Vistas de página en total

17 de marzo de 2015

NELSON ALGREN



Mi encuentro con el señor Algren tuvo lugar en un bar de Detroit, un bar decorado con una exageración de madera falsa, tan falsa como horrible era la calle donde estaba situado: la avenida Detroit, más propia de un polígono industrial que de una ciudad moderna. Claro que Detroit ya ni es una ciudad moderna ni mucho menos antigua, sino todo lo contrario. Quiero decir que sólo es el recuerdo de lo que fue y una promesa de lo que jamás volverá a ser.
Hasta los clientes del bar parecían aún más fantasmales que el propio Algren, que ese sí que era un fantasma de lo más profesional, ya que murió en Long Island a principios de los ochenta, si mal no recuerdo. Dicen que, cuando mueren, todos los americanos que han sido buenos y ricos van a Long Island. Pues bien, Algren ya estaba instalado allí cuando murió, supongo que en una de esas mansiones para millonarios que salen en las películas. Creo que Ring Lardner y Scott Fitzgerald vivieron no muy lejos de la casa de Algren, aunque algunos años antes. Tal vez como unos cuarenta o cincuenta de diferencia. Sin embargo, como la cosa se dirime pacíficamente entre muertos y, según cuentan, para ellos no existe el tiempo, se podría decir que los tres no sólo fueron vecinos bien avenidos, sino que lo son ahora y se llevan como hermanos, que no es tampoco garantía de nada.
Eran las ocho de una mañana lluviosa. Nelson Algren es un tipo algo más alto que yo, y, lo que es imperdonable, mucho más joven y rico. Por experiencia sé muy bien que los muertos escogen para manifestarse el aspecto que más les favoreció en vida. Y Nelson Algren no ha sido ninguna excepción a la regla. Pues bien, se trata de un tipo de unos cuarenta años, delgado y fibroso, con un rostro algo rubicundo de piel, haciendo juego con su pelo. Además transpira no sólo juventud sino una serenidad envidiable. En realidad es uno de esos tipos viriles que tanto gustan a las mujeres, aunque con un halo de ingenuidad en su mirada neblinosa de miope. Sólo las gafas le atemperan ligeramente la rudeza y le otorgan el aspecto del gran escritor que siempre ha sido. A decir verdad no me extraña en absoluto que una mujer tan exigente en todos los ámbitos como Simone de Beauvoir se enamorara perdidamente de él.
--¿No me irá a preguntar por mi relación con Simone? No sabe usted cómo me decepcionaría.
--Entonces, dejemos las decepciones para el final. ¿Le apetece un café con leche?
--Prefiero un whisky, si no le importa.
--No le parece demasiado temprano para empezar la fiesta.
--Esta copa no es la primera del día, sino la última de la noche. Hay una gran diferencia.
--Se me parece usted a varios de sus personajes.
--Es que ahora soy todos ellos. El alma de un escritor muerto se funde con las almas de los personajes que llegó a crear en vida. Ahora mismo puedo ser el que más le apetezca que sea. Ese es el motivo de que después de morir me haya ido a vivir a los barrios bajos de Nueva Orleans.
--Creí que vivía en Long Island.
--El que vive en Long Island es el relamido de Fitzgerald. No sé si sabrá que nada más morir se convirtió en Jack Gatsby y, según me han contado, todos los sábados celebra una gran fiesta en los jardines de su mansión. Ahora está esperando a que se muera Mia Farrow para ser completamente feliz.
--¿Qué tienen de atractivo los barrios bajos de Nueva Orleans para que se haya decidido vivir allí?
--La música negra, claro está. Y le juro que también soy exageradamente feliz entre macarras, soplones, prostitutas, timadores, proxenetas, borrachos, drogadictos, tahúres, pederastas, camellos y músicos de jazz. Al fin y al cabo, es la clase de mundo en que viví desde que mi madre me parió, un mundo que luego yo forjé en mis novelas. Le juro que no sabría ser feliz en otro lugar ni con otra gente.
--¿Entonces, qué hacemos en Detroit?
--Detroit es mi ciudad natal y lo he citado aquí porque quería echarle un vistazo por ver más que nada cómo ha quedado después de la quiebra del 2007.
--¿Y que le ha parecido?
--Que por fin ha adquirido un aspecto magnífico. Lo cierto es que siempre fue una ciudad de una fealdad incomparable, pero esta quiebra providencial y esta soledad consecuente han hecho de ella una ciudad bellísima, surrealista, maravillosamente fantasmal. Le confieso que paseando por sus calles vacías casi me encuentro como en casa, aunque le puedo asegurar por experiencia que en el Otro Mundo existen ciudades más pobladas y, por lo tanto, menos fantasmales que ésta.
--Sin embargo, usted prefiere Nueva Orleans.
--Cómo no voy a preferirla. Nueva Orleans es la ciudad del mundo cuyos bajos fondos son estéticamente de una belleza incomparable y, por supuesto, tan inmorales como los de cualquiera. Tenga en cuenta que a esta pequeña comunidad de marginados y delincuentes, casi todos ellos de una vocación a prueba de bomba, les acompaña como música de fondo el mejor repertorio de blues y de jazz que pueda sonar en el Universo. Le aseguro que Nueva Orleans, cuando se echa la noche sobre sus tejados, se convierte en una ciudad teñida por el color violeta de sus bares, surgiendo de sus entrañas todo un océano variadísimo de personajes, tipos a cual más diferente de todo modelo humano que pueda imaginar.
--Pensé que usted era un escritor políticamente comprometido y que escribía sobre estos barrios marginales por llevar a cabo una crítica social. 
--Al principio así fue, incluso me afilié al Partido Comunista, pero enseguida me di cuenta de la estafa de esta ideología, castradora hasta la barbarie de cualquier clase de libertad. Así que mi idea sobre el mundo empezó a variar desde la política a la estética. En realidad, fui sincero conmigo mismo y me di cuenta de que el mundo me gustaba tal como era. Pienso que el mundo debe ser variado, ecléctico, un lugar donde puedan tener cabida todos los colores del arco iris. Lo mismo debería ocurrir en la literatura. ¿Se imagina usted si todos los escritores escribieran como Proust y sus temas rebosaran de duquesas de Guermantes, paseos por los Campos Elíseos, cortesanas carísimas como Odette de Crezy, noches parisinas en el Teatro de la Ópera, actuaciones de la Berma, dandis como el marqués de Charlus y, sobre todo, una taza de té con la magdalena del cuento? La literatura no puede ser prisionera ni del romanticismo ni del realismo ni del naturalismo ni de cualquier otro istmo que a usted se le antoje. La literatura tiene que hacerse cargo, con más o menos acierto, de todos y cada uno de los ambientes de este mundo, desde los más bajos, sucios y rastreros, como se dan en  mi obra, hasta la estética más aristocrática y de buen gusto, como en La Recherche de Marcel Proust, por otro lado la obra más sublime y el mejor escritor de todos los tiempos, si es que en algo vale mi opinión. Sin embargo, amigo mío, tanto si describimos  un ambiente como otro, en el fondo terminamos reflejando tragedias y pecados idénticos. La diferencia que hay entre seres humanos digamos que es puramente estética, ya que en sus corazones anida siempre la misma virtud e idéntica miseria.
--No obstante, en mi opinión, se pasó usted de la raya en esa novela que tituló “Un paseo por el lado salvaje”. ¿No le parece? Demasiada suciedad y sin un claro donde el lector pueda aliviarse, descansar y desprenderse de la porquería que le han volcado encima. Además, todo el mundo dice de esta novela que lo salvaje radica principalmente en su estructura narrativa, ya que los personajes surgen y desaparecen como por encanto o a su libre albedrío, como si usted se fuera inventando la historia según la escribe.
--Mi novela transcurre como si fuera la vida misma. Tenga en cuenta que los acontecimientos de nuestra existencia sólo están ordenados en el tiempo, pero los personajes que intervienen van y vienen, entran y salen, sin otra razón que sus propios intereses o los nuestros. La mayoría de los personajes con los que compartimos la vida no tienen la obligación de perpetuarse a nuestro lado y la mayoría suele evaporarse sin dejar su nueva dirección. De modo que si esta novela no cumple el requisito de tener una trama más o menos lógica, sí al menos se asemeja con más exactitud a lo que en realidad es el normal transcurrir de la vida. Sin contar, naturalmente, con la infinita variedad de imágenes que sugiere, desde las más románticas a las más escatológicas. Se podría decir que esa novela, "Un paseo por el lado salvaje", es una novela concebida puramente en imágenes, y así es como hay que leerla. Yo creo que Dmitrik perdió una gran oportunidad de hacer una magnífica película.  
--Es verdad, la novela fue llevada al cine por Edward Dmitrik con el título en español de “La gata negra”. ¿Entonces, no le gustó la adaptación cinematográfica?
--John Fante, que fue el guionista, me llamó para decirme que la historia, tal como yo la había escrito, era imposible llevarla a la pantalla. De modo que se limitó a utilizar ciertos personajes, inventarse otros nuevos y con ese material construir una trama más o menos lógica, aunque inexistente en la novela. De modo que si analizamos la película como una obra independiente, se la podría considerar como de un acabado aceptable. Pero no me gustó que confiriese a los bajos fondos de la vieja Nueva Orleans un barniz de buen tono, casi aristocrático, y sin un ápice de esa estética barriobajera, chillona y de mal gusto con que están teñidos los personajes y los ambientes que yo inventé. Fíjese que hasta el mismísimo Oliver, un chulo de metro y medio, feo y repugnante, aparece en la cinta vestido de smoking y con la facha de un galán de Hollywood. En mi opinión, la película  podría estar rodada tanto en el mismo balneario de Marienbad como en un club nocturno de Baden Baden. En cualquier lugar menos en Nueva Orleans. Creo que Dmitrik tiró a la basura un montón de imágenes magníficas que le novela le puso en bandeja. Una pena.
Nelson Algren se marchó sin querer responder a las preguntas que le formulé acerca de otra de sus novelas más famosas, “El hombre del brazo de oro”, ni tampoco quiso decir ni media sobre sus relaciones amorosas con Simone de Beauvoir, una mujer de mucha exigencia, según el decir de los que la trataron. No obstante, me prometió concederme otra entrevista en cualquier otro siglo, adelantándome que hablaremos de lo que me venga en gana, incluso de la voracidad de su famosa amante francesa. La verdad es que Algren despareció de mi vista como la mayoría de sus personajes novelescos, es decir, casi a la mitad de nuestra conversación, dejándome con la palabra en la los labios. Algo así como a la francesa.