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30 de enero de 2013

EL LADO BUENO DE LAS COSAS



CARTAS A DORA MALENGO
MARBELLA, 30 DE ENERO DEL 2013

QUERIDA DORA: ¿Pero qué le pasa al cine de ahora? ¡Maldita sea! Porque no creo yo que le falten buenas historias, dinero y grandes actores, nada eso, sino clientes inteligentes que exijan el nivel estético que merecen, eso es lo que ocurre, que sólo hay espectadores idiotizados por las mismas películas que ven. Luego están esos programas de televisión para tontos, el de un tal Jorge Javier, por ejemplo, uno de esos tipos analfabetos que escriben un libro porque de rodillas se lo suplica un editor. ¡Qué clase de editor! Y, encima, llego a una librería, cojo su libro, leo la primera página y casi vomito; no tuve más remedio que volverlo a dejar sobre el mostrador. ¡Más de cien mil ejemplares vendidos!, según la faja publicitaria. Aquí está la competencia, claro, no tienen bastante con llevárselo crudo de las cadenas de televisión, a pesar de la ruina, y pretenden también meter la mano en la caja de la Literatura, tan escasa ella.
Sin embargo, creo que estábamos hablando de películas, sí, en efecto, de la que vi la otra tarde: “EL LADO BUENO DE LAS COSAS”, otra engañifa de Hollywood, y la verdad que al principio prometía la cosa, pero sólo al principio, querida, enseguida se encargó el guionista de joderlo todo al tomar un derrotero infame, así es, convirtió la historia en algo como folclórico, vulgar y descorazonadamente empapada de almíbar. No hablemos ya del final, ni Frank Capra lo hubiera rociado de tanto merengue.
Qu _﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽iaq to merengue. Quor.pdaero creo que o retiro lo dicho, tuyo para siemporeha casado?ndo y hay dñarseloa libertad, hacé  diferencia,  en cambio, con la cinta que echaron la otra noche por la tele. Me refiero a “la jungla de asfalto”, ya sabes, la película de John Huston, adaptación de la novela de William R. Burnett, uno de mis escritores favoritos de novela policiaca, un verdadero maestro. William R. Burnett, ese sí que es un escritor de pies a cabeza. ¡Qué final, Dora, qué final! Sterling Hayden, sangrando por la herida de un balazo en la barriga, conduciendo el coche hacia los campos de su infancia, hacia la libertad, hacia la felicidad, junto a Jean Hager, la mujer que lo acompaña, que está enamorada de él, que no quiere abandonarlo a su suerte. De repente, él se baja del coche, por fin ha llegado a esos campos con los que tanto ha soñado, tambaleándose trata de correr por sus prados, pero cae al suelo, un caballo se acerca curioso, él lo mira  feliz y muere. Eso sí que es un final, un final de verdad.
Porque las cosas no sólo tienen un lado bueno, no señor, sino un lado bueno y otro malo, y el lado malo de las cosas también tiene derecho a ser considerado, ponderado, admitido, no podemos esconder que el pistolero interpretado por Sterling Hayden es un asesino al que le ha llegado la hora, para quedarnos tan sólo con el hecho de que ha llegado a su casa, como él soñaba desde hacía tiempo, no señor, quiero decir que el final es triste y feliz al mismo tiempo, o sea, que la botella está medio vacía y medio llena, las dos cosas, maldita sea, porque el problema viene cuando desdeñamos el lado malo. El mal tiene su sitio en este mundo y hay que dárselo por derecho propio. De lo contrario, el mal se tomará su sitio sin permiso de nadie y de manera terrible.
Alguien dijo que los pecados forman parte de los fundamentos del progreso, el bien y el mal son inseparables, como las dos caras de una moneda, y a veces el mal no es tan malo ni el bien tan bueno como dicen, incluso hay situaciones en que se cambian las máscaras, tanto para entretenerse como para confundirnos, y lo que antes era negro ahora es blanco, y viceversa. ¿Tú crees, amor, que la vida merecería la pena vivirse si no fuera por el peligro del mal? Si el bien es la felicidad y el mal es el sufrimiento, habría que preguntarse cuál envejece más de los dos, supongo que habrá opiniones para todos los gustos. Mientras tanto, el único consejo que me atrevo a darte no sé si lo aprendí de Krisnamurti o de Oscar Wilde, tal vez de los dos: “Para librarnos de los conflictos internos hay que convertirse en espectadores de nuestra propia vida”, algo que solo se consigue mediante el ejercicio de una consciencia bien despierta. O sea que al final he caído en lo que al principio quise evitar. Sabía yo que tarde o temprano terminaría dándote consejos de anciano sabio, no obstante no retiro lo dicho. Tuyo para siempre, Antonio.

