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28 de agosto de 2015

TRUMAN CAPOTE


Diario, 24 de agosto

¿Y dice usted que a Hemingway no le gustaban los cuentos de O. Henry? La verdad es que no me extraña en absoluto. Ese tipo siempre fue un verdadero animal de tiro. Habría desarrollado un trabajo genial delante de una carreta. Creerá que un día se atrevió a decir de mí que era la reina de los retretes. El muy cretino. No es que me importe demasiado, ya que los insultos afectan según de qué gente provengan, y para mí, Hemingway, es uno de los peores escritores de la literatura americana, además de una mala persona, casi tan ruin como Gore Vidal. No es que uno sea el mejor tipo del mundo, ni mucho menos, ya que de mí se ha dicho que escribía mojando la pluma en veneno, algo  absolutamente cierto, pero mi prosa llegó a adquirir una calidad literaria que esos dos chupatintas jamás llegaron a conseguir ¿Ha leído “A sangre fría”? Desde mi punto de vista, aunque resulte sin duda un punto de vista algo parcial, le diré que es la novela más perfecta que jamás se haya escrito. Por lo menos está a la altura de cualquiera de las de Flaubert. ¿Le resulta exagerada la comparación? Puede ser, pero no creo que esa novela haya sido superada por ninguna otra hasta la fecha. Y en lo que se refiere a mis cuentos, le diré que casi todos están en la línea marcada por O. Henry. ¿No se ha fijado? Me refiero a que la mayoría suelen acabar con uno de esos finales sorprendentes que tanto le gustaban al maestro. En la actualidad, tan sólo los relatos de Roald Dahl, ¿los ha leído?, pueden compararse tanto a los de O. Henry como a los míos. Naturalmente, también los de Raymond Carver brillan a gran altura, pero sus finales no se parecen a los nuestros. Quiero decir que son tan planos como canchas de baloncesto, aunque he de reconocer que tienen su buena carga de profundidad y arrastran toda clase de sinsabores humanos.
Por cierto, ¿sabe usted que Roald Dahl se casó con Patricia Neal. Sí en efecto. Una extraña pareja si bien se mira. En mi opinión, ella y Geraldine Page han sido las dos actrices más grandes de Hollywood. No tenga ninguna duda. Otra cosa es lo que hayan dicho esos analfabetos de productores que manejan los hilos de la industria. A Patricia la conocí en el rodaje de “Desayuno con diamantes”, una verdadera pécora fuera del plató, pero sublime cuando se olvidaba de sí misma y se ponía delante de una cámara. ¿La ha vito usted en “El Manantial”? ¿No le pareció una verdadera diosa? Hasta Gary Cooper queda difuminado en la pantalla cuando ella aparece. Desde luego, en el caso de “Desayuno con diamantes”, su presencia es lo único que salva un poco la película. Todo lo demás es una pura patraña. Maldita sea, ¿pero cómo es posible que para el papel de Holly Golightly eligieran a una pánfila como Audrey Hepburn? ¿Me pregunto cómo se les pudo ocurrir semejante sacrilegio? Se lo dije a Blake Edwards cuando me enteré del reparto. Por mi madre, Blaky, ¿es que no te das cuenta de que Holly es una puta? ¿Y quién con dos dedos de frente puede asociar a cualquiera de las Hepburn con una puta? Así se lo solté, sin  más preámbulos. Entonces Blaky me preguntó a qué actriz habría elegido yo para ese papel. Naturalmente, le contesté que a Marilyn Monroe, sin ninguna duda. Naturalmente, él me contestó que prefería que le saliera un enorme absceso en el culo antes que trabajar con ella. O sea que la suerte ya estaba echada y así salió el engendro que salió. ¿Se acuerda del final de la película? Me refiero a la escena del gatito perdido. En mi vida he visto una cosa tan edulcorada y lacrimógena. Se trata sin duda de una secuencia rodada para señoras con la única misión en la vida de comer tortitas con sirope. Nada que ver con mi novela.
Oh, no, ahora no quiero hablar de “A sangre fría”. Bueno, ni ahora ni nunca. Creo que ya he dicho lo suficiente acerca de esa novela. Le confieso que para mí es muy doloroso volver sobre aquellos sucesos. Excuso decirle que después de seis años de trabajo durísimo por mi parte, necesité otro año más para recuperarme físicamente, porque en cuanto a mi espíritu le juro que sólo después de muerto he logrado superarlo. Aquella experiencia me dejó el alma marcada para siempre, como con un hierro al rojo vivo. Eso sí, con la novela gané unos cinco millones de dólares después de impuestos, además de un considerable prestigio mundial. Y sí, en efecto, la cosa me dio para organizar aquella fiesta en el Plaza. La fiesta del siglo, como muchos la han considerado. Y le aseguro que si al principio fue un título excesivamente pretencioso, a estas alturas de la historia me parece de una exactitud fuera de toda duda. Como bien sabe, la fiesta la organicé en honor de Katharine Graham, la dueña del “The Washington Post”, aunque ya sabemos que lo de Kate fue meramente una excusa para disimular mi verdadera intención, es decir, homenajearme a mí mismo. ¿Qué mejor motivo podía haber? Al fin y al cabo la fiesta me salió, en números redondos, por cien mil dólares de aquella época. Y le aseguro que de la factura no pude desgravar ni un jodido céntimo. Muchos dijeron todo lo contrario, pero no es verdad. De ninguna manera.
