naturaleza de los estímulos. Por ejemplo, la música de Mozart se diría que es apolínea; sin embargo, la de Wagner es dionisíaca. La pintura de Bacon es dionisíaca; en cambio, la de Sorolla, un suponer, es apolínea. La poesía de Baudelaire, sobro todo los poemas incluidos en “Las flores del mal”, es dionisíaca, mientras que la de Juan Ramón es apolínea. Digamos que todo lo dionisiaco procede de lo irracional, es decir, de todo aquello situado más allá de los límites de la razón. Y utilizo la palabra “límite” según la terminología filosófica del profesor Eugenio Trías. Por el contrario, lo apolíneo coincide con todo aquello manifestado a la luz de la razón, o sea, lo que Trías llama “el cerco del aparecer”.
También el profesor Trías nos habla de un sentimiento que produce la quiebra de la embriaguez: el asco. Nos dice el hombre es el único animal que no soporta el asco. Para él, el asco supone la quiebra de todo sentimiento estético. Sin embargo, muchos artistas lo que pretenden con sus obras es, precisamente, suscitar el asco del espectador. Personalmente, creo que están en su derecho, ya que el asco es un sentimiento como otro cualquiera y, por lo que se ve, bastante eficaz para despertar a los dormidos. Eso sí, el asco es el extremo opuesto a la embriaguez de Baudelaire. Salvo en el caso de algunas perversiones. Confieso.

18 de febrero de 2012

FUMIGACIONES

Yo no sé si a Rajoy le gustan las películas. De todos modos, me tomo la libertad de recomendarle una de Robert Altman, “Vidas cruzadas”, basada en una serie de relatos cortos de Raymond Carver, que, por si al lector le interesa, han sido reunidos por la editorial Anagrama en un libro titulado “Shorts cuts”. Pues bien, de esta película me gustaría destacar, sobre todo, la primera secuencia. Me refiero a cuando aparece por la noche una bandada de helicópteros con el propósito de fumigar la ciudad de Los Ángeles. Se lo digo al señor Rajoy por si entiende la indirecta y le da por hacer lo mismo, es decir, por aplicar ciertas normas de la más elemental higiene democrática.
Hablemos claro. ¿Cómo es posible emprender una subida de impuestos, más una reforma laboral, las elecciones andaluzas, más los recortes presupuestarios que están por venir, sin antes efectuar una fumigación masiva en Televisión Española? Me pregunto si el señor Rajoy, nuestro presidente, es masoquista o es que le gusta andar entre reptiles por aquello del subidón de adrenalina. Porque todas estas medidas que ha tomado hasta la fecha, no sé si a ustedes les parecerá lo mismo, pero yo creo que se las están dinamitando en los platós de la televisión pública. Que se cebe con él ese gracioso de la Sexta con cara de cernícalo, ahora no recuerdo cómo se llama, me parece de lo más normal, incluso empezaría a preocuparme si no lo hiciera. Lo mismo digo del gran Hilario Pino, sobre todo ahora que se ha puesto césped artificial sobre la masa encefálica, supongo que para ocultar algún fuego fatuo y otros resplandores de difícil catalogación.
Sin embargo, el linchamiento institucional que TVE perpetra sobre su persona y su política gubernamental, señor Rajoy, sólo es concebible desde un punto de vista psicopatológico. Perdone si le ofendo, pero, en mi opinión, usted necesita de una larga terapia de adaptación a medio. Porque con ese cuajo suyo, esa tranquilidad violeta, ese sin subir y sin bajar de los gallegos, nos tiene usted a los de derechas como en un sin vivir.
Y qué me dice, señor Rajoy, de la visita de Rubalcaba a la Moncloa. ¿Ha mirado usted debajo de la mesa por si le ha colocado algún micrófono de parte de Garzón? No, pues mire. Y encima va el tío y le convence para que no realice ningún nombramiento en TVE hasta el mes de junio. ¡Toma nísperos! (Campmany)
Señor Rajoy, en este primer semestre de su mandato, es decir, justo hasta el mes de junio, no va a tener otro remedio que tomar un océano de medidas de lo más sangrantes para la vida de los españoles. ¿Se da cuenta de que usted ha sido señalado por el Destino para esparcir las siete plagas de Egipto? Probablemente, todas muy necesarias, obligadas y acertadísimas, no se lo discuto, pero, por culpa de su cachaza gallega, usted va a tener que soportar el desaguisado de obuses y otros sarcasmos que, desde su propia casa, le va a lanzar todo ese rojerío televisivo. Un rojerío que fue colocado allí por Zapatero/Rubalcaba justo después de las calendas ferroviarias del 11M.
Si se tratara, señor Rajoy, de profesionales independientes, se comprendería el arte de su prudencia (Gracián), incluso sería un aval a largo plazo, casi definitivo, de su compromiso con la democracia. Pero, como usted sabe, por ejemplo, esa tal Ana Pastor (no confundir con la excelente ministra) de los desayunos mañaneros, esa jovencita amaestrada por sus amos para dinamitar cualquier atisbo de sensatez política, no puede seguir al servicio del socialismo revolucionario de Zapatero. Búsquele usted acomodo, un suponer, en la empresa del marxista Roures. Pero, por Dios, señor Rajoy, fumigue usted Televisión Española. Fumíguela de una vez. Con helicópteros y todo. A lo Robert Altman.

