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24 de septiembre de 2014

JULIO CAMBA


Martes, 23 de septiembre del 2014
DIARIO

Pues sí, esta mañana me he pasado por el Hotel Palace porque he quedado a tomar el aperitivo con don Julio Camba, quien de vez en cuando vuelve por este mundo a darse un garbeo, supongo que por ver cómo sigue el personal y de paso a que uno le invite a "cocido madrileño" en Malacatín, que es donde dice él que ponen los mejores cocidos de Madrid, y allá que nos vamos. Normalmente, como está muerto, no le sientan mal las comidas, digiere como un jovencito y, al no darle la gana de pagar factura alguna, es feliz como un niño. Don Julio tenía fama de tacaño en vida y ahora que está muerto aún lo es más y sin visos de cambiar más adelante. Claro que él se defiende cuando yo le pregunto acerca de su famosa tacañería y me dice que, al ser gallego de nacimiento, no ha tenido más remedio que ejercer de gallego y los gallegos son tacaños por naturaleza y también porque les da la gana. No obstante, aclara él, además de ser gallego, nunca tuve mucho dinero, por lo que me fue imposible ir de generoso por la vida, incluso de haberlo querido, que no era el caso.
Entonces va y me explica, justificándose, que lo de la habitación vitalicia en el Palace fue algo así como una filantropía de don Juan March y no de Luis Calvo, director de ABC, como dicen algunos. Don Juan March era un lector empedernido de todo lo que él escribía y, al enterarse de su precaria situación, el millonario llegó a un acuerdo con el director del Palace y así fue cómo, desde el 8 de julio de 1949, don Julio Camba pasó a ser huésped permanente de uno de los mejores hoteles de Europa. Su habitación fue la 383 y César González-Ruano le llamó, en uno de sus artículos, “el Solitario del Palace”. Entonces él solía decir, a quien se lo preguntara, que vivía en la Plaza de las Cortes, número 7, tercero izquierda.
         Después de la comida en Malacatín y de tomar café en la espléndida Rotonda del hotel, Don Julio me ha pedido que lo acompañase hasta Casa Mira, la pastelería que hay en la Carrera de San Jerónimo. Me dijo que le apetecía tomarse unos dulces. Y, cuando llegamos, el escritor se despachó a discreción, empezando por media docena de buñuelos, tres o cuatro pasteles de gloria y un par de napolitanas, una de chocolate y otra de crema, y si no lo llego a sacar de la pastelería acaba con las existencias de esa vitrina de cristal que da vueltas y vueltas en el escaparate y que casi ha vuelto loco al difunto, que es tremendamente goloso. Lo cierto es que me ha salido todo por un pico, pues ni ha hecho ademán, el muy jodío, de llevarse la mano a la cartera y financiarse el banquete, como estaba de ley. Y encima va y me dice que a él el azúcar ya no le sube por la sencilla razón de que a los muertos no les entra la diabetes sólo por la cosa de estar muertos, y que al parecer todos están sanos como manzanas y nunca llaman al médico.
Después me ha llevado a la librería Berdagué, en la calle Cedaceros, donde me dijo que en sus tiempos solía hacer tertulia con amigos como Sebastián Miranda, Juan Belmonte, Domingo Ortega, Antonio Díaz Cañabate y Gregorio Marañón, pero allí no se encontraba ninguno de ellos ni tampoco se les esperaba por mucho tiempo, según nos informó un librero joven con pinta de no ser librero. Aquí me sentaba yo, en una butaquita que la dueña me tenía guardada, y ni siquiera don Gregorio osó jamás quitarme el sitio, lo mismo que todos los demás, como el torero Juan Belmonte, que siempre se quejaba de lo mal que le había ido en la vida con la cosa amorosa y también añoraba los buenos tiempos de cuando alternaba, de plaza en plaza, con su amigo Joselito, que en paz descanse.
Al final hemos terminado sentándonos en una cafetería de la Gran Vía, donde hemos pedido un par de cafés y yo le he rogado que me cuente sus viajes por el mundo y si alguna vez tuvo novia antes de meterse en el Palace y de ser un solterón profesional y con poco desgaste, por así decirlo.