26 de enero de 2013

TEORÍA MARXISTA DE LA CORRUPCIÓN




Si fue la aristocracia eclesial, hablamos de don Jesús Aguirre, duque de Alba, quien introdujo en España la escuela filosófica de Fráncfort, correspondió a los socialistas el inmenso honor de hacerla viable a través de una exégesis y una praxis que bien podrían estar a la altura de cualquier mafioso de Chicago. O sea que ese proyecto filosófico alemán, desde Max Horkheimer hasta Jürgen Habermas y Walter Benjamin, encaminado a conseguir una renovación de la teoría marxista, fue materializado en España gracias a la ejecutiva socialista surgida del congreso de Suresnes. No se sabe muy bien si el gran teórico español fue don Jesús Caldera, el fino Caldera, o el mérito habría que otorgárselo a Pepiño Blanco, rey de las gasolineras, aunque semejante duda metódica nos resulte hoy día tan indiferente como inverosímil.
Como es natural, la praxis derivada de tan decisiva revolución teórica afectó sin duda a la manera de hacer política y por ende a la acción de gobierno, ya que institucionalizar el desfalco permanente de los bienes de la sociedad civil: por ejemplo, mil millones de euros en el caso de los ERES fraudulentos, más el chantaje indiscriminado a la labor empresarial de los ciudadanos: el cuatro por ciento de cualquier obra pública que se emprenda, resulta toda una conmoción en el mundo platónico de las ideas. Bien orgulloso puede estar don Jesús Caldera de la fundación que preside, “Ideas”, por haber resuelto el escollo que tanto se le resistió a los filósofos alemanes, es decir, el problema de superar el vacío que media entre la oscuridad de una teoría y la praxis correspondiente.
Así es, amigos míos, los socialistas han codiciado la propiedad ajena desde 1982 porque así lo impone una ideología, el marxismo renovado de los chicos de Fráncfort, nacido de una exhaustiva reflexión filosófica acerca del desarrollo de la ética aristotélica, la teoría crítica de Kant, el idealismo de Hegel y, sobre todo, de la famosa película de Woody Allen “Toma el dinero y corre”. Éstas son las fuentes teóricas de las que han bebido Caldera y Pepiño para levantar el gran monumento filosófico de la corrupción. Y luego dicen que la LOGSE no ha fomentado la cultura de los españoles.
Obviamente, la derecha, acomplejada desde su más tierna infancia, al comprobar que la izquierda marxista emprendía la requisa en plan comisiones y mordidas, no ha tenido otro remedio que sumarse a las mismas prácticas ideológicas de sus adversarios. No en vano, la izquierda ha sido siempre la guía moral y ética de la ciudadanía. La izquierda es la única que se preocupa de los indigentes, de los pobres de la tierra y, a mayores, de que la famélica legión que componen los liberados sindicales no trabaje de sol a sol. La izquierda, un suponer, se pierde en una bruma de amargura cuando nota la presencia de algún hambriento. De ahí que el rojo Gordillo, alcalde de Marinaleda, asalte supermercados y se lleve jamones entre la mella, algún salchichón, un par de cajas de cervezas y una fregona para la señora. Pues bien, si la izquierda es la reina del gran castillo kafkiano de la ética, es decir, la reina del Chantecler, y practica toda clase de apropiaciones filosóficas, nosotros, los de derechas, también tenemos nuestro corazoncito y por eso decidimos en su día cobrar el famoso cuatro por ciento, repartirnos sobresueldos y, como en el chotis, alfombrar de jaguares la Gran Vía, eso sí, previa firma del recibo correspondiente. Y es que el señor Bárcenas, ¡ojo!, solía ser muy estricto en todo lo suyo. En el fondo, por mucho que se diga, todos queremos ser marxistas, o sea, vivir a tuti pleni, como un “bon vivant”, al estilo, por ejemplo, de Flavio Briatore y sus indolentes y esbeltas viuditas de Clicquot. Nos ha jodido.      