A tenor del éxito obtenido por “A sangre fría”, las revistas empezaron a pagarme unos veinte mil dólares por cada relato que les mandaba. Una exageración, es verdad, pero así es la vida. Y aunque tenía dinero para gastar a manos llenas, que fue lo que hice, no podría decir que fuera rigurosamente rico. Siempre he dicho que si uno no tiene quinientos millones de dólares listos para gastar en cualquier momento, no puede atribuirse el apelativo de rico. Como mucho se podría decir que se tiene un buen pasar. No obstante, en lo que sí era exageradamente un verdadero privilegiado era en la cantidad de amistades que acumulé en poco tiempo. Lo cierto es que conocía a casi todo el mundo que merecía la pena conocerse. Digamos que cualquier restaurante de postín consideraba un honor que yo fuera uno de sus clientes habituales. Para mí y mis amigos siempre había una mesa reservada en el mejor sitio del mejor establecimiento de la ciudad. Reconozco que era un privilegiado.
Naturalmente, todo se vino abajo cuando la revista “Esquire” comenzó a publicar los capítulos de mi libro “Plegarias atendidas”. La verdad es que se preparó un escándalo de dimensiones estratosféricas. Ni se imagina usted la tinta que se vertió por todo aquel terremoto que provoqué. A parte del río de lágrimas que corrió por el caudal millonario de la Quinta Avenida. Pues bien, como suele suceder, unos estuvieron a mi favor y otros en contra. Pero lo más trágico fue que mis mejores amigos me dieron la espalda, no comprendieron mis verdaderas intenciones y, desde ese mismo momento, me condenaron a un ostracismo total. Sin duda, la pérdida que más sentí fue la de mi amiga Babe Paley, una delicia de mujer, toda una señora, un verdadero ángel y, sin duda alguna, la elegancia personificada. Le juro que todo lo que venenosamente escribí contra su marido fue en el fondo para defenderla a ella. Sin embargo, prefirió preservar el honor familiar a seguir con nuestra amistad. Nunca más volvimos a ser amigos. Le juro que esa ruptura me abrió un verdadero cráter en en mi alma. Aún llevo esa herida en este corazón de muerto que tengo. También me afectó considerablemente que Slim Keith dejara de hablarme y tirara nuestra amistad al cubo de la basura. Slim fue durante muchos años mi mejor cómplice en materia de cotilleos de alto calado. Además era una de las mujeres más interesantes y hermosas de Nueva York, tan elegante como Babe y con uno de esos pasados que harían las delicias de cualquier biógrafo. Bueno, no tan interesante como el de Anne Woodward, claro está, una de las señoras que, además de Jackie y Lee, las hermanas Bouvier, salen más perjudicadas en el libro. Incluso le llamo asesina casi con todas las letras, porque si bien fue considerada inocente por la justicia americana, no tengo ninguna duda de que ella matara a su marido no por error, como alegó en el juicio, sino con nocturnidad, premeditación y alevosía. La verdad es que quise vengarme de ella porque una vez, creo que fue veraneando en Baden Baden, se atrevió, delante de todo el mundo, a llamarme nada menos que marica. Y le aseguro, amigo mío, que yo no soy ningún marica, sino maricón, con todas las letras, que es cosa muy distinta.
El caso es que desde la publicación de esos capítulos de “Plegarias atendidas”, sobre todo a causa del que se titula “La Côte Basque”, empecé a recibir presiones muy fuertes por parte de todo el mundo y, por supuesto, a sufrir toda clase de decepciones, como fueron los casos de Babe y de Slim. Esa fue la razón de que uno intensificara la ingesta de alcohol y de toda clase de estupefacientes, marihuana, cocaína y por ahí todo seguido hasta el agotamiento final. ¿Sabe usted que expiré en los brazos de Joanne Carson, en su casa de Palm Spring? Joanne era muy amiga mía. De las pocas personas que al final me fueron fieles. Un encanto de mujer y un ejemplar excelente de ser humano.



