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20 de diciembre de 2014

WALDO LYDECKER





Reconozco que me ha sorprendido gratamente que me haya citado en este restaurante neoyorkino, “La Grenoulle”, mucho más lujoso y de mejor calidad culinaria que donde me hacía comer esa vieja bruja de la Caspary. Le aseguro que de esa señora sólo me gusta su nombre: ¡Vera!, como el personaje de uno de los cuentos crueles de Villiers. ¿Ha leído a Villiers? No esperaba menos de usted. Pero estábamos hablando de mi creadora, Vera Caspary, ¿se ha fijado en esas narices que le sobresalen en pico casi hasta la barbilla? Ni siquiera sus ojos azules son capaces de dulcificarle el rostro. Pues sí, amigo mío, esa bruja de cuento infantil no supo entenderme. En primer lugar me convirtió en un hombre obeso y le aseguro que no conozco a ningún dandi que sea obeso. Y yo soy un dandi. Ya lo creo. Pertenezco a esa sacrosanta religión. Porque el dandismo, como bien dijo Baudelaire, es una religión. No entiendo cómo algunos han otorgado a Balzac la categoría de dandi. No lo entiendo. Balzac estaba gordo como una vaca charolesa, y, para colmo, su ropa, además de terriblemente chillona, relucía a un alto voltaje gracias a un sinfín de manchas de grasa con más solera que el mejor de los vinos de Jerez.
Como le digo, esa idiota de la Caspary  jamás entendió mi manera de ser. Ella quiso hacer de mi un hombre del que ninguna mujer pudiera enamorarse. ¡Y qué mejor que un tipo de carnes blancas, abundantes y blandas! Así que no me dio la menor oportunidad de enfrentarme de tú a tú con mis rivales. Incluso no se dio cuenta de que uno representaba en realidad el mito de Pigmalión. A decir verdad, no me dediqué a otro menester desde que conocí a Laura Hunt, una chiquilla de veinte años que se presentó en mi casa para que avalara con mi firma la marca de una pluma estilográfica. En seguida advertí, tanto por el físico como por sus maneras y forma de expresarse, que dentro de esa chica habitaba la semilla de una gran señora. Claro que se precisaba de la persona adecuada que supiera cultivar esa semilla, sembrándola en la tierra propicia y regándola atinadamente para que pudiera florecer en todo su esplendor. Así que yo, Waldo Lydecker, traté de erigirme, no en su mentor, como dice la Caspary, sino en su creador y después en su maestro. Quise enseñarle todo lo que sé acerca del mundo y sus placeres y de la forma en que una mujer debe conquistarlo. Me propuse que Laura fuera una gran señora, con un estilo exquisito en el vestir, con unos modales deliciosamente aristocráticos, con una cultura refinada y acorde con la sociedad donde debía moverse. Así que traté de presentarle a todas mis amistades: escritores, pintores, escultores, personajes de la alta sociedad neoyorquina. En fin ya sabe usted, a todo un elenco tanto del mundo artístico e intelectual como del puramente social. Lo más granado de Nueva York. Sin embargo, esa inútil de novelista pasó por alto, tan deprisa como un cometa veraniego, todas mis aspiraciones, describiéndome como un simple mentor sin apenas atribuciones y competencias. Y yo creo que esta carencia narrativa es precisamente la causa de que los lectores no entiendan muy bien mis razones para intentar asesinar a Laura. Un asesinato, en mi opinión, de lo más justificado.
Tan justificado como el sacrificio de la res que ahora nos permite disfrutar de este excelente “steak tartar”. No sé si usted opina lo mismo, pero se ve claramente que la carne es solomillo de primerísima calidad y que ha sido picada a cuchillo, como mandan los cánones. Y permítame decirle que haber elegido esta magnífica cerveza alemana para acompañarlo ha sido una excelente idea por su parte. Yo me habría inclinado por un champán rosé, más acorde con mis preferencias habituales, y si he cedido a su consejo es porque en materia gastronómica siempre confío en la mayor experiencia de los europeos.