Pues bien, no es que don Julio Camba ya de por sí hable demasiado por mucho que uno lo intente. Ni hablaba de vivo y ahora de muerto sólo habla lo necesario. Sin embargo, noté que se le encendían las pupilas cuando empezó a contarme, muy despacito y con un hilo de voz,  cómo en París se enamoró de una francesita que se llamaba Georgina y de cómo Georgina le pedía, muy ansiosa ella, que le diera placer. Sin embargo, la cosa de darle placer consistía en llevarla al cementerio de Baqueut para echarle plegarias a su tío, que estaba allí enterrado. Pero que una vez allí tampoco le rezaba plegarias ni oraciones ni nada de nada, según me dijo don Julio, sino que Georgina se ponía a hablar de sus cosas con el tío, delante de la tumba, durante un buen rato, y cuando terminaba siempre le daba recuerdos para su tía. De modo que a Georgina, cada vez que salía con ella, don Julio Camba le procuraba todo el placer que le era posible llevándola al cementerio de Baqueut, y, según decía, la chica quedaba plenamente satisfecha por los servicios prestados y bien alto el pabellón español.
También me dijo que fue en Londres donde mejor se lo pasó y, no por la comida, claro, que don Julio es un gourmet, sino porque los ingleses son unos tipos que dan mucho de sí como personajes literarios y, gracias a ellos y a su manera de ser, pudo sacar lo mejor que llevaba dentro como escritor. No obstante, si usted fuera a Londres y deseara comer bien, me dijo al oído, yo le recomendaría que se diera una vuelta por Simpson´s, restaurante que está situado muy cerca del Hotel Savoy, y no deje de pedir un “joint”, que consiste en carne de buey o carnero con patatas y coles hervidas. La verdad es que se alegró con la alegría sana  de un niño cuando le dije que ya sabía yo lo del Simpon´s y lo del “joint” por haber leído con verdadero placer “La casa de Lúculo”, uno de sus libros más famosos. A los escritores se les ilumina el alma cuando alguien les dice que ha leído sus libros. En realidad son como niños huérfanos y algo así como si estuvieran necesitados de elogios y de algún otro merengue, que nunca vienen mal.   
Don Julio, curiosamente, me dijo, así como en un aparte, que él jamás había sido demócrata, que desde el año 36 siempre había sido franquista, pero que en su juventud dio cierto juego como anarquista, y que por haber mantenido una pizca de amistad con Mateo Morral, el terrorista que tiró la bomba a los reyes en el día de su boda, le detuvo la policía por ver si había participado de alguna manera en el atentado. No es que don Julio presumiera de ello, nada de eso, pero me lo contó con el fin de que uno viera en él el hombre de acción que había sido de vivo, y que no todo fue calentar las sillas de las corresponsalías de Europa y jubilarse después entre las sábanas de hilo de una cama prestada del Hotel Palace.
Don Julio siempre ha sido muy suyo y a veces se pone de un humor de perros, pero se le alegra el alma cuando alguien le invita a cenar. De vivo, me decía, sí que me sentaban mal las cenas, no podía con ellas, sobre todo en los últimos diez años de mi vida, pero ahora de muerto las digiero divinamente, por muy fuertes que hayan condimentado las salsas. Así que le llevé a Casa Ciriaco, para que se trasegara una buena “gallina en pepitoria”, un plato madrileño que siempre fue muy de su gusto. Pero mi gozo en un pozo, pues insistió en que el guiso ya no era lo mismo, que los tiempos habían cambiado y el tío empezó a protestar porque hasta los sabores parecían “torturados y confundidos”. Eso mismo dijo. Como si el cambio climático y el calentamiento global lo hubieran puesto todo manga por hombro y hasta la comida fuera ya o bien de plástico o como de otro mundo, igual que el propio don Julio Camba, que no hay quien lo aguante y encima dice que de aquí no se mueve. Otra cosa. Y a ver quién lo lleva de nuevo al Hotel Palace, habitación 383, que es de inmediato lo que él exige, sin un don Juan March en activo y voluntarioso que se haga cargo de la pensión, la mensualidad y los buñuelos de viento. Una papeleta.
 