11 de febrero de 2012

Miércoles
8 de febrero del 2012-02-08
Diario

Frío y viento. Hay escritores que me caen especialmente bien, sobre todo si están muertos. De vez en cuando me gusta volver a ellos, como cualquier hijo pródigo. Hoy, por ejemplo, recupero a Josep Pla. Elijo, como casi siempre, “El cuaderno gris”, uno de los libros de cabecera de mi vida y que habré leído al menos media docena de veces.
Me gusta constatar una y otra vez que el estilo literario de Pla consiste en no tener estilo. Pla escribe tal que si escribiera una carta a un amigo, a la novia, a la madre o a sí mismo. Incluso puede parecer que Pla no sabe escribir. Claro que, según él, su única preocupación estilística, como recuerdo que le dijo a Soler Serrano en aquella entrevista memorable, son los adjetivos. Lo mismo hubiera podido decir de los verbos, pero no lo dijo. No obstante, uno no le admira por los adjetivos, sino por la profunda y difícil sencillez de su escritura. En mi opinión, Pla trata de escribir como un payés ilustrado, pero como un payés, al fin y al cabo.
Curiosamente, por las fotografías de la época, he observado que Pla mantiene desde su juventud una cierta preocupación por ir bien vestido. Y sí, hay alguna elegancia en sus maneras, y hasta es posible que de su persona se desprenda un ligero halo de dandismo. Incluso en uno de los retratos veo que lleva bombín. Probablemente, se trata de cuando él estuvo de corresponsal en Londres. Claro que, más tarde, a medida que pasan los años, su vestimenta evoluciona lentamente hasta coincidir con el estilo sobrio y despreocupado del payés. Demasiado despreocupado para mí gusto. Alguien debería estudiar la evolución de la obra de Pla según el proceso degenerativo de su vestuario. Desde el bombín inglés a la boina de sus últimos años.
Pero además de su estilo sin estilo, lo que más me llama la atención en Pla es su obsesión casi enfermiza por la realidad. Y eso que la realidad, como se sabe, lleva en entredicho, filosóficamente hablando, desde los tiempos de Berkeley; y ahora, con la física cuántica, no digamos a los niveles de incredulidad que científicamente se ha llegado.
Personalmente, confieso que en Literatura hay épocas en que valoro mucho más la imaginación creadora, aunque luego vuelvo como el hijo pródigo al hogar caliente y seguro de la realidad. La realidad abriga más de lo que imaginamos. No quiero decir que Pla sea un escritor realista del estilo de Galdós, Valera, Baroja y todos esos, sino que la realidad para él es algo así como la argamasa a la que insuflar el hálito personal hasta conseguir de ella un cariz tan imaginativo como el de cualquiera. Pla es un escéptico total, pero al contrario que todos los escépticos, paradójicamente cree en la realidad. La realidad es su única religión y a ella se entrega con todos sus sentidos, como un sacerdote, como un mártir, consagrándola en el altar literario de las palabras en general y de los adjetivos en particular.
Pues bien, cuando anoche abrí, por enésima vez, “El cuaderno gris”, no empecé por el primer día del diario, sino que me entregué al azar de las páginas. Casualmente, me salió el pasaje referente al 23 de diciembre. No me lo podía creer. La verdad es que yo recuerdo siempre esta parte del diario con un cariño especial, y al leerla de nuevo sentí lo mismo que otras veces. Yo creo que en estas pocas líneas, Pla resume su propio temperamento, su propia manera de sentir la vida y de vivirla. Aquí Pla se simplifica a sí mismo en apenas media docena de frases. Hay una que dice: “Es objetivamente desagradable no sentir ninguna ilusión –ni la ilusión de las mujeres, ni la del dinero, ni la de llegar a ser alguien en la vida--, nada más sentir esta secreta y diabólica manía de escribir (con tan poco resultado) a la cual sacrifico todo, a la cual, probablemente, sacrificaré todo en la vida”. Así era Pla. Todo un sabio para los que estaban de acuerdo con él. Para mí también era un sabio, aunque un sabio demasiado pesimista y algo gruñón, que, si bien se mira, es la manera más sabia de parecer sabio. No en vano, a los optimistas siempre se les ha puesto en cuarentena y en el fondo da la impresión de que no son de fiar. La mayoría de las veces, como decía Ciorán, se es optimista a costa de los demás. Pla era un pesimista genial y, sobre todo, un agudísimo y entrañable cascarrabias. Uno de esos catalanes que merecen la pena. Ya lo creo.
UN PAIS PARA VIEJOS