No se apure, tenga paciencia, enseguida recuperaremos el hilo de nuestra conversación. Sólo quería participarle que disfruto enormemente con esta comida. Pues bien, si usted me pregunta si prefiero la versión cinematográfica a la novela, le diré que sí. Ya lo creo. En mi opinión es mucho mejor la película. Sobre todo porque tanto los guionistas como el director, Otto Preminger, me dieron un buen trato y supieron comprender mis necesidades con más inteligencia que mi propia creadora, esa vieja bruja. En primer lugar porque eligieron a un actor anatómicamente delgado como Clifton Webb para que interpretara mi personaje. Todo un detalle y un acierto. Recuerde que Webb era bailarín y tenía un aspecto de lo más refinado, si bien por entonces andaba ya por los cincuenta y cinco y, por lo tanto, era bastante mayor que Laura. Obviamente ese fue el principal inconveniente para que ella no se enamorara de mí. Yo creo que si Webb hubiera tenido quince años menos otro gallo me habría cantado. ¿No piensa lo mismo?
Sin embargo, yo soy el único artista que puede firmar esa maravillosa obra de arte llamada Laura Hunt. Y deberíamos reconocer que la elección de Gene Tierney y sus maravillosos ojos verdes para el papel fue todo un acierto. Qué manera de moverse, de hablar, de reír, de mirar, de besar. Cuánta elegancia en todos sus movimientos. Tenga en cuenta que la Tierney tenía veinticuatro años cuando rodó esa película. No le digo más que al terminar mi trabajo con ella, la soplé en los ojos para insuflarle vida y al instante me enamoré perdidamente.
Por desgracia, había algo en el interior de Laura Hunt que la Caspary había colocado a propósito y que yo no sospeché hasta que fue demasiado tarde. Incluso Otto Preminger, respetando la originalidad de la novela, consideró que el nivel de refinamiento alcanzado por la chica no era razón suficiente como para que sus amantes no fueran todo lo vulgares que ella deseara.
Y ese fue el motivo de que me decidiera a asesinarla. Ya estaba escrito de antemano. Ni obra de arte ni nada que se le pareciera. Mi trabajo con Laura terminó en un fracaso completo. No entiendo cómo esa zorra, después de explicarle las bondades de un hombre elegante, inteligente, culto y de gustos exquisitos, prefirió enamorarse de tipos vulgares y gustos deplorables. Tal vez yo no entienda del todo el alma de las mujeres, ¿pero acaso no estaba justificado su asesinato? ¿No tenía yo derecho a destruir, si me daba la gana, mi propia obra malograda?
Sí, en efecto, hubo un tiempo en que esperé una correspondencia por su parte, pero no tardé demasiado en desilusionarme. No me di cuenta a tiempo de que el objeto de mi creación poseía una vida propia y por tanto voluntad de decisión. Y cuando llegó el momento de volar del nido, sus propios instintos la llevaron a enamorarse de hombres jóvenes y musculosos y de una vulgaridad lamentable. Le importaba un bledo su grado de refinamiento. Por eso me dije que, si no iba a ser para mí, no sería para nadie. Laura Hunt era mi obra de arte, eso sí, imperfecta a todas luces, pero mía en definitiva. Y yo tenía todo el derecho a disfrutarla y, si era mi deseo, a destruirla. Sin embargo, ni la Caspary ni Otto Preminger ni sus malditos guionistas tuvieron la sensibilidad y la inteligencia suficiente para dejarme perpetrar lo que en justicia me correspondía. Y, al final, el que se fue al otro mundo fui yo.
¿Le importa que después del “steak tartar” pida este magnífico “faisán a la Santa Alianza” que viene en la carta? Tenga en cuenta que mi glotonería fue idea de la Caspary, pero como he elegido por mi cuenta la exquisita delgadez de Clifton Webb, puedo comer cuanto quiera sin engordar un sólo gramo. ¿No le parece maravilloso? Claro que para usted será aterrador cuando el camarero le traiga la cuenta. Ah, ¿no le importa? Entonces, después del faisán me decidiré por unos quesos franceses y de postre voy a ordenar que me preparen unas “Crêpes Suzette”. Y como se muestra tan generoso, a la hora del café, los puros y “le trou normand”, voy a contarle cómo enseñé a Laura todo lo que ahora sabe acerca de la vida y sus apetitos más sublimes. ¿Que si tocaba el clarinete? Al terminar sus estudios de solfeo, podría decirse que Laura era una auténtica virtuosa. Se me erizan los cabellos tan sólo de recordarlo.
        


