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6 de julio de 2012

EL ASESINO DE VENECIA

CARTAS A DORA MALENGO 1 DE JULIO DEL 2012 QUERIDA DORA: te escribo de nuevo porque me acaba de llegar por Seur mi nueva novela. ¡EL ASESINO DE VENECIA! De aspecto es un libro precioso y sumamente atractivo. Yo creo que se va a vender muy bien, dentro de cómo está hoy el consumo de libros, naturalmente. Claro que la novela no estará en las librerías por lo menos hasta septiembre, ya que en el verano nadie tiene ganas de trabajar y mucho menos con estos calores que nos asolan como si fuéramos insectos de los pantanos. Me gustaría mandártela a Londres, pero no sé cuál es el nombre de tu hotel, aunque imagino que no andarás muy lejos del Claridge o del Ritz o del Savoy, ya que de menos estrellas no hay firmamento que tú te merezca Pero, como te digo, ya tengo el libro en mis manos, que es sin duda lo más importante; luego su venta es secundaria, aunque parezca una chulería mía el decirlo. Me refiero, claro, a que lo principal es que el libro tenga una cara, un brillo, una presencia. Si la recompensa está en el esfuerzo, como decía Gandhi, te aseguro que como no haya una materialización, una evidencia, el placer se queda como a media luz los dos y no sabe lo mismo. No obstante, si la cosa funciona y a mayores hay un cierto movimiento de ventas, miel sobre hojuelas, que es lo que solía decir mi madre en estos casos. Recuerdo que alguien me preguntó un día por qué era tan importante que un libro se publicara. Y la pregunta tiene su miga, ya que cada vez que uno entra en cualquier librería, además de padecer un terrible ataque de humildad, se comprueba con tristeza que la oferta literaria es superior a la demanda. De modo que, en mi opinión, sobran toneladas de libros. O sea que para responder a la anterior pregunta, uno no tiene más remedio que echar mano de la sinceridad y contestar que desea ver sus libros publicados pura y simplemente por “vanidad”. No quisiera escandalizarte, pero te aseguro que la vanidad es la clave, no sólo de la literatura, sino del arte en general y, si me apuras, de las demás cosas de la vida. Quiero decir, mi querida Dora, que si tú piensas que entonces yo soy un vanidoso, aciertas plenamente. ¿Es pecado la vanidad? La vanidad sin ninguna duda es pecado, por utilizar un concepto moral al uso, a no ser que uno sepa en qué momento preciso uno disfruta de ella. A esto lo llamaba Schopenhauer “autoconciencia”. A decir verdad, la vanidad es un sentimiento como otro cualquiera, ya que el hombre llega a este mundo con un bagaje de prestaciones predeterminadas, apriorísticas, (Kant les llamaba “imperativos categóricos”) y entre estas prestaciones están los sentimientos. Lo importante es sentir la vanidad en el momento en que surge, saborearla, acariciarla como si fuera una mujer hermosa. Por ejemplo, cuando todo el mundo te adula durante el acto de la presentación de la novela. Entonces, si no estás alerta en esos instantes y te dejas llevar por el asalto de la vanidad, conviertes la vanidad en infatuación. Ya no eres un vanidoso sino un fatuo. O sea, un imbécil. El caso es que, después de recibir las novelas, me siento verdaderamente orgulloso de mí mismo, y estaré dispuesto a desplegar una buena dosis de vanidad cuando las autoridades me concedan la venia de presentarla. Cuánto daría, mi querida Dora, porque estuvieras entre el público, aunque te sentaras en la última fila. Por cierto, ¿has dejado Londres? ¿Dónde estás ahora? ¿Nueva York, Hong Kong, Menorca, Estambul? Siempre tan lejos que me obligas a olvidarte cada día. Con lo que cuestan los olvidos

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