Mis años jóvenes fueron castañas pilongas y una perra gorda de regaliz. Pero al menos teníamos por delante todo un país por hacer, es decir, un futuro que llevarse a la boca. Los jóvenes de ahora sólo disponen de una tierra que se cuartea lentamente, quiebra a quiebra, y que para colmo se la han llevado a galeras con los grilletes de unos impuestos intolerables. El otro día, en el Congreso, Rajoy dejó claro que España está en la ruina y para mí que lo que vino a decir fue aquello tan socorrido de los niños y las mujeres primero. En realidad, empezamos a sentir igual que nuestros bisabuelos cuando la pérdida de Cuba y las Filipinas, pero esta vez sin el coñazo de la Generación del 98, lo que no deja de ser un alivio. Sólo nos faltaría volver a vivir el suicidio de Ganivet, las novelas neblinosas de Unamuno, las arengas sobre la hispanidad de Maeztu y por ahí todo seguido hasta el marxismo millonario de Jaime Roures y sus mariachis de papel.
Quiero decir que este es un país sólo para viejos. Los jóvenes tienen pocas opciones de supervivencia, a no ser, claro está, que aprendan de nuevo el oficio de leer a Kerouac, hacerse hippy y lanzarse a la carretera en el autobús de Neal Cassady y Tom Woolf. Un oficio, por cierto, que aumentó el PIB nacional de los sesenta a base de fabricar, entre porro y porro, collares, pendientes, pulseras y otras bisuterías para adornos de burguesitas progres y sus puestas de largo en el casino de papá.
Claro que también habrá jóvenes que prefieran ir de maletillas, como el Cordobés, Miguelín y tantos otros de aquel tiempo, que luego hicieron las Américas y se compraron un “Mercedes” con la finca y la hipoteca del Banco Pastor. Sin hablar ya de aquel sector nacional del boxeo, que era como la meca del pobre y donde te daban unas hostias por mil pesetas y un bocadillo de calamares. Aunque, si eras bueno con los puños, podías salir en el NODO, como Pepe Legrá, Fred Galiana y Luis Folledo, entre otros héroes del cuadrilátero o del cuplé, que vienen a ser lo mismo.
Aquella España pobre de Franco tiene mucho que enseñar a esta democracia arruinada de ahora, rota y alcoholizada por los vinos caros y las hipotecas subprime. No es por nada, pero me parece que es el momento de mirar atrás y hacer justicia a nuestros abuelos y, sobre todo, de aprender a sobrevivir como ellos, incluso haciendo las maletas, en plan Alfredo Landa, para huir de este páramo cuajado de liberados sindicales, políticos millonarios y chóferes colgados a cuenta del bolsillo nacional. Un país con una izquierda millonaria y una derecha arruinada, como le pasa a España, no puede ser habitable. Va contra natura.
De modo que mi propuesta es volver a la España antigua de Gutiérrez Solana, los titiriteros, el nacional catolicismo y, sobre todo, a la España eterna de los marqueses limosneros y los tullidos de guerra. Una lástima que Berlanga y Azcona hayan muerto, ya que entre los dos podrían mostrar a nuestros jóvenes cuáles son los caminos obscuros de la supervivencia y la gloria nacional.
Yo por mi parte espero que lo cotizado en estos años me sea reintegrado en forma de pensión. Porque en cuanto me jubile pienso encender el brasero y leer a Baroja, sentado a la camilla, con la boina puesta, las zapatillas a cuadros y fumando Caldo de Gallina. En realidad, uno quiere ser Pla, tener la misma mala leche, beber vino del país y decir, como él solía, que España no tiene remedio ni futuro ni dinero ni las putas son ya como las de antes. ¡Ay, aquella Margot de la copla!

