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30 de abril de 2014

HEMINGWAY, UNA RELIGIÓN


Domingo, 27 de abril del 2014
DIARIO

A partir de publicar mi libro sobre Ernest Hemingway, he comprobado que sus seguidores, los de Hemingway, claro está, forman como una especie de iglesia más o menos ortodoxa y dialécticamente muy bien fortificada. Es posible que Hemingway sea a la literatura lo que Elvis Presley a la música. No es que ambos tengan seguidores incondicionales, sino mucho más que eso, tienen adeptos, y les juro que utilizo este término en el sentido más peyorativo que ustedes quieran darle. Desde luego Hemingway no es que tenga una pléyade de lectores ávidos de aventuras y prosa fácil, que la tiene sin duda, sino todo una legión pretoriana fuertemente armada que defiende su memoria como si de un dios se tratara.
Porque toda esta realidad más o menos circense creada alrededor del escritor me confirma una vez más que los enfermos mentales como Hemingway, tal como suponían algunas tribus indias, estaban poseídos por alguna clase de energía daimónica o numinosa. Mi admirado doctor Jung, uno de los grandes paladines de la psicología profunda, llamaba “arquetipos” a estas estructuras psicoides que propician las pautas del comportamiento humano.
Pues bien, aplicando la teoría junguiana, Hemingway, que padecía un trastorno maniaco depresivo, mostró síntomas que hicieron pensar que realmente estaba poseído por una energía sobrehumana. Jung decía que detrás de cada trastorno hay un complejo, detrás de cada complejo hay un arquetipo y detrás de cada arquetipo hay un dios. Marsilio Ficino y Pico de la Mirandola, dos filósofos del Renacimiento en la Florencia de los Médicis, habrían dicho refiriéndose a Hemingway que cuando escribía sus libros era Prometeo quien regía su destino; cuando con su Springfield cazaba leones en África era el dios Pan; cuando a bordo de El Pilar pescaba merlines en el Caribe se convertía nada menos que en el gran Poseidón, dios de las profundidades marinas; cuando cruzaba el planeta en busca de las guerras mundiales y civiles encarnaba nada menos que al dios Ares y cuando se dedicaba a seducir mujeres, propias y ajenas, se transformaba en el mismísimo Zeus.
De ahí que en cada circunstancia emanara de su persona esa energía numinosa que provocaba la actitud reverencial de la mayoría de sus amigos y familiares y, por supuesto, todo ese atractivo sexual que ejercía sobre las mujeres. Hemingway, en pleno proceso maniaco, era un verdadero dios y él mismo parecía convencido de que era el rey del mundo.
Sin embargo, los dioses suelen ser muy suyos a la hora de comportarse socialmente; quiero decir que de vez en cuando, como el que no quiere la cosa, sin dar explicaciones y sin previo aviso, toman las de Villadiego, provocando con su ausencia el periodo depresivo en estos enfermos. Marsilio Ficino y Pico de la Mirandola nos habrían explicado a nosotros los modernos, tan racionales y materialistas, que el alma de Hemingway, después de un periodo de exaltación digamos que dionisiaca, quedaba bajo la influencia oscura y aterradora del dios Saturno. Me refiero a que el ego de Hemingway, que era sin duda un verdadero titán, como explicaría el profesor James Hillmann, pasaba de la noche a la mañana de estar en compañía de dioses poderosos, o sea, de dioses guerreros, cazadores, mujeriegos y bebedores a la influencia oscura y aterradora de un dios, el dios Saturno, que tiene la fea costumbre de comerse a sus hijos sin ningún miramiento. En estas últimas circunstancias vitales, Hemingway optaba por meterse en la cama con una botella de güisqui y no salir hasta que el tiempo escampara y el sol volviera a brillar de nuevo en su vida.
Ahí radica la afluencia de adeptos a la religión pagana de Ernest Miller Hemingway. De ahí el peligro que uno corre si osa decir, un suponer, que Hemingway, su dios, no sólo era proclive a seducir a las dulces gacelas de las sabanas africanas, sino también a frágiles cervatillos que alegres delante le saltaban, como ese tal Arnold Samuelson, escritor y fotógrafo, a quien sin contemplaciones desvirgó a bordo de El Pilar, rumbo a La Habana, en un viaje que hicieron los dos solos, según insinúa maliciosamente Leicester Hemingway en su libro. A decir verdad, Leicester, hermano pequeño del escritor, estaba celoso de las excesivas atenciones de su hermano mayor hacia el fotógrafo, y, sin decir realmente nada, lo dijo todo. A veces las venganzas son más efectivas y dañinas empleando el arma mortífera de la ironía y la sutileza. Pues sí, así es, me cae realmente bien el tío Leicester, al menos mucho mejor que a su hermano Ernest, que no lo podía ver ni en pintura, pues entre otras lindezas decía que se parecía a su madre.
La fotografía que he seleccionado esta semana corresponde a un grupo de Hemingwayanos borrachos después de ganar la batalla del Ebro. Como para andarles con sutilezas