20 de enero de 2013

GERTRUDE STEIN



CARTAS A DORA MALENGO
MARBELLA, 19 DE ENERO DEL 2013

QUERIDA DORA: No he podido escribirte antes porque he estado ocupadísimo en corregir las pruebas de mi nueva novela. Me refiero, claro está, a las galeradas de “Yo, Hemingway”, que tenían que estar de vuelta en la editorial esta misma semana. No te puedes imaginar lo bonita que ha quedado la cubierta del libro, sobre todo por ese maravilloso dibujo de mi buen amigo Emmanuel Luna, uno de esos pintores silenciosos que un día surgirá como un sol clamoroso del arte. La verdad es que me hace mucha ilusión que tú la veas y puedas disfrutarla y te sientas orgullosa de mí. Ya sé que esa forma de vida tuya, de rumor en rumor, de temblor en temblor, como un ave migratoria y bohemia, es para ti algo más que una pasión de vivir, tal vez sea una sucesión de ritos sagrados bajo un sol que nunca se hunde en un dulce atardecer de primavera.
 Quiero decir que mi esperanza en lo que a ti respecta se reduce a imaginarte en una librería comprando alguna de mis novelas. Nada más. Ni siquiera espero una postal con un mensaje escueto, como de letras de cristal, para hacerme la ilusión de que me recuerdas.
Después de corregir las pruebas, retomo, pues, la tarea de saber cosas sobre mi nuevo personaje para ponerme de inmediato a destrozarle la vida. De momento, me siento francamente lobotomizado, pero con cierta complacencia, por culpa de la “Autobiografía de Alice B. Toklas” de Gertrude Stein”. Reconozco que a mí, esta señora, nunca me cayó bien, y no sé si yo le caería bien a ella. Supongo que no. Obviamente, no lo sabremos nunca. Pero he de reconocer que a medida que avanzo en la lectura de su libro, me interesa cada vez más y percibo que disminuyen en intensidad las malas vibraciones que me vienen de esta pobre mujer. Desde luego, no es un torrente de ideas, todo lo contrario, pero las innumerables anécdotas que cuenta de su vida y de sus amigos confiere a los personajes (todos ellos de la categoría de Picasso, Braque, Juan Gris, Matisse, Derain, etcétera) esa pátina de sencilla y vulgarísima humanidad que la fama les ha negado. O sea que una vez abismado en la lectura de este libro, el lector, sea quien sea, vive el privilegio de ponerse a la misma altura que todos estos genios, convirtiéndose en uno de ellos, y si todos se van a cenar a casa de Picasso, como se dio el caso en el homenaje a Henri Rousseau, rey supremo de la pintura naif,  el lector les acompaña como un componente más del grupo. Y si uno escucha con atención, te aseguro Dora que se oye el acre rumor de la vida parisina de aquellos locos y maravillosos años veinte.
No sé si te he contado que fue el propio Hemingway quien me dijo, la noche en que se me apareció para dictarme su vida, que tuvo con la Gertrude sus más y sus menos en materia amorosa; y que fue la Toklas, celosa como una esposa siciliana, quien puso punto final a sus relaciones con una bronca tan monumental que hizo huir a Hemingway como si fuera un antílope perseguido por una leona hambrienta. Curiosamente, después de aquella bronca, tanto Gertrude como Hemingway, se dedicaron a ponerse verde mutuamente. Pero hay un comentario de la Stein que me gustaría destacar sobre otros. Me refiero al que hizo en presencia de Sherwood Anderson. Dijo algo así como: ¡Qué magnífica sería la verdadera historia de este chico contada por él mismo! Pues bien, eso es lo que yo he pretendido, para lo cual, claro está, no tuve otra opción que convocar, por los medios al uso, el fantasma de Hemingway. Te aseguro que me llevé un susto tremendo cuando se materializó, ¿pero de qué otro modo habría podido conseguir que me contara su vida con pelos y señales?
Ya sabes, no me olvides, aunque reines en esa tierra tuya de lunas ardientes, donde me dices que los besos son de biscuit glacé y el oro desprende un brillo frenético y las fronteras, claro, no son humanas.
Tuyo para siempre.
Antonio