10 de diciembre de 2014

GLADYS HUNTINGTON



La señora Huntington, de soltera Gladys Parrish, me esperaba en uno de los salones del Grand Hotel de Cadenabbia. Llevaba un vestido gris perla de seda. Estaba sentada al lado de un ventanal desde donde se divisaba majestuoso el gran lago de Como. Era la segunda vez que yo visitaba esas tierras. Y supongo que la última. Dicen que sus gentes son propensas a la longevidad, y me aterra pensar que voy a estar en este mundo más de lo necesario. La señora Huntington debió pensar lo mismo, ya que se quitó la vida en 1959. Dicen que tomándose un cóctel de barbitúricos a última hora de la tarde, cuando el sol se ponía entre crepúsculos y bostezos de mal tono. Así es, la pobre se suicidó a los setenta y dos años de edad, sin haber saboreado las mieles del éxito literario.
         Nunca fue una mujer demasiado agraciada físicamente, pero la verdad es que me recibió luciendo una sonrisa muy agradable. Aquella tarde no aparentaría más de veintisiete años. Y es que las muertas son aún más coquetas que las vivas. No tardé en preguntarle por su novela más famosa.
         --Publiqué “Madame Solario” de manera anónima. Y hasta muchos años después de mi muerte el público ignoró que yo fuera su autora. Naturalmente, la novela me pareció tan escandalosa que no me atreví a que mi nombre  fuera sobre la cubierta. Me daba muchísima vergüenza. Ahora me arrepiento de aquella decisión. Al menos habría disfrutado de la misma popularidad que consiguió la obra.
         --Pues le aseguro señora Huntington que la novela resulta de una honestidad acrisolada en comparación con lo que ahora se publica. Y es de este asunto, precisamente, de lo que quería que me hablara. Porque, desde mi punto de vista, Natalia Solario es un personaje al que hay que suponer un temperamento malévolo, una de esas mujeres fatales, como muy bien dijo Mario Praz, ya que usted evita por todos los medios ser demasiado explícita en el texto. Lo único que el lector puede captar de su personalidad es una cierta frialdad de carácter, una frialdad que hay que deducir más por sus silencios que por sus palabras. En cambio, los tres personajes masculinos, el hermano, el amante ruso y el joven inglés están muy bien trazados gracias a sus descripciones y, sobre todo, a sus diálogos. Sin embargo, Natalia Solario parece un personaje que vive al albur de los acontecimientos y que, por razones que usted no explica, es esclava de los deseos de su hermano. No está claro, por ejemplo, si el hermano disparó a su padrastro para defender el honor de la madre o por los celos que sentía hacía su hermana. Usted tampoco deja nada claro acerca de la relación incestuosa de los hermanos, ya que deliberadamente omite decirnos cuándo empezó. Deja usted que, a la vista de los acontecimientos, el lector lo suponga todo. Por ejemplo, yo creo que la relación debió originarse en la adolescencia. De otro modo la historia no se entendería. Quiero decir que usted obliga al lector a construir parte de la trama. Me parece que usted ha confiado demasiado en la bondad de los desconocidos. También he de decirle que, en mi opinión, le sobran muchas páginas a la novela. Demasiadas. Además de una infinidad de detalles insulsos. En mi opinión debió utilizar tanta palabrería sobrante para ser más explícita en los hechos escabrosos que ha pretendido contar. Puede que esté equivocado, pero esta novela debió escribirla en primera persona, adoptando usted la personalidad de la propia Natalia Solario. Creo que no fue usted suficientemente valiente. Por otro lado su estilo narrativo es fluido y ameno y no resulta tedioso, ni siquiera cuando lo que cuenta carece del más absoluto interés. Para mí su estilo se me parece mucho al de Henry James. ¿Está de acuerdo, querida?
         --Yo no soy su querida y usted me parece un joven muy petulante. “Madame Solario” es una novela de la que estoy muy orgullosa y le aseguro que en su tiempo consiguió un éxito arrollador. En cuanto a lo que me dice, creo que no ha tenido en cuenta el espíritu de la época en que fue escrita. Comprenda que el incesto era un asunto tabú y demasiado peligroso para que una mujer lo tratara a cara descubierta y con la claridad que usted exige. ¿Cómo podría escribirla en primera persona? Me habrían llevado a la hoguera. Incluso me atrevo a suponer que el incesto sigue siendo tabú en la actualidad. ¿No es así?
--Le aseguro, señora Huntington, que los tabúes de esta época están más relacionados con los problemas del clima que con los del sexo. Al final los hombres hemos conseguido, a fuerza de una voluntad inquebrantable, volvernos completamente estúpidos. Tan sólo sabemos hablar del tiempo.