4 de febrero de 2012

VIERNES, 3 de febrero del 2012
Diario

De haber sabido que hacía tanto frío en la calle, me habría quedado en casa, sentado al brasero, merendando chocolate con picatostes --como un párroco gordo de los antiguos--, y leyendo a Proust. Confieso que, de vez en cuando, vuelvo a Proust para saber, sobre todo, que no somos nadie. En realidad, cuando escribo, me siento como un gran impostor. En mi opinión, la Literatura debió de acabarse después de la publicación de “En busca del tiempo perdido”. Todo lo que ha venido después tan sólo ha sido atrevimiento y plagio. Se lo pregunto cada mañana al espejito mágico de la madrastra de Blancanieves, por si hay suerte y ha cambiado de opinión, ustedes ya me entienden; sin embargo, hoy me ha vuelto a contestar lo mismo que siempre. Aunque puestos a mirar, algunos, por muy reconocidos que estén, tendrían que abrir, antes que otros, el cortejo suicida hacia la nada. Pero uno se conforma con haber descubierto lo inevitable, es decir, que los hechos son tozudos y que nadie, absolutamente nadie, ha superado a Proust, por mucho que a veces el mundo se empeñe. Aunque, tal vez, ese empeño ilusorio sea la obligación del mundo.

P.D. Desde mi punto de vista, el único que consiguió aproximarse al maestro –tanto como el cometa Halley a la Tierra--, fue William Faulkner. Sin embargo, la literatura de Faulkner, al cambiar marquesas por mulas y palacios por granjas, desprende un cierto tufo a sudor de caballo y ladrones de ganado. Claro que todo en esta vida ha de responder al equilibrio entre opuestos. Recuerden, si no, el chiste de aquel hombre encerrado en un baúl lleno de perfumes durante varios días. Quiero decir que, de vez en cuando, habría que dejar la alegre y encarminada pavana de las muchachas en flor para chapotear en el estiércol vacuno y sublime de Faulkner. A decir verdad, y no quiera parecer más injusto de lo necesario, me refiero, claro, a Faulkner y sus derivados. Pongan dos o tres.
SUPERMAN Y LAS LÍNEAS ROJAS