23 de abril de 2014

CÉSAR GONZÁLEZ RUANO


Domingo, 27 de abril del 2014
DIARIO

Nos vamos al pueblo. Desde Madrid suelo tardar como dos horas hasta Zamora, mas luego hay que añadir como unos quince minutos para llegar a San Marcial. Así que estuvimos en casa hacia la una y media, descargamos el equipaje y nos fuimos a Morales del Vino para comer en casa de mi amigo Amadorín, que es tradicional que cada domingo de Pascua nos invite a lo que en Zamora se llama el “Dos y pingada”, que no es otra historia que dos huevos fritos con una buena loncha de jamón serrano tras su paso, vuelta y vuelta, por la sartén. Claro que además tenían preparado, como refuerzo firmemente calórico, un magnífico estofado de conejo y de postre unas aceitadas, que son dulces típicos de la Semana Santa y que lo ortodoxo es que estén duros y que exageren en su sabor el sabor del anís del mono de toda la vida. O sea que me como media docena de aceitadas y me despido de la concurrencia hasta el año que viene, si es que no hay ninguna orden en contra o estamos por otros lugares o el médico me ha prohibido el exceso y resulta clínicamente imposible darse al invento de los huevos y el jamón serrano.
         A las siete estamos de vuelta en San Marcial, me quedo dormido en el sillón hasta las ocho y después me pongo a leer “El marqués y la esvástica”, un libro que cuenta las andanzas totalitarias de César González Ruano en el París ocupado de 1941. Un libro en que los autores, Rosa Rosae y un tal Plácido, catalanes antes de la fuga del baus, lo ponen como no digan dueñas y encima lo acusan de quedarse con la fortuna de muchas familias judías con la promesa falsa de salvarles de los nazis y conseguir que crucen a través de Andorra hasta la España de Franco. Claro que, según nos dicen estos señores, los judíos, previamente saqueados por Ruano, no cruzaban los Pirineos porque no había ningún guía ni ninguna organización esperándolos, cayendo en manos de la Gestapo para volverse carne de patíbulo camino de los campos de extermino y las cámaras de gas. De este terrible crimen de lesa humanidad acusa esta gente a César González Ruano. Naturalmente, a estas alturas de la Historia, no pongo la mano en el fuego por casi nadie, pero para lanzar acusaciones de esta índole hay que venir cargados con algún documento que lo certifique, ya que las habladurías de terceros sólo nos pueden llevar a conjeturas malintencionadas y calumnias intolerables.
A los artistas como Ruano hay que aceptarlos, en mi opinión, tal como son y ceñirse en exclusividad a la obra que nos presenten. Todos sabemos que Ruano era muy particular y como fuera de norma y, tal como le aconsejó su amigo Vargas Vila, se construyó a voluntad su propia leyenda, una leyenda que a propósito deja mucho que desear desde el punto de vista moral y que lo convierte como él pretendía en un escritor maldito, tal como les ocurrió a varios de sus poetas más queridos: Baudelaire, Lautremont, Verlaine, Rimbaud y por ahí todo seguido hasta completar la pléyade del malditismo francés. Claro que también habría que incluir a su buen amigo Cocteau, pero sobre todo al guatemalteco Enrique Gómez Carrillo, que era en realidad a quien Ruano quería parecerse de mayor, aunque sólo logró asemejarse al doble de sí mismo, que es todo un éxito personal si bien se mira. De modo que tiene razón ese amigo íntimo que sale en las frases del principio al declarar que a Ruano le habría encantado el libro, pues habría conseguido completar una magnífica leyenda, una leyenda  tal vez  mucho más allá de los límites que seguramente él tendría calibrados.
         Ceno tan sólo un yogur con unas nueces y me voy a la cama después de escribir un rato en este Diario que ustedes tienen la amabilidad y la paciencia de leer. Estoy realmente agotado, pero antes de apagar la luz, me doy el capricho de leer una carta más de mi buen amigo Apollinaire: me refiero, como ya habrán adivinado, a una de esas cartas que escribió a su amiga y amante Lou de Colygny. Pues bien, en la carta número 15 le dice nada menos, entre un fraseo amoroso de lo más lírico y muy cerca de lo cursi, que ha tenido cólicos por la mañana. No me puedo creer semejante licencia por parte de un esteta como Apollinaire. Pero es que también le suplica que descanse y duerma mucho y que evite en lo posible caer en  el “faire menotte”, es decir, en hacerse una manita. Pero nada menos porque a él, quién lo diría, esos solitarios le vuelven neurasténico y como si le entrara la rabia de los celos. Así que rezo mis oraciones y trato de dormir sin llegar a comprender.