17 de agosto de 2015


El GATOPARDO
Diario 17 de agosto de 2015


Ayer fue mi cumpleaños. Tuvimos cena y baile. Notables ausencias y memorables presencias. Miro los escotes femeninos y ni un atisbo de lujuria. Echo de menos algunas felicitaciones, sobre todo la de Dora Malengo. ¿Dónde estás querida Dora? No tengo más remedio que bailar “Cachita” con Mrs. Robinson. Un par de copas de champán. Tal vez, cuatro. Más tarde, en la cama, sobre las tres y media, me duelen las piernas. Pienso en el Ibuprofeno efervescente, pero me da pereza levantarme. Tardo en dormirme. Doy vueltas y vueltas. Al final he debido dormir algo así como unas cuatro horas. No sabría decirles.
Me levanto a las nueve en punto. Hace frío. Actividad habitual para un estado imperfecto de revista. A las diez, en mi cuarto de trabajo, comienzo la jornada con la “Pavana para una infanta difunta”. Hay que tener mucho cuidado con la música que inaugura el nuevo día laboral. La Pavana es triste y pensada para un funeral, pero es como un bálsamo y el alma lo agradece. Predispone a la quietud de los sentidos y a ese estado emocional en que brotan las palabras.
Termino las correcciones de “La alegría de los días romanos”. Mañana iré a Zamora para encuadernar el manuscrito y solicitar la propiedad intelectual en la Delegación de la Consejería de Cultura.
Tengo un par de ideas para una nueva novela, pero no acabo de decidirme. Empiezo a padecer un terrible sarpullido de verdadera pereza. De momento prefiero aferrarme a este diario.
Leo a Proust con la parsimonia adecuada. La justa para que el principio de cada frase, al llegar a su término, no se me pierda en la memoria. Marcel pasa unos días con su abuela en el Grand Hotel de Balbec y, por fin, está a punto de conocer a Albertina, una de las muchachas en flor. Lo sé porque es la tercera vez que leo esta obra, la más hermosa de todas las novelas que jamás se hayan escrito. Algunos prefieren la obra de Kafka. Pero me inclino más por la exquisita y excesiva sensibilidad de Proust. La "Recherche” es la obra que prueba definitivamente a los buenos lectores. Les recomiendo, amigos míos, que la lean con el corazón, muy despacio, interiorizando el estado febril con que ha sido escrita. Mi consejo es que, antes de atreverse con ella, se ponga el alma en paz escuchando la ya citada “Pavana” o, mucho mejor, si se trata de la “Sonata en re menor” de Saint-Saëns. Resulta que detrás de la famosa “petite phrase” del imaginario Vinteuil, se encuentra esta sonata para violín y piano. Al menos es lo que dice Ghislan de Diesbach en su espléndida biografía del escritor. En cambio, otros conocedores de los secretos de “La Recherche” afirman que detrás del nombre imaginario de Vinteuil y su famosa sonata, se esconden los nombres de Debussy, César Franck y Gabriel Fauré.
Pues bien, dejemos a los eruditos en su elemento y vayamos a lo nuestro. Por ejemplo, ya se imaginarán que el consumo de las sobras de ayer ha resultado obligatorio en el almuerzo de hoy. Pero aclaremos la diferencia entre sobras y restos. Las sobras son los alimentos que quedaron en las fuentes; los restos, por el contrario, son los que los comensales, voluntariamente, han dejado en los platos. La ensaladilla estaba espléndida y primoroso el solomillo con ciruelas. Me decidí por un “San Román”, un excelente tinto de Toro.
La siesta del fauno. Más de una hora dormido en la butaca. Mientras, en la televisin ﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽visientado en la butaca, mienstras fuentes y los restos en los platos. Magnif tener mucho cuidado con la me levanto a ón, los animales se despedazan unos a otros. A mí esto de la naturaleza me parece un espectáculo excesivo y de lo más desagradable. No obstante, aprecio su potente efecto narcótico. Para que me entiendan, al único perro que soporto es al de “Las meninas”. Claro que me llevo mucho mejor con el de Picasso, que no es tan perro como lo pintan.
A las seis, disfruto de una gran película. Se trata de "El Gatopardo", adaptación de la novela de Lampedusa. Una obra maestra del inconmensurable Luchino Visconti. Puede que ustedes no estén de acuerdo pero, en mi opinión, Visconti es al cine lo que Wagner a la música. Sublime el personaje del príncipe Salinas, magníficamente interpretado por Burt Lancaster, tanto en su intempestiva iracundia como en la inteligencia de sus conjeturas políticas. Si no hubiera aceptado ese baile con la bellísima Cardinale, tal vez se le habría podido considerar como prototipo genuino del dandi. Cuántas reputaciones se han visto oscurecidas por sucumbir bajo tan imperdonable actividad. Sin embargo, hemos de juzgar como excelsa la forma de bailar ese vals por parte del actor americano. No me extraña que Visconti lo tuviera como uno de sus actores preferidos. En cambio, discrepo con el maestro en otra de sus preferencias: Helmut Berger. No lo soporto. Claro que es mucho más deprimente, en cuanto a la interpretación se refiere, resulta ese muchacho francés, Alain Delón, otro de sus iconos. No obstante, todos sabemos el intenso cariz sexual que solían impregnar las elecciones artísticas de Visconti. Por el contrario, estoy completamente de acuerdo en la elección de Dirk Bogarde interpretando el papel del profesor Aschembach en "Muerte en Venecia". Naturalmente, son opiniones muy personales que ustedes, si les parece, no tienen por qué tener en cuenta. Faltaría más.