19 de enero de 2013

ELOGIO DELA CODICIA




A mí es que me da mucha grima esa cosa llamada Pujol. No en vano ha cometido el delito, presuntamente, no de adorar el becerro de oro, como la mayoría de los mortales, sino de robarlo. Se debería tener en cuenta que la codicia, sin grandes excepciones, nos lleva a todos por el camino de la amargura y para mí que sin ella el mundo sería como un erial prehistórico y sumamente aburrido. A la codicia habría que ponerle un pedestal de diosa y cantarle alabanzas y llenarle de flores la Gran Vía, como en el chotis de Madrid. Precisamente, desde mi punto de vista, las grandes ciudades, con sus rascacielos babélicos de cristal, no son otra cosa que los grandes monumentos dedicados a la diosa Codicia que los ha hecho posibles. Nueva York, un suponer, es el gran ejemplo de cómo la codicia, por arte de sortilegio, se materializa en una obra luminosa y sublime. A decir verdad, una de las transmutaciones más vistosas de la codicia es la belleza, que como se pregunta Baudelaire: Belleza, ¿del hondo cielo vienes o del abismo surges? Y una buena parte de este abismo baudelariano es sin duda la codicia humana.
         La codicia es, en resumidas cuentas, el origen de la riqueza, y, por supuesto, la principal aliada de los hombres y su fuente de bienestar. Sin embargo, la codicia precisa de una regulación para que el torrente primaveral no se desborde y arrase, como acaba de ocurrir, todo lo que encuentre a su paso. La codicia demanda para calmarse una serie de requisitos rituales con el fin de que todo fluya por los cauces adecuados. Naturalmente, no robar, además de figurar como Quinto Mandamiento, refulge con letras de oro en cualquier código penal que se precie. Claro que en España, el código penal no fue elaborado al parecer para cumplimiento del que lo legisla, sino solamente para el vulgar ciudadano de a pie que, como un imbécil, paga sus impuestos a tocateja y sin rechistar. De ahí que todo un océano de políticos se haya dedicado a robar a dos manos y con guante blanco, tanto para su partido como para su propio beneficio. Y, casi siempre, bajo el beneplácito de la Justicia que, además de ciega, mira hacia otro lado.
O sea que la codicia de los Pujol, los Bárcenas y los Ferrusolos no parece ser una codicia ejemplar, sino propia del bandidaje típico y ancestral de algunos españoles de serranía. Me refiero, claro está, a José María el Tempranillo, el Lute, el Dioni, el Sánchez Gordillo, alias el Termitas, y en ese plan. Aunque, si bien se mira, estos delincuentes se han jugado la vida en cada delito que cometieron. El Lute, por ejemplo, tuvo que echarle un par al enfrentarse a cuerpo descubierto con la Guardia Civil. El Dioni demostró su osadía y arrojo al desvalijar un furgón lleno de dinero, bien pertrechado de guardianes, para irse luego a desvirgar sambas a Río de Janeiro. Y Sánchez Gordillo, alias el “Termitas”, se jugó la vida al asaltar varios supermercados llenos de peligrosísimas amas de casa, todas ellas armadas de bolsos, rulos, diafragmas y un arsenal completo de carritos de la compra. Quiero decir que estos bandidos de serranía al menos se jugaron la vida para apaciguar la codicia tentadora que les corroía por dentro. Pero en el caso de los Ferrusolos y compañía: ¿qué clase de peligros corrieron para llevarse el botín hasta Suiza, depositarlo en el banco y celebrarlo a la salida, con media docena de colipoterras tetonas, en algún reservado gastronómico de la Confederación? La sociedad, en su santa codicia, podría admitir el bandidaje de riesgo, un suponer, pero a estos presuntos chorizos y mercachifles --con los jueces, policías y fiscales comprados--, habría que fusilarlos sin contemplaciones. Al amanecer, presuntamente.