--También en mi época el tiempo estaba de moda, pero sólo con el fin de saber qué ropa era la más adecuada para salir a la calle. Por cierto, en mi novela también hablo del tiempo, una cuestión ineludible si uno veranea en el lago de Como y pretende salir de excursión cada día. ¿No le han perecido deliciosos los paseos de madame Solario tanto en barca por el lago como andando por los bosques?
--Claro que me han parecido deliciosos, pero también demasiado superficiales, pues no sirven para que el lector tenga una idea nítida del carácter de esa mujer. Pienso que usted ha querido describir a una mujer fría, calculadora, ambiciosa, lujuriosa y salvajemente inmoral, pero necesita que el lector construya ese personaje, pues sólo le ofrece ambigüedad y silencio.
--Si hubiera sido más explícita en la creación literaria del personaje de Natalia Solario, le aseguro que la novela jamás se habría publicado. Le juro que mi intención fue hacer de Natalia Solario una femme fatale, pero la pluma, siempre miedosa, se me congelaba entre suspicacias. Y sí, tiene usted razón al afirmar que sobran muchas páginas, pero esas páginas de más me sirvieron para acolchar los pequeños pasajes de terrible inmoralidad que la novela contiene. También le agradezco que haya comparado mi estilo con el de Henri James. Resulta todo un honor para mí. No obstante mis influencias fueron muchas y variadas. Me refiero, por ejemplo, a escritoras como Jane Austen, George Eliot, Emily y Charlotte Brontë, sin olvidarnos, naturalmente, de escritores como Thomas Hardy y D.H. Lawrence, cuya obra más popular fue un precedente y por supuesto un estímulo para que me atreviera a escribir “Madame Solario”. Pero lo que me parece inconcebible es que en España no se haya publicado hasta hace dos meses. ¿En qué piensan los españoles?
--Los españoles estamos muy ocupados en vigilar y envidiar las vidas ajenas. Una actividad que en cierto modo resulta de lo más entretenida y, desde luego, suple cualquier necesidad literaria. Por cierto, ¿cuál fue el motivo de su suicidio?
--Es usted muy curioso, amigo mío, pero se lo voy a contar con mucho gusto. Me quité la vida porque mi mundo se había desmoronado por completo. Me refiero al mundo de mi juventud, el mismo que yo describo en “Madame Solario”. De repente la tierra se abrió bajo mis pies y todo desapareció ante mi vista, tanto la sociedad en que me sentí plenamente feliz, por muy hipócrita que fuese, como lo más importante de mi existencia, es decir, mi juventud. No fui capaz de soportar cómo mi cuerpo se desvanecía y mis vísceras degeneraban poco a poco sin que yo pudiera evitarlo. Además, no había nada en el mundo que pudiera retenerme. Hasta la buena educación había caducado casi por decreto ministerial. Y, como dijo el Divino, las buenas maneras son más importantes que la moral. Por cierto, ¿acaso se han recuperado en este siglo?
--Le aseguro, señora, que en lo que respecta a los españoles, hemos conseguido perfeccionar hasta límites insospechados todos los cánones de eso que los estetas llaman el mal gusto.
--Me lo temía. Seguramente en América habrá ocurrido lo mismo.
La señora Huntington dirigió la ceremonia del té con absoluta elegancia y presteza. Cuando le alabé la delicadeza de su gestos me dijo que en el Otro Mundo, tanto los americanos como los ingleses toman el té cada día. Y me recordó que ella era una chica de Filadelfia y que las chicas de Filadelfia de su tiempo recibieron una educación exquisita.
--Tal vez algo cursi, no se lo niego, pero le aseguro que quedamos bien en cualquier ambiente. Desde luego entre los muertos hemos causado una gran sensación. Es el motivo de que nuestros salones estén llenos y nosotras tan solicitadas entre la alta sociedad.
--¿Hay clases sociales en el Otro Mundo?
--Naturalmente. Y al que más tiene más se le concede y al que menos incluso se le quita lo que tiene. ¿No lo sabía? Sí, amigo mío, el Otro Mundo es muy clasista y le aseguro que está felizmente jerarquizado. Algunos se van a llevar una gran sorpresa cuando lleguen. Ya lo creo.
La señora Huntington tuvo que marcharse porque había quedado con unas señoras para ir al salón de Edith Wharton, quien celebraba el aniversario de su muerte. Me dijo que la velada sería divertidísima porque acudirían tanto Teddy, el marido de Edith, como su amante, el apuesto Billy Morton.
--Esperemos que el encuentro termine en un duelo.
--¿Hay duelos en el Más Allá?
--En realidad, allí nadie puede morir puesto que todo el mundo está muerto, obviamente, pero ese bestia parda de Hemingway en un periquete es capaz de levantar un ring en mitad del salón; luego les enfunda unos guantes de boxeo a los duelistas y durante un rato se están dando mamporros. Al final, después de los quince asaltos reglamentarios, es el propio Hemingway quien a su juicio levanta el brazo del vencedor. Naturalmente, se permiten apuestas, y le aseguro que me lo paso maravillosamente. Mucho mejor que cuando estaba viva. ¿No le entran ganas de venirse?