17 de abril de 2014

MARUJA MALLO


DIARIO
Viernes, 11 de abril del 2012

He decidido borrar por entero la novela que estoy escribiendo. La he leído desde el principio después de varios días de no trabajar en ella y me ha sonado como la campana rota de San Martín. Para mí que la he impuesto un ritmo demasiado caribeño, a lo García Márquez, muy al estilo de "El Otoño del patriarca", que le ha sentado como a un santo dos pistolas, igual que solía decir mi madre, Maruja Mallo, ante cualquier confabulación estética que la descolocara en un sonoro descuadre. Precisamente es la misma frase que ella le soltó a Andy Warhol al verlo del brazo de una rubia platino que se llamaba Marilyn. Los tres se encontraban en una recepción de la embajada iraní en Washington, bebiendo champán y comiendo caviar a manos llenas, que es a lo que iban, según me dijo el propio Warhol una noche loca que nos vimos en Estudio 54.
Pues bien, después de aquello, Warhol pintó los cuadros de las pistolas y el retrato de Marilyn. En realidad, no sé si los pintó, los fotografió, los coloreó o lo que fuera que hiciese con ellos, pero ahí están las pistolas, dispuestas a ser disparadas a la menor provocación. Lo mismo que el cuadro de la pobre Marilyn, un auténtico cañón sin retroceso de suspiros y con el pavo algo subido por los colores de la Factory.
Mi madre, Maruja Mallo, después de aquella velada persa, pintó uno de sus cuadros más afamados, me refiero al que ven ustedes en la fotografía, y lo pintó en honor de Andy Warhol, Marilyn Monroe y también, por qué no, del Sha de Persia, que en definitiva era el tipo que pagaba el champán y el caviar y el de los cincuenta dólares para ir al tocador, como le exigió Holly Golightly, que también estaba allí con Truman Capote; eso sí, se los pidió con mucho encanto, esgrimiendo una pipa encendida y humeante de medio metro, tal que si interpretara el papel de Audrey Hepburn y se desayunara con diamantes.
Hoy he comido una “fideuá” en una terraza de Jorge Juan, muy cerca de Serrano, pero como estaba solo, es decir, sin la compañía habitual de la señora, me he dedicado a leer el periódico. Así me he podido enterar de que en USA han publicado el epistolario de Elia Kazan, uno de los más grandes genios de la cinematografía mundial. Todo un maestro de maestros. No obstante, a su biografía de genio inigualable le cuelga el sambenito de ser el gran chivato oficial de la caza de brujas organizada por el senador Pepe MacCarthy. Así es. Elia Kazan fue un comunista que luchó con todas sus fuerzas contra el establishmen poderosísimo de Hollywood y, por añadidura, contra el absurdo de la censura oficial, pero nuestro héroe no fue tan héroe porque, a la hora de la verdad, en cuanto le apretaron las clavijas, se nos fue de la lengua, revelándoles a Nixon y a MacCarthy quienes eran sus camaradas. Quiero decir que fue el tío y sin rubor alguno les entregó, por riguroso orden alfabético, una lista con sus nombres, direcciones y números de teléfonos.
Claro que para mí el problema de Elia Kazan es que había nacido en Turquía, o sea que se trataba de un morito turco en plan chilaba, turbante y media luna, y esta gente nunca me pareció de fiar y como que te la clavan en cuanto las cosas se tuercen y si te he visto no me acuerdo.
No digo yo que Kazan careciera de razones personales para llevar a cabo la putada del chivatazo y mandar a la cárcel a sus colegas de marxismo y meriendas de caviar iraní, el caviar es el símbolo sagrado de la izquierda exquisita, pero yo insisto en que su naturaleza traicionera de moro de la morería y de las mil y una noches fue lo que al final decidió su comportamiento, mostrándose felón y como si fuera pariente de Rubalcaba, que si no es moro muy cerca anda ya del sultanato y de haber sido él quien manqueó a Cervantes en Lepanto o en la batalla del Jarama, que hasta pueden ser la misma cosa  si uno se fija bien.
Después de comer me fui dando un paseo hasta la plaza de España, subí por la calle Reyes y enseguida, cruzando San Bernardo y avanzando por la calle del Pez, en un verbo me presenté en Fuencarral y como a un tiro de piedra de mi casa. Así que desde las seis y media estuve leyendo el libro de Pilar Urbano y lo que tengo que decir al respecto es que nadie tiene derecho a escribir tan largo y publicar estos libros de tan gran cilindrada y tonelaje y como que no se acaban nunca. Este es el motivo de que haya decidido alternarlo con algo más descansado y a ratos lo entremezclo, por ejemplo, con la lectura de las cartas que el salido de Apollinaire escribió a su pretendida dama de placer, es decir, a la calientapollas de María Luisa Pillot de Colygny, aderezándolo también con algún cuento cruel del misterioso Villiers de l´Isle Adams, única manera de refrescar la travesía del desierto que suponen las casi mil páginas de la desmemoria del rey y la del presidente Suárez, muy distinta, claro está, la una de la otra.
A las nueve y media me siento delante de la sopa minestrone, como mi amigo Manolo Urtiaga, y me pongo a ver por televisión la cosa de la final de la Copa del Rey. En el segundo gol del Madrid llegué a pensar que, como por arte de brujería, Paco Gento había vuelto y llevaba el mundo en sus botas de siete leguas. Pero no era Gento ni era cántabro, sino galés, como el gran Dylan Thomas, y este nuevo galgo del fútbol se llama Bale y les aseguro que Bale corre como el tiempo. Adeu, Messi, adeu.