                   

8 de enero de 2013

STEAK TARTAR




Cuando llegué al restaurante, una rubia prodigiosa, con un ligero vaivén de caderas, me salió al paso. Era mucho más alta que yo, una circunstancia que suele asustarme más de lo aconsejable. Sin embargo, a los cinco minutos me repuse del agravio, justo el tiempo que a la chica le llevó acomodarme en una mesa y servirme un “martini seco” de aperitivo. Al instante, empecé a ver la vida como a través de una lente mágica tintada de los más diversos colores. Pensé que la brisa marina me asaltaba con aromas de Chanel número cinco, pero era la estela astral de la rubia que se acercaba para sugerirme que eligiera los platos de mi gusto. Fue entonces cuando me fijé en que tenía los ojos azules, la nariz en ligerísimo respingo y unos labios tan gruesos y mullidos como dos almohadones rojos de un burdel veneciano. El sonido de las olas retumbaba sobre las mamparas de cristal. Le dije que tomaría un “steak tartar” acompañado de un champán rosé, casi helado, por favor. Ella me alabó el gusto con mucho encanto y coquetería y percibí que quería comentar algo sobre el steak. Al principio pensé que trataba de averiguar el nivel de tabasco que mis papilas podrían soportar, mas enseguida comprendí que su intención iba por otros caminos. En realidad, quería darme una lección magistral sobre la historia del “steak tartar”. Naturalmente, yo la dejé que se explayara en sus consideraciones. Me dijo que el plato se remonta a los tiempos de Marco Polo y su “Libro de viajes”; luego siguió por Guillaume Lavasseur Beauplan, siglo XVII, que lo celebra en “Descripción de Ucrania”; para terminar con la mención que señala la famosa novela de Julio Verne titulada “Miguel Strogoff”. La sonrisa de satisfacción intelectual que me dedicó al final de su discurso (en realidad se la había dedicado a sí misma) me convenció de que sería de mala educación advertirle que semejantes citas sólo demuestran  la afición desmedida de esos bárbaros a la carne cruda, y que no fue hasta la aparición del Diccionario Larousse Gastronómico (1938) cuando el mundo conoció la receta del verdadero “steak tartar”, una aportación originalísima del francés  Prosper Montagné, gran cocinero del hotel Quatre-Saisons de Toulouse. Esa chica me había nublado tanto los sentidos con su belleza nórdica que tampoco me atreví a poner en tela de juicio los gustos primitivos de algunos críticos a la hora de despojar a este plato de una buena parte de los condimentos que requiere, pues no se trata de comer carne cruda como los tártaros, cosacos y otras huestes del aguerrido Taras Bulba, sino la de utilizar la textura aterciopelada de la carne  (lo ideal es solomillo cortado a cuchillo) como soporte para el sabor unificado de la salsa donde se macera. Quiero decir que me callé como un buen alumno respetuoso y aplicado, sobre todo por no darle la sensación de que a toda costa quería quedar por encima de ella. Solamente, al final de la comida, me atreví a preguntarle, con todo mi respeto y candor de niño bueno, si había alguna posibilidad de que ella y yo jugáramos una partida de bridge. Me respondió que todo dependía del límite de las apuestas. Así que nos pusimos de acuerdo y fijamos el día y la hora del encuentro. Estoy seguro de que será la partida de mi vida. Y, posiblemente, mi ruina. 