24 de noviembre de 2014

MARCEL PROUST



Uno busca a Proust cuando los demás escritores acaban hastiándote. Y yo sé dónde encontrarlo. Unas veces lo veo apoyado en el puente de la Concordia, mirando el fluir de las aguas del Sena; y otras, si no hace frío y el viento está calmado, se sienta en la terraza del Grand Hotel de Cabourg, en la costa de la Normandía. Cabourg es la ciudad a la que él se refiere en su obra con el nombre de Balbec. Pero también puede darse el caso de que se acerque a Combray, un pequeño pueblo francés que en realidad es una amalgama de ficción entre Auteuil, su lugar de nacimiento, e Illiers, que es el pueblo de su padre.
         Pues bien, esta vez lo he encontrado en Cabourg, paseando por la playa. Enseguida lo divisé desde la ventana de mi habitación. Llevaba un traje gris claro y un sombrero blanco. Andaba muy erguido, con la espalda muy recta o más bien ligeramente inclinada hacia atrás. Sin duda no podía ser otro. Así que bajé a la terraza y lo esperé a que regresara de su paseo. Serían las cuatro de la tarde.
Cuando volvió lo invité a tomar el té en mi mesa. Él aceptó amablemente y estuvimos conversando más de hora y media. Tenía el aspecto de un joven de treinta años. Le dije que había rejuvenecido mucho desde su muerte y el me contestó que la muerte es maravillosa sobre todo porque uno puede solicitar el aspecto que más le guste.
--Claro que hay muertos que prefieren seguir como cuando eran mayores; dicen que les da algo así como más seriedad, más prestancia y un aura de sabiduría, aunque no la posean, que todo hay que decirlo. Sin embargo, como mi aspecto a los cincuenta resulta que fue el de un asmático ojeroso con pinta de cadáver, requerí parecerme al Marcel de mis mejores tiempos, los más saludables, cuando me movía por los salones de París como por los de mi propia casa. Ahora, naturalmente, también me muevo por los salones del Hades y le aseguro que no deseo continuar escribiendo. Comprenda que después de “Á la Recherche” no vale la pena aventurarse con nada más. Y ya ve usted, amigo a mío, ahora me dedico a zascandilear por ahí y, de vez en cuando, como usted sabe, recorro por nostalgia los lugares que frecuentaba de vivo. Este hotel, por ejemplo, me trae grandes recuerdos, sobre todo de mi madre, pues ya sabe que durante toda la vida sentí por ella una pasión inconmensurable. Para mí mi madre fue la mujer mas deliciosa que había en el mundo y, por experiencia personal, le aseguro que también en el otro. Ese fue el amor que condicionó toda mi existencia y el amor del que escribí con mayor sinceridad. Todos los demás amores  fueron ficciones y fingimientos y un sin vivir para esconder mis vicios más perentorios y, sobre todo, aquellos caprichos fugaces de una noche de verano. Por otra parte tampoco fui un hombre físicamente atractivo, ni para las mujeres ni para los hombres. Además, mi enfermedad pulmonar, ese asma salvaje que condicionó toda mi vida, era como un disolvente para cualquier interés foráneo. También mis rarezas y escrupulosidades actuaron al unísono en mi contra. Creo que fui demasiado sensible a cualquier estímulo tanto físico como espiritual. Me emocionaba cualquier aroma, cualquier forma sorprendente, los sonidos de las calles, la espuma del mar, el ulular del viento, la suavidad