8 de abril de 2014

LAS PUTAS DE KANSAS CITY


Domingo, 6 de abril del 2014
DIARIO

De nuevo aparecemos en Madrid, donde si no hay
contratiempos de fuerza mayor nos quedaremos más o menos dos meses, incluida la Semana Santa, es decir, hasta primeros de junio. O sea que después de dos días en Trujillo y cuatro en San Marcial, al fin puedo volver al trabajo y seguir con la tarea que me impuse a principios de enero. En primer lugar, quiero terminar la conferencia que versa sobre la afición de Hemingway a los toros, para luego seguir con la novela que tengo entre manos, pero que tampoco urge demasiado en ponerle fin por la sencilla razón de que el próximo otoño se publicará, Dios mediante, la que ya entregué el año pasado, una que se titula “Misterio en el museo”.
Pues bien, después de leer “The sun also rises”, aunque no es definitiva para escribir la conferencia sobre Hemingway, he vuelto a dar un repaso a “París era una fiesta”, y, como novedad, el sentimiento de rabia experimentado durante las primeras lecturas de hace unos años se ha convertido, como por arte de sortilegio, en una pura diversión de mucha risa al ver de nuevo cómo el cabronazo de Hemingway se muestra tan lleno de resentimiento y de odio hacia los que incondicionalmente fueron sus amigos, estuvieran muertos o no, pero sobre todo si eran escritores y sus carreras por aquel tiempo iban más avanzadas y exitosas que la suya.–eéxitos  
Porque “París era una fiesta”, como la mayoría de sus libros, fue escrita para burla y escarnio de algunos de sus amigos y conocidos, sobre todo de escritores cuyos éxitos literarios y económicos eran demasiado evidentes para que el ego de su autor, comparable en sus dimensiones a un continente, lo pudiera tolerar así por las buenas y como si tal cosa.
Y eso que “París” es un libro que Hemingway escribió en 1958, casi al final de su vida, y que trata sobre hechos que ocurrieron treinta y cinco años atrás, cuando él, a pleno pulmón, disfrutaba la veintena. Quiero decir que lo escribió con la distancia suficiente como para dejarse llevar por cierta comprensión y benevolencia. Sin embargo, el muy hijo de su madre, como si la rabia aún le rezumara entre los colmillos, entró a matar sin compasión alguna, disparando con su Springfield automático a todo lo que se movía a su alrededor, y si no que se lo digan a John Dos Passos y a Fitzgerald, dos de las personas que más lo quisieron y ayudaron y que más balazos en forma de insultos y desprecios  recibieron de su parte.
Pero he de reconocer que uno de los capítulos más malintencionado, comparable al que trata sobre Fitzgerald, es el que dedica a Ernest Walsh, un poeta de Detroit, tuberculoso desde la adolescencia, pero que tuvo la osadía de participar como piloto de combate en la Gran Guerra, cayendo herido heroicamente y siendo además un escritor de cierto éxito entre el público femenino, circunstancias que Hemingway no consentía que se dieran en ningún otro ser humano que no fuera él.
El capítulo, desde luego, no tiene desperdicio, reflejando a las claras la maldad perversa del escritor, pero tan destructivo resulta que llega a parecer de lo más gracioso y divertido. Por ejemplo, cuando va Hemingway y, sin encomendarse a nadie, compara al poeta Walsh con las putas de Kansas City, que según él curan su tisis a base de tragar grandes cantidades de esperma.
También escribe Hemingway acerca de sí mismo algo así como que le jodía mucho que le hablaran de su obra a la cara, como tuvo la osadía de hacer Ernest Walsh, y por eso escribe literalmente y hasta con rabia acerca de la tisis del poeta: “y le miré y vi su expresión de marcado para la muerte y pensé: podrido, que quieres pudrirme con tus embustes”.
Pero es que, además, Hemingway también llama chulo de putas a Walsh porque éste quiere darle un premio literario de mil dólares por la brillante trayectoria de su carrera, que este es el quid de la cuestión, aunque Walsh le pide a cambio que comparta el dinero con él. Al parecer, el poeta estaba arruinado y necesitaba como fuese una buena inyección de pecunio crujiente y cuanto antes mejor. Nos dice Hemingway que la escena se desarrolla durante un almuerzo en un restaurante situado por los alrededores del bulevar de Saint Michael, un almuerzo donde los dos escritores, mientras negocian las gabelas del premio, se atiborran de ostras, turnedós con salsa bearnesa, y cuya factura, como es natural, paga religiosamente el poeta Walsh con los últimos francos que supuestamente le quedan en el bolsillo. Y es que hubo una época en que se decía de Hemingway que era incapaz de invitar a nadie a un café, por mucho que la oportunidad surgiese y fuera de recibo.
Pero yo también tengo derecho a ser malo, muy malo, por eso digo que para mí el joven Hemingway rechazó el negocio porque Walsh se quería llevar más dinero de la cuenta, digo yo que dejándole a él tan sólo con la gloria del premio. Y yo pienso, reconozco que con mucha maldad, que ahí estuvo seguramente el busilis de la trama; porque  no me creo, maldita sea, la historia que cuenta Hemingway en su libro. No me la creo de ningún modo. Desde mi punto de vista, el fraude no estuvo en la pretensión de Walsh de repartir el dinero, algo natural si lo necesitaba con urgencia, sino en que se tratara de conceder un premio a un escritor que sólo había publicado un libro de cuentos. Y es que el premio, como digo, se daba por la trayectoria de una carrera literaria en su conjunto. De modo que el asunto del reparto del dinero, en mi opinión, resulta baladí desde el punto de vista moral, pero absolutamente capital para las partes contendientes en el affaire.
Hemingway es un mentiroso compulsivo que nos vuelve a engañar en esta historia del poeta Walsh, lo mismo que nos engaña con la del pene de Fitzgerald, que hay que tener malas entrañas para decir lo que dice del pene de uno de sus más enérgicos valedores ante la opinión pública. Desde luego, este libro de Hemingway, “París era una fiesta”, es un retablo de maldades contra sus mejores amigos y también contra otras personas que lo quisieron ayudar y de hecho lo ayudaron sin esperar nada a cambio. En resumen, Hemingway utilizaba con quienes lo querían de verdad, familia incluida, una daga afilada que ocultaba bajo el musgo de la charca de Millwater, como habría escrito el gran Walter Mosley, uno de los grandes escritores americanos de novela policiaca.
No obstante, he de reconocer que, en mi opinión, “París” es el libro más interesante y apetitoso de Hemingway. Una pena, a todas luces, que el muy hijo de perra no escribiera otro libro igual acerca, por ejemplo, de su paso por Madrid durante los años de la Guerra Civil. Habría sido, sin duda, por mucha bazofia que hubiera metido, un libro impagable, si bien a este respecto prefirió novelar, como ustedes ya saben, las aventuras bélicas de un típico héroe americano y de una pandilla de gitanos jacarandosos que defendían la sierra de Madrid, dejándonos en herencia una novela más de las llamadas del Oeste, “Por quién doblan las campanas”, muy parecida a las de Zane Grey y a las de Marcial Lafuente Estefanía, tratándose además de una historia plagiada y por cuyo plagio tuvo que pagar, según acuerdo entre las partes, la cantidad de sesenta mil dólares del ala, aunque no sería de extrañar que nos hubiera mentido y  la indemnización subiera bastante más de la que nos dijo. Hasta la semana que viene.