A mí es que este señor, como resulta tan mandibulario, se me parece un poco a Superman. Me refiero a don Artur Mas, claro, que ha volado hasta Madrid con Spanair para traernos la amenaza de Andrómeda. Porque este buen hombre, don Artur, no sé que ha dicho acerca de unas supuestas líneas rojas que no hay que cruzar bajo ningún concepto, so pena de excomunión nacionalista, que es una excomunión de muchas más jaculatorias que la del Vaticano y el cardenal Rouco Varela.
Madrid siempre ha sido una ciudad abierta y hospitalaria con los forasteros. Hasta les ofrece, ahora que hace frío, un caldito humeante en Lhardy y unos nardos caballero, como dice la copla. Pero es que este señor, me refiero a don Artur, ha llegado en plan pistolero de Chicago, años veinte, sin saber que a estos bravucones se los pasan los madrileños, como a los soldados de Napoleón, por el forro de los bartolillos, que son unos pasteles de crema, cojonudos por cierto, que venden en una dulcería de la calle Mayor.
O sea, que don Artur se viene a Madrid a formarnos el tiberio nacionalista, sin acordarse de la fortuna que nos gastamos los españoles en aquella vaina de la Olimpiada, y también en el imperio que ahora nos cuestan los árbitros para que el Barsa venga al Bernabeu a echar unos rondos y ganar como el que se fuma un puro. A decir verdad, no sé qué dinero reclama don Artur, un dinero que dice que es suyo, según él, por no sé qué monsergas y otros cálculos euclidianos de difícil entendimiento. Porque de eso se trata. De llevarse una pasta para seguir con sus televisiones panfletarias, embajadas en Manhattan y París, el tropel de putas del Molino Rojo y ese chico, Pinto, manoseando el balón fuera del área como si se tratara, un suponer, del trasero de su novia.
Encima, don Artur se ha entrevistado en la Moncloa con un Rajoy vestido de sor Pascualina, es decir, con un Rajoy hecho de mantequilla soriana que se derrite cuando negocia con nacionaleros y otras especies derivadas. Para mí que el señor Rajoy, después de la visita de Superman, no sólo camina escocido por los pasillos de la Moncloa, sino que arrastra cadenas nocturnas, como el famoso fantasma de Casterville.
Quiero decir que don Artur, con sus fanfarronadas de camorrista portuario, ha llegado a Madrid en plan Teixeira para darnos a todos por retambufa, a Rajoy el primero, y de paso llevarse las cuberterías de la Moncloa y el Palacio Real. Sospecho que el muy jodío anda avizorando la forma de penetrar en las cámaras secretas del Banco de España, donde se piensa que guardamos el oro de Moscú, sin saber que ese oro se lo llevaron los socialistas, don Juan Negrín sin ir más lejos, cuando aquello de las guerras púnicas y el sitio de Numancia. De modo que el honorábile ha llegado tarde a marcar las líneas rojas como si fuera Durruti, por la sencilla razón de que aquí ya no hay dinero y, como digo, el oro de Moscú está en Moscú y, para colmo de males, Teixeira se encuentra de vacaciones en Galicia, comiéndose todos los percebes de la Ría de Arosa, grandes como carallo du homo o como el flagrante penalti de Pujol a Benzema, por si alguien no lo tiene anotado. Si los catalanes necesitan dinero deberían pedírselo a Griñán y, sobre todo, a su chófer, ya que tal vez les quede algún ERE sin cobrar entre los setos del parque de María Luisa. Porque si don Artur ha establecido unas líneas rojas, el chófer de Griñán prefiere las rayas blancas, por lo que es posible que ambos lleguen a un acuerdo financiero. Sólo es cuestión de colores.