acariciadora de una brisa marina, una noche de luna llena, las montañas del horizonte, una colina cercana y al acecho, la sonrisa de un niño, las manos de una mujer, el andar torpe de algún joven. Todo me conmovía en exceso. Todo me afectaba. Todo me dejaba sin aire en los pulmones. Sin respiración. Creo que podría afirmar que la Belleza, con mayúsculas, fue mi pasión y mi mortaja. Por ejemplo, no podía escuchar una sonata de Saint-Saens sin que mis lágrimas me empaparan el rostro. Ni podía leer a Keats sin que mi cuerpo se estremeciera. “¡Bardos de pasión y regocijo habéis dejado el alma en la tierra!” Cómo llegué a comprenderle, cómo comulgué con esa pasión suya por las cosas cercanas y simples de este mundo. ¡Cuánta espiritualidad y misterio anida en la aspereza de la materia!
--¿Se refiere, por ejemplo, a su famosa magdalena?
--Si no fuera por lo manida que ya está la dichosa magdalena, le aseguro que el ejemplo nos valdría para justificar los versos de Keats, pero prefiero referirme, si no le parece mal, a algo tan físico y sensual como Gilberta, que en mi obra aparece mucho antes que las dagas afiladas del humor y la ironía. Gilberta, la hija de Odette y de Swann, una niña que juega conmigo a policías y ladrones en los Campos Elíseos, sustituye a la pasión que antes había sentido por mi madre. Naturalmente, ahora de muerto comprendo que era el mismo amor, la misma emoción, idéntico sufrimiento. Pero no fue hasta el final de mi vida cuando comprendí que todas las mujeres y todos los hombres a quiénes amé fueron en realidad la misma persona: mi madre adorable, mi madre querida. La reina de mi alma. La femineidad esparcida por el mundo y más tarde reunida, unificada, en una sola mujer. Una sola diosa.
--¿Llegó a conocer a Rilke?
--Lo conocí en París y leí toda su obra, menos las “Las Elegías de Duino”, publicadas en 1923, un año después de que yo muriera.  Así que las tuve que leer una vez muerto, a la orilla del Río Jordán, muy de moda por entonces. Y le aseguro, amigo mío, que nadie comprenderá el verdadero significado de esos poemas hasta que no se haya dado una vuelta por el Otro Mundo. Quiero decir que sólo los muertos podemos comprender esas elegías en toda su magnificencia poética. ¿Cómo desentrañar en vida el misterio de las estrellas?
Proust no paró de hablar durante la hora y media que estuvimos sentados en la terraza del Grand Hotel. Yo apenas pude meter baza, muy pocas palabras me dejó entreverar, pero para qué decir nada si el que habla se llama Marcel Proust. Cuando nos levantamos de la mesa, me dijo que había quedado con Albertine en París, en el Bosque de Bolonia, y que llegaba tarde. No obstante, antes de irse me sugirió que la próxima vez nos viéramos en su casa de Illiers, donde me enseñaría su dormitorio de niño, la cama desde la que ansioso esperaba que su madre subiera y le diera el beso de buenas noches. Le dije que para mí sería un honor pasar unos días en Combray, pero que también me gustaría que en nuestro próximo encuentro me hablara de su libro sobre Sainte-Beuve. Me dio a entender que no estaba muy orgulloso de él, pero que por su parte no había inconveniente en comentarlo ampliamente. Siempre que fuera para destrozar la memoria infecta de ese cretino, me susurró al oído. Por supuesto que no me atreví a contradecirlo.