13 de septiembre de 2014

WINDHAM LEWIS


San Marcial, 12 de septiembre del 2012
DIARIO

Me he pasado la semana descansando de la boda de mi sobrino en Bilbao. Así que me he dedicado a dormir un par de siestas diarias y a leer, en el tiempo libre que me quedaba, todo lo que tenía atrasado y de paso dar un buen acelerón al libro de Hemingway, segunda parte, que ya me tiene hasta las carrilleras y esperemos a ver si aguanto el envite, que me parece que no. Así que por las noches he vuelto un rato sobre la poesía de Ezra Pound y otro rato de seguido a la de T. S. Eliot, que a mí son los poetas que me dicen algo por la sencilla razón de que no son cursis ni escriben bonito ni en papel rosa y perfumado y hasta parece que no quieren ser poetas por todos los suspiros que han dejado atrás, pues hay quien hasta vomita por el efecto besucón y dulzón sobre la piel de las margaritas y otras lindezas en verso.
Quiero decir que yo estaba equivocado, ya lo creo, y ahora me toca cantar la palinodia, pero no muy a las claras, naturalmente, por no dar armas ni pistas al enemigo, que voy siendo mayor y ya se sabe por dónde es más sabio el diablo y toda su corte multinacional de fieles e infieles. Me refiero a que he descubierto, no hace tanto, por cierto, una nueva música, y ahora sé que se acabaron para mí los leves suspiros y el ser turbado por los vientos al atardecer y también que se acabaron los estremecimientos, cogidos de las manos, a la luz de la luna, mientras voy por el jersey porque hiela y se me cae la moquita.
O sea que doy a la familia mis condolencias más sentidas en “El entierro de los muertos”, y me alegra enterarme de que abril es el mes más cruel, así que leo buena parte de la noche, y en invierno me voy hacia el sur. Pues bien, reconozco que anoche estuve mal de los nervios, y para mí que la culpa fue del viento, que ululaba sin cesar bajo la puerta y me inquietaba su canto. No puedo dormir y salto de la cama y en polainas salgo del cuarto en busca de una novela. A bote pronto, encuentro una de Windham Lewis. ¡Qué casualidad! Solo nos falta James Joyce para formar un cuarteto de cuerda, viento y percusión. La novela se titula “Estallidos y bombardeos”. Magníficos los dos prólogos, tanto el de Juan Bonilla como el de Yolanda Morató, que además traduce el libro primorosamente.
Me alegra de que el azar me haya llevado hasta Lewis, se lo juro, si es que el azar existe, claro está, aunque siempre he pensado que lo llamamos azar porque no conocemos sus leyes. Y digo que me alegro porque Lewis fue uno de los pocos que se atrevieron a desenmascarar a Hemingway. Si bien es verdad que Lewis mojaba la pluma en veneno y muy pocos, pero que muy pocos, fueron los que pudieron esquivar su esgrima ágil, certera y de lo más mortífera.
Creo que fue Silvia Beach quien le dio a leer un cuento de Hemingway, “El invicto”, que trata de un torero acabado que consigue torear en Madrid tras los payasos de una charlotada. El cuento es previsible y aburrido y espeso como el solo. Así que Lewis escribe un artículo que titula “El buey bobo” y lo pone como no digan dueñas. Hemingway, desde luego, no se lo perdonó en la vida, y, en uno de sus libros, “París era una fiesta”, arremete contra él con toda su mala baba, que era mucha y bien teñida de resentimiento. Téngase en cuenta que Hemingway escribió esta obra en 1958, algo así como unos treinta y cinco años después de que Lewis escribiera su artículo y justamente un año después de su muerte. De la muerte de Lewis, claro. Para mí que Hemingway no tuvo huevos de responderle antes, no fuera a ser que lo recosiera a balazos y volviera a propinarle el repaso que se merecía.  
Tal como era de esperar, Hemingway no se quedó corto a la hora de lanzarle lindezas mientras bailaba sobre su tumba. Entre otras cosas dijo de él que su cara le recordaba a la de una rana cualquiera y que París era una charca que le venía muy ancha. También dijo que nunca había conocido a un tipo tan repelente y que sus ojos le parecían los ojos de un violador fracasado. Tampoco es que Hemingway resultara muy imaginativo a la hora de insultar y ya sabemos que el insulto, en literatura, es como una filigrana sintáctica al alcance de muy pocos. En realidad, lo que se dice imaginación, Papá no la tuvo jamás, por mucho que digan de él sus incondicionales. Ni siquiera tuvo la suficiente como para transformar en arte la realidad que tenía delante de sus narices. Y me refiero a las tres grandes guerras que vivió y a las respectivas tres novelas que siguieron, un trío de engendros literarios que nunca debieron cruzar el Mississippi.  
Pero, en fin,  ahora estoy escribiendo de Windham Lewis, pintor y escritor y creador de un movimiento artístico llamado “Vorticismo”, supongo que por oponerse con todas sus fuerzas a Marinetti, auspiciador del “Futurismo” y precursor estético del fascismo mussoliniano y otros belicismos europeos. Una pena que Lewis aún sea un total desconocido para la mayoría de los lectores españoles. No obstante, les aseguro que no se arrepentirán, si no lo han leído, de ahuecarle un lugar especial en sus lecturas. Ya me contarán ustedes.




