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20 de noviembre de 2015

ESTÉTICA DEL CATARRO



Alguien tendría que escribir acerca de la estética de los catarros. Verdaderamente son demoledores. Acatarrarse es la manera más sencilla de convertirse en una especie de monstruo doméstico. Los ojos se congestionan, la nariz enrojece, el moquiteo que no cesa, la tos perruna y luego ese estornudar de manera inconstante, cuando menos te lo esperas. Para colmo, uno pone la televisión y sólo se ven fotografías de moritos, como si uno fuera André Gide y anduviera a la caza por el norte de África. Por cierto, nunca había oído cantar la Marsellesa con tanto ahínco y de manera tan descangallada como en estos días.
Los españoles, después de cuarenta años de terrorismo vasco, jamás hemos cantado nuestro himno nacional, por muchos muertos que hayamos enterrado. Claro que tampoco le han puesto letra a la cosa y con el “chunda chunda” no creo que resulte ni elegante ni patriótico. De cualquier manera los españoles no somos nada chovinistas, como los franceses, sino todo lo contrario. A los españoles lo que nos gusta es opinar. Aquí opinamos sobre todo lo que se mueve, ya sea divino o humano. De manera que ahora, con lo de París, el personal chapotea en el lodo y se emociona con el placer de emitir sonidos más o menos inteligibles. Y así podríamos permanecer en absurda perorata durante un par de eternidades. O más bien hasta que llegue el próximo acontecimiento y alguien cambie el decorado con total y absoluta naturalidad. El caso es tener algo sobre lo que poder iluminar al mundo y esparcir toda clase de opiniones a los cuatros puntos cardinales.
         Pero, si mal no recuerdo, hablábamos de la estética del catarro y de cómo enfrentarse a un estado corporal excesivamente incómodo. Téngase en cuenta que todo cambia en la mente del acatarrado, por lo menos en la mía, pues si ayer me paseaba lleno de salud por el camino de Swann, hoy me habría decidido, en caso de haber salido, por el de Guermantes. Y en cuanto a la lectura, les puedo asegurar que, si bien la semana pasada disfruté con la novela de Walter Mosley, de repente hoy me apetece, bajo un manantial de lágrimas y un torrente de estornudos, inmolarme en los brazos, largos y perezosos, de Virginia Woolf.
         Naturalmente, para leer a Virginia Woolf es obligatorio enfundarse la bata de seda. Uno no puede leer a esta señora tan exquisita vestido de cualquier manera y menos con un pijama de franela como el mío. No en vano se trata de una mujer exageradamente refinada, lo