4 de enero de 2013

UN DIAMANTE TAN GRANDE COMO EL RITZ



CARTAS A DORA MALENGO
MARBELLA, 3 DE ENERO DEL 2013

QUERIDA DORA: Ya sé por las revistas del corazón que lo pasaste muy bien en la última noche del año. Eres joven y a tu edad aún no se notan los estragos de una exposición excesiva a los rayos lunares. Por mi parte, durante las campanadas, sólo me atreví a sostener, con la mayor dignidad posible, una copa de champán. Me refiero que a las doce y media ya estaba en la cama con uno de los cuentos de Fitzgerald, concretamente con ese de título tan sugestivo: “Un diamante tan grande como el Ritz”, que es exactamente lo que me gustaría regalarte en tu próximo cumpleaños. Dicen algunos críticos que Fitzgerald, en este cuento, ataca despiadadamente a los ricos. Es del todo correcto, pero dudo mucho de que semejante análisis responda a las verdaderas intenciones del escritor. Hay una parte de Fitzgerald que venera a los ricos, es más, se trata de esa zona epicúrea de su alma que desea ser uno de ellos, fue la razón de que toda su vida realizara equilibrios circenses para mantenerse firme sobre la estela dorada de su órbita. Sin embargo, aunque vivió en el lujo, nunca tuvo demasiado dinero, todo lo contrario, sus deudas eran terriblemente cuantiosas y sólo su fama de escritor y, por qué no decirlo, también sus extravagancias, tanto las suyas como las de su mujer, permitieron que formara parte de tan privilegiado círculo de amistades. Pero era la otra parte de Fitzgerald, aquella que anhelaba una vida tranquila de escritor, la que insultaba a los ricos cuando se encontraba bajo los efectos del alcohol.
Desde mi punto de vista, en este cuento, “Un diamante tan grande como el Ritz”, Fitzgerald deja traslucir toda esa admiración de la riqueza que le abrasa por dentro, al mismo tiempo que lanza un ataque feroz contra ella y tras un salto mortal inesperado trata de imponernos la idea de que sus deseos son tan modestos como la vida que pretende seguir.
He llegado a la conclusión de que los verdaderos problemas en la vida de Scott Fitzgerald fueron el alcohol y la enfermedad mental de su mujer, Zelda Sayre, una esquizofrenia elevada a su máxima potencia por culpa precisamente de una desmedida afición a la bebida. Y, naturalmente, el alcoholismo de Fitzgerald fue propiciado por la inestabilidad emocional de su mujer y por la vida alocada que ésta le impuso desde el primer momento de su relación. No obstante, a veces me pregunto si Fitzgerald habría escrito mejor en otras condiciones. Nunca lo sabremos. Pero sí sabemos que escribió una de las grandes novelas de la historia moderna de la literatura americana, “Suave es la noche”, magnífica en su intensidad lírica y emocional Tal vez habría producido más libros, pero ninguno con ese conocimiento de la vida y del mundo interior de sus personajes.
Es verdad que el pobre Fitz casi se viene abajo como escritor y como ser humano (Ciorán, en un artículo sobre el escritor, habla de la noche oscura del alma) cuando termina su vida alocada en Europa y su mujer es internada en un sanatorio psiquiátrico por culpa de un agravamiento de su enfermedad mental. Sin embargo, en tan horribles circunstancias vitales fue capaz de escribir, desde mi punto de vista, uno de los libros más profundos de su carrera: “El crack-up”, una interesante y descriptiva meditación sobre su vida y las causas que lo bajaron a los infiernos.
Curiosamente, emocional y profesionalmente derrotado, decidió aceptar una oferta de Hollywood para escribir guiones. No recuerdo si llegaron a producirle alguno, pero sí sé que lo acusaron de que sus textos resultaban demasiado literarios, como era normal por otra parte dado su estilo novelístico. Salvo excepciones, los mejores novelistas nunca fueron buenos escritores de guiones, salvo alguna honrosa excepción como, por ejemplo, Faulkner, un excelente guionista y uno de los más grandes novelistas americanos de todos los tiempos. No obstante, Fitzgerald necesitaba ganar dinero para pagar las facturas de la clínica de su mujer y el colegio de su hija, y, obviamente, fue en Hollywood donde lo ganó con más abundancia, desde luego mucho más que en toda su carrera de novelista y escritor de cuentos. De modo que nadie le podrá acusar de no haber sido un buen cabeza de familia, al estilo tradicional, como siempre había intentado comportarse, al menos en lo que se refiere al pago de las innumerables facturas que las circunstancias adversas de su vida le generaban.
         Como verás, mi querida Dora, he empezado el año muy didáctico, y es que cada vez que pienso en ti me brillan en la imaginación todos los diamantes del mundo, pues no de otra manera te imagino que rodeada de piedras preciosas, siendo tú la más refulgente de todas. Por eso he querido dedicarte estos pensamientos sobre un escritor que entregó su vida al brillo cegador de los diamantes. Yo padezco de la misma obsesión, pero en mi caso el diamante eres tú, claro está. Así que te mando un beso de muchos quilates para que te dé suerte durante todo este nuevo año. Tuyo. Antonio