acivantosmayo@gmail.com

         

6 de noviembre de 2014

ERNEST HEMINGWAY



                                  
                                            I

Como todas las mañanas, Hadley le preparó el desayuno. Dos huevos fritos, un par de rebanadas de pan con mantequilla y un tazón de leche con achicoria. Hadley se cubría los hombros desnudos con la toquilla negra de lana que le había regalado Gertrude. La mesa de la cocina no era muy grande. Apenas podían desayunar los dos juntos. Hemimgway era poco hablador recién levantado, sobre todo si la noche anterior haba_﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽______________________hol. poco hablador por las mañanas, sobre si la noche anterior se hab___________________________ía abusado del alcohol, que era lo habitual. Claro que también ella, por acompañarlo,  abusaba casi todas las noches. A Hemingway la bebida apenas le dejaba huellas, pero a Hadley le redondeaba  las caderas y le ponía una nota de color rojo en las mejillas. Hadley había engordado mucho después de haber dado a luz al pequeño Jack, que dormía feliz en la habitación de al lado.
         --Tenemos que dejar de beber –dijo ella.
         --Deja tú si quieres –contestó Hemingway sin mirarla.
         --Por favor, no des voces. Vas a despertar a Bumby.
         --Yo no doy voces, maldita sea.
Esa mañana Hemingway se puso el chándal y cogió del armario unos guantes de boxeo que le había regalado su padre cuando volvió de la guerra.
--¿Vas a pelearte con alguien? –le preguntó Hadley.
--Con un tipo que es amigo de Scott. Supongo que será otro niñato de Princeton. No creo que esté a mi altura. En realidad, aún no he conseguido pelear en París con nadie que lo esté. Salvo con ese presumido de Harold, que consiguió aguantarme nueve de los diez asaltos.
Hem soltó los puños al aire, primero el izquierdo, luego el derecho, uno, dos, uno, dos; realizó un par de respiraciones profundas y se golpeó el pecho como un gorila.  Después comprobó que llevaba el cuaderno adecuado. También afiló un par de lápices y, sin mirar a su mujer, salió del piso y corrió escaleras abajo. No quiso darse cuenta de que ella le seguía con la mirada y que algunas lágrimas empezaban a brillarle en los ojos.
Hadley sabía que él iba detrás de una chica inglesa que acaba de llegar a París. Pero estaba segura de que a la inglesa sólo le interesaban los hombres ricos y Hem no solía llevar más de diez francos en el bolsillo. Pero siempre sienta muy mal que tu marido se interese por otra mujer. Sobre todo si se trata de una mujer de mundo, más sofisticada que tú, más delgada y mucho más elegante. Pero esa es otra historia.
Hemingway solía escribir por las mañanas en un café que se llamaba La Closerie des Lislas, muy cerca de su casa, pero ese día había quedado con Scott en el de la Rotonde, algo más abajo. Scott le dijo que se pasaría por allí con su amigo sobre las doce, así que Hem pensó que tendría más de dos horas para escribir antes de que llegara. Había que terminar la novela que tenía entre manos desde hacía más de cuatro meses. Se trataba de su primera novela, aunque él afirmara que era la segunda. Hemingway le dijo a todo el mundo que había una novela terminada en la famosa maleta que Hadley perdió en la Gare de Lyon. Pero en realidad nadie se creía semejante patraña. Y mucho menos sus mejores amigos.
El Café de la Rotonde está en la esquina del Boulevard de Raspail con el de Montparnasse. Ya empezaba a haber gente. Hemingway percibió al entrar un aroma de cruasanes calientes. Nadie se extrañó que fuera en chándal, ni siquiera Picasso, que hablaba acaloradamente con su marchante alemán.
--Hola, Hem –dijo el pintor--. ¿Vas a ir esta tarde a casa de Gertrude? Nos ha invitado a una taza de chocolate.
--Allí nos veremos –respondió Hemingway.
--Yo iré con Fernande.
--Y yo con Hadley.
--Alice me ha pedido que le enseñe a preparar los picatostes.
Hemingway se sentó cuatro mesas más a la derecha de donde estaban el pintor y su marchante, muy cerca de una ventana. Cuando se acercó el camarero, un tipo moreno y con unos enormes bigotes, le pidió una copa  de calvados. Después abrió el cuaderno y se puso a escribir. No le molestaban los ruidos metálicos que producían las cucharillas al golpear con la porcelana de las tazas. Ni los vasos que entrechocaban unos con otros. Ni tampoco el murmullo incesante de las conversaciones. Hemingway escribía como un poseso, sin mirar a ningún lado. Sin tener en cuenta lo que pasaba a su alrededor, como si no existiera otra cosa que la historia que estaba escribiendo.
Scott Fitzgerald se presentó en el café a las doce en punto. Vestía un traje de verano de un color muy claro, casi blanco. Llegó con un joven de unos veintidós años. Un tipo mucho más delgado que Hemingway, pero de su misma altura. Se llamaba Morley Callaghan y llevaba un traje gris oscuro, bastante arrugado. Con la mano derecha sujetaba una bolsa verde de lona. Hemingway tardó en levantar la vista del cuaderno. Cuando se dignó a mirar, quedó muy sorprendido.
--Joder, Morley, no me digas que eres tú el que va a pelear conmigo.
--Le pedí a Scott que no dijera nada para darte una sorpresa.
--¿Pero qué haces tú en París?
--He venido a pasar unas semanas. Me vuelvo a Canadá a final de mes.
Resulta que los dos púgiles habían coincidido como periodistas en el “Toronto Star”. Callaghan era como unos cinco años más joven que Hemingway, pero siempre habían sido buenos amigos. Así que se quedaron charlando como una media hora más en el café. Después salieron los tres para el gimnasio, uno que había en la plaza de Saint Germain y donde conocían de sobra a Hemingway. Los tres amigos andaban muy despacio, como si ninguno tuviera ganas de empezar la pelea que habían concertado.

                                   II

El verano acababa de entrar y ya se notaba algo de calor en París. Por el camino, Hemingway y su amigo Morley siguieron dándole vuelta a los recuerdos de cuando se dedicaban al periodismo. Scott sonreía y escuchaba en silencio.
--Oye, Morley, ¿cuando has aprendido a boxear? Estás seguro de que quieres cruzar los guantes conmigo.
--En Toronto me dieron unas clases de boxeo. ¿No te importará que hagamos un poco de ejercicio? Creo que nos vendrá bien a los dos. ¿No te parece, Hem?
--Como tú quieras, amigo.
El gimnasio olía a una mezcla de sudor, cuero y linimento. El ring lo tenían reservado para la una en punto. Era la hora perfecta porque la gente se iba a comer y no volvía hasta mucho más tarde.
Los dos púgiles pasaron a los vestuarios y se vistieron con la ropa adecuada para la pelea. Morley se puso un pantalón corto de seda roja y una camiseta sin mangas del mismo color. Hemingway se quedó con el pantalón del chandal y el torso completamente desnudo. Parecía uno de esos osos pardos de los cuentos de Faulkner.
Después de realizar unos cuantos ejercicios de calentamiento, ambos le pidieron a Scott que se encargara de contar los asaltos y cronometrar su duración.
--Scott, no se te olvide de que la pelea es a diez asaltos y cada asalto ha de durar tres minutos exactos. Ni un segundo más ni un segundo menos. Aunque no creo que lleguemos hasta el final –le dijo Hemingway, guiñándole un ojo.
--De acuerdo, Hem, no te preocupes.
Todo ocurrió más rápido de lo previsto. Hemingway era un tipo fuerte y tenía los brazos muy largos, y estaba claro que pegaba como una mula, pero también era lento de cintura y sus movimientos denotaban demasiada rigidez en sus articulaciones. Callaghan, no era tan fuerte, ni su pegada tan terrorífica, pero al ser más delgado que su rival, se movía por el cuadrilátero como una ardilla.
Hemingway no lograba colocar ninguno de su golpes. Y su respiración se hacía cada vez más fatigada. En realidad se le notaba mucho más cansado que a Callaghan, que se movía y giraba por la pista con la soltura de un bailarín de ballet clásico.
Lo terrible fue que a Fitzgerald, quien no se perdía detalle de lo que ocurría en el ring, se le olvida en el ring, se le olvidde lo    dñia detalle de lo    que dez en sus articulaciones. s minutos exactos. na mujer de mundo, m______ó mirar el cronómetro, permitiendo que el asalto siguiera su curso más allá del tiempo reglamentario. Hemingway ya no podía con su alma. Apenas le quedaba aire en los pulmones. La bebida tenía sin duda mucha culpa de su mala forma. Así que Callaghan, dándose cuenta de las dificultades de su oponente, empezó a castigarle los costados. Hemingway, al principio, encajaba los golpes con mucha solvencia, pero pronto empezó a resentirse y al final no pudo con un terrible derechazo que Callaghan le propinó en la mandíbula, cayendo en la lona todo lo grande que era. Hemingway estaba noqueado.
Cuando Fitzgerald advirtió que había cometido un error al no mirar a tiempo el cronómetro, prolongando más de un minuto aquel primer asalto, en vez de callarse, fue a disculparse con Hemingway, que empezaba a salir de su atontamiento en los vestuarios.
--Lo has hecho a propósito, maricón de mierda –le soltó a bocajarro, mientras se aplicaba una bolsa de hielo en el pómulo izquierdo.
--Te juro Hem que ha sido un despiste sin ninguna intención de perjudicarte. ¿Es que no vas a perdonarme?
La palabra perdón jamás tuvo cabida en el vocabulario de Hemingway, que abandonó el gimnasio sin cruzar palabra con sus dos amigos. Lo cierto es que iba completamente abatido y soltando espuma por la boca, como un perro herido y rabioso. Incluso a Callaghan, que lo creía no sólo cómplice sino instigador de la maniobra, no volvió a saludarlo en todo el verano, como si los buenos tiempos del periódico se hubieran diluido en el aire. Curiosamente, ningún amigo de Hemingway se atrevió a comentar aquel combate delante de él. Si bien sonrieron al saber quién había sido el ganador. Incluso Hadley no encontró la manera de entristecerse.

FIN