4 de septiembre de 2014

JOSEP PLA


San Marcial, 3 de septiembre del 2014
DIARIO


Aunque llevo veintitrés años sin fumar, resulta que hay noches que a uno le entran unas enormes ganas de liarse un pito y llenar el techo de volutas grises, aromas de tabaco macho y galipos como duros antiguos. Me refiero a las noches en que tomo café y copa con mi buen amigo Josep Pla, que lo conozco desde que se muri, Pla no se anda con remilgos y on remilgos y cusndo terminace tiempo tas llenana, raque se movie pasaba con mucha frecuencia a ó y no pasan dos meses sin que reciba una llamada para decirme que viene y que prepare el invento. Naturalmente, Pla no se anda con remilgos y se lía un cigarrillo detrás de otro. Tiene una petaca de cuero repujado en marrón oscuro y me fijo en que sigue sin cortarse las uñas, que las tiene largas y negras, como las de un payés que ha removido la tierra para comprobar la humedad. A cambio del café y del güisqui, Pla ha cogido la buena costumbre de traerme una bandejita de “flaons” envuelta en papel de dulcería y coronada por un lacito rosa, que de siempre esos lacitos tienen que ser de color rosa, digo yo que para que el dulce parezca hecho por manos de ángel y empiece a saber bien desde el envoltorio.
         No sé si ustedes han probado alguna vez los “flaons”, pero les diré por si acaso que son dulces originarios de Morella, Castellón de la Plana. Los “flaons” ya se disfrutaban en 1283, pues son mencionados nada menos que por por Raimundo Lulio en uno de sus libros, “Blanquerna”, que todo hay que decirlo. En realidad, los “flaons” son como unas empanadillas muy especiales, cuyo relleno está compuesto por ingredientes tan salutíferos como el requesón, almendras molidas, yema y clara de huevo y no sé cuántas cosas más que no me acuerdo y no voy a levantarme a mirarlo. En fin, se trata de unos dulces que están buenísimos y, según dicen, hay que acompañarlos con un moscatel muy frío, aunque Pla y yo los regamos siempre con un buen güisqui de malta, salga el sol por donde salga y que sea lo que Dios quiera.
         Pues bien, mientras damos buena cuenta de los “flaons” y del güisqui, solemos hablar alguna cosa sobre la vida y la muerte y, cómo no, también de Michael de Montaigne, que es un señor que a Pla le gusta mucho y dice que incluso aún de muerto sigue leyéndolo, cada mañana, después del desayuno, como cuando estaba vivo. Y entre otras cosas va y me suelta que Montaigne es un humanista que no se pregunta acerca de qué carajo es el hombre, sino tan sólo “quién soy yo”, pequeño matiz que impone un primer signo de modernidad y que justifica toda la literatura moderna del “yo”, que ha devenido en mucha y muy buena, desde todos los diaristas y autobiógrafos que en el mundo han sido hasta novelistas como el mismísimo Marcel Proust.
Claro que yo, a pesar de asentir como un buen chico a todo lo que dice Pla referente a Montaigne, a veces, según mi nivel alcohólico, sólo por joder, trato de meterle un viaje dialéctico, a contrapelo, tal como hice anoche. Así que le dije que el desarrollo del “yo” ha llevado al hombre al narcisismo y a la activación de un ego inflacionario en lo que se refiere a la vanidad y a la chulería. Sin embargo, cuando Pla alcanzó la cima paroxística del cabreo fue cuando le dije que el “yo” consciente es sólo una parte de la psique y que al otro lado existe un inconsciente cuyos contenidos marcan las pautas del comportamiento de ese “yo” heroico de Montaigne, que no es otra cosa que una marioneta a manos de la distintas fuerzas irracionales que lo invaden. Y aquí, naturalmente, es cuando comienza la pelea y se me pone tarasca y la discusión deriva hacia los derroteros de la libertad del “yo” y esas cosas.
Pero hay más, porque cuando realmente Pla se lía a soltar improperios y los “flaons”, como si fueran espuma, se le salen de la boca junto a la dentadura, es cuando le doy la vuelta a la frase de Descartes y le digo aquello de “pienso, luego no existo” y se lo razono argumentándole que el “yo” no piensa, sino que lo piensan y que su existencia real y consciente depende de mantener el pensamiento a raya: “No pienso, luego existo”, se debería haber dicho. Entonces, directamente me manda al carajo, cuando le digo que esta frase es para mí el nuevo paradigma de los nuevos tiempos.
Como es natural, cada vez que discutimos, Pla me jura que no volverá a visitarme, pero les aseguro que siempre regresa con los “flaons” en busca de mi güisqui resucitador, igual que anoche, que me hizo quitar todos los libros de Jung que había apilados encima de mi mesa. Pla es un racionalista a ultranza, un materialista irredento y, como dice él, defiende a muerte la literatura de la observación frente a la literatura de la imaginación. Yo le digo que apenas hay diferencias entre una y otra, ya que el resultado final me parece absolutamente el mismo, aunque la argamasa sea distinta. Sin embargo, este cabrón de payés es tozudo como una mula. Y tiene muy mala leche. Además.