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15 de abril de 2015

J.D.SALINGER




El señor Salinger y yo estábamos citados en la cafetería del Hotel Biltmore de Nueva York, pero la primera condición que me puso para ser entrevistado fue que no hablaríamos de “El guardián entre el centeno”. Por teléfono tenía una voz muy agradable. Yo le prometí que no le preguntaría nada acerca de su única novela y al final y muy a regañadientes aceptó verse conmigo en ese hotel tan significativo para él y para sus lectores. También me advirtió que nada comentaría acerca de su familia, esposas, novias, amantes, hijos, sobrinos y otras faunas por el estilo.
         Le di mi palabra a todo lo que me pidió, casi me hizo jurar sobre una Biblia, y así me prometió que nos veríamos en el Biltmore a las ocho de la tarde. También me dijo que tuviera preparada la cartera porque llegaría muerto de hambre y querría cenar. Naturalmente, acepté todas las condiciones que me impuso y empecé a pensar en cómo le entraría yo para que nuestra conversación fuera lo suficientemente digna de ser entregada a la imprenta.
Yo sabía muy bien que Salinger era una calcomanía de ese adolescente llamado Holden Caulfield, el personaje principal y narrador de “El guardián entre el centeno”. Aunque sin el encanto del personaje literario. Porque en el fondo, tanto el uno como el otro, son lo que se dice unos verdaderos misántropos. No he visto en la vida tanta correspondencia entre la personalidad de un autor y su creación literaria.
En mi opinión, creo que Salinger no pudo escribir otra novela porque le fue imposible exigirse a sí mismo un poco más de sinceridad. A Salinger, después de escribirla, no le quedó dentro ni un suspiro más de sinceridad. Había agotado el cupo. Y es que la sinceridad, desde mi punto de vista, es una virtud de lo más esencial para escribir. Yo diría, si me apuran, que imprescindible. Y yo creo que esa novela es una de las más sinceras que se hayan escrito jamás. Y, en consecuencia, es sin duda la que agotó la energía creativa de Salinger.
Cuando Holden Caulfield dice que a él le gustaría ser de mayor ese guardián entre el centeno que evita que los niños caigan por el precipicio, para mí está diciendo que su verdadera vocación es la de ángel de la guarda. Una vocación que obviamente se le truncó por unas circunstancias tozudamente adversas. Y si no pudo convertirse en ese ángel de la guarda, eligió como alternativa todo lo contrario. Es decir, se convirtió en un verdadero misántropo. Un ser malhumorado, gruñón y terriblemente celoso de su intimidad.
A Truman Capote le ocurrió algo parecido con “A sangre fría”.  También él quiso convertirse en el ángel de la guarda de los asesinos de los Klutter. Incluso llegó a insinuar que se enamoró de uno de ellos. Sin embargo, terminó deseando que los colgaran de una vez para poder acabar la jodida novela. Téngase en cuanta que las apelaciones de los abogados demoraron las ejecuciones así como unos seis años. “A sangre fría” fue la obra que, como un endriago, maligno y hambriento,  devoró las energías creativas de Truman Capote. Lo mismo que “El guardián” segó de raíz la carrera literaria de Salinger. Ambos trataron de escribir alguna cosa después de aquellos dos bombazos editoriales, pero lo que salió de sus plumas en ningún caso mereció la pena el esfuerzo.
El bar del Hotel Biltmore es de un lujo excesivo. Incluso yo diría que de un lujo cursi y de muy mal gusto. Claro que, como decía don Eugenio d´Ors, lo cursi abriga. Pero antes me gustaría aclarar que el Hotel Biltmore resulta que es el famoso Hotel Edmont de la novela de Salinger. Un hotel que tampoco corresponde a la humildad que el autor refleja en el libro. Sobre todo en el capítulo en que un botones se convierte en proxeneta timador y sacude de lo lindo al pobre Holden. Pero estas disonancias ocurren siempre que los lectores se vuelven prolijos en sus investigaciones literarias. Ningún lector debería ir más allá de la historia que cuenta el autor. Al menos yo no lo recomiendo.
Cuando apareció Salinger por la puerta del bar, lo primero que hizo fue pararse y mirar detenidamente a su alrededor. Los demás muertos que estaban en la barra tomando copas se le quedaron mirando. Ellos sabían de sobra quién era aquella figura alta y de pelo negro que acababa de entrar. Los vivos fueron incapaces de reconocer a aquel señor tan elegante. Así que le hice una seña con la mano para que me viera. Después él se acercó como regodeándose en cada paso que daba. Aparentaba unos cuarenta años. Casi todos los muertos con quienes hablo aparentan alrededor de los cuarenta años. Las muertas en cambio no suelen ir más allá de los veinte o los veinticinco. Son los privilegios que conceden en el Otro Mundo.
--¿Le gusta este hotel? –le pregunté de sopetón, como el que no quiere la cosa.
--No me gusta en absoluto –me contestó, imprimiendo a sus palabras y a sus gestos la máxima seriedad. Yo creo que empezó a olerse la encerrona que le tenía preparada--. Y no me gusta porque aborrezco el lujo.
--Tiene usted razón. Este hotel me parece demasiado lujoso. Tan lujoso que resulta difícil imaginar que un proxeneta pueda trabajar en él. ¿No le parece?
--Es posible que un proxeneta como el de mi novela no cuadre con el lujo de este hotel. Sin embargo, todo el mundo sabe que los proxenetas se camuflan como los camaleones. Le aseguro que en cuanto chasque los dedos aparece como una media docena de ellos. Por cierto me gustaría  tomar un coctel antes de cenar. ¿Le importa?
--En absoluto. Pida lo que quiera.
--Camarero, por favor, ¿sería tan amable de prepararme un negroni?
Me estuvo hablando del negroni durante más de una hora. La verdad es que se enfrascó en una disquisición acerca de las bondades de los cócteles. También me contó que en vida nunca le gustó beber más alcohol de lo puramente medicinal. Un resquicio por donde pude colarme y volver a lo que allí me había llevado.
--Para ser usted un hombre que se bebía su propia orina, sabe mucho de cócteles.
--He aprendido  la ciencia de los cócteles después de muerto. En el otro mundo sirven unos cócteles excelentes. Los hay de todas las clases que usted pueda imaginar. Y en cuanto a lo otro, recuerdo que hubo como una docena de periodistas que fueron diciéndole a todo el mundo que yo me bebía min propia orina. Por el amor de Dios.
--¿No es cierto?
--Pues claro que es cierto, pero lo hacía cuando enfermaba y por una razón terapéutica. Maldita sea. El problema es el analfabetismo de la gente y su adicción a los medicamentos y a toda clase de drogas. Es una máxima de la medicina antigua que aquello que nos enferma también nos puede curar. Y si en la orina van disueltos esos mismos gérmenes o esos principios activos que nos han enfermado, aunque ya muy desactivados, al ingerirlos tienen la propiedad de sanarnos. Cualquier ser vivo de la naturaleza, orgánico o inorgánico, encierra una dualidad en sí mismo. Esa es la teoría. De ahí a que a mí me gustase beberme la orina como refresco va un abismo intergaláctico. ¿No le parece? Por favor, cambie de tema.
--¿Le gusta la música de John Lennon?
--Ya sé por qué me hace esa pregunta. Es usted muy listo. Sin embargo, le voy a contestar a pesar de ir en contra de mis principios. La música de John Lennon me aburre más que cualquier otra música de este mundo. Odio la música de John Lennon sobre todas la cosas. Aunque mucho más que su música, odio las letras de sus canciones. Sobre todo la de “Imagine”. No recuerdo una letra más falsa que la de esa canción. El mundo es un infierno, amigo mío, y todos esos violines que suenan para auspiciar un mundo mejor deberían enmudecer al instante. A decir verdad, detrás de cada uno de ellos sólo hay falsedad y negocio. ¿Alguien ha calculado el dinero que Lennon ganó con esa canción?
--No lo sé, pero usted se ha desviado a propósito de lo que yo quería que comentase. Me refiero a que el asesino de Lennon, Frank David Chapman, llevaba consigo su novela en el momento de matarlo.
--Ya sé que hay gente que quiere cargarme ese muerto. Pero tenga en cuenta que de los casi doscientos millones de ejemplares que se han vendido desde que apareció mi novela, solamente han podido colgarme el caso de Lennon. Si lo llego a saber escribo otra con el mismo tema para mejorar esos números.
--También dicen que la actitud de su protagonista estimula a los jóvenes al consumo de tabaco y de alcohol y también a frecuentar prostitutas. Y, para colmo de males, piensan que les empuja a faltar a clase y a no pegar ni clavo en los estudios.
--Espero que al pobre Holden no lo culpen también del ataque a las Torres Gemelas. Le aseguro que si los imbéciles volaran no volveríamos a ver el sol. Holden Caulfield sólo es un adolescente, asustado por la vida y afectado por la muerte de un hermano, que tiembla ante tanta estupidez como se le viene encima. Igual que yo temblaba cuando estaba vivo. Y aquí hemos terminado todo lo referente a “El guardián entre el centeno”. Recuerde su promesa de no tocar este tema.
--Cambiemos el tercio pues --le dije. Tendrían que haberle visto el careto que se le puso al muerto--. Usted se hizo amigo de Hemingway en aquel París recién liberado de 1944. ¿Mantuvieron la amistad  hasta el final?
--Prácticamente, después de la publicación de mi novela no frecuenté la amistad de casi nadie. Y mucho menos la de Hemingway, un auténtico fanfarrón, un bebedor sin ninguna clase de límites, además de violento y camorrista. Un tipo de lo más peligroso cuando estaba borracho. Hablaba como si la liberación de París la hubiera llevado a cabo él solito. Y para colmo de males, me ha parecido siempre que es un escritor bastante mediocre. En mi opinión, no creo que haya una novela más falsa que “Adiós a las armas”. Yo lo conocí en París y lo cierto es que salí algunas noches con él y también con Robert Capa, el fotógrafo, pero me fue físicamente imposible, también anímicamente, seguir el ritmo alcohólico de esos dos personajes. Y Capa no era un mal tipo, se lo aseguro, pero estaba demasiado amargado por la muerte de una chica en la guerra civil española.
Salinger y yo cenamos apaciblemente en el restaurante del hotel. Me habló de lo bien que se lo pasaba en el Más Allá, asegurándome que tiene las mismas costumbres de cuando estaba vivo. Es decir, apenas sale de casa y escribe todo lo que le da la gana. Pero que su mayor gozo es que ya no siente el reúma y no le duele nada y está como una rosa. O sea que ya no necesita los lingotazos de orina ni nada parecido. También me dijo que no echaba de menos a nadie y que morirse había sido lo mejor que le había sucedido en la vida. Al final me pidió que le llamara Jerome. Y es que los negroni son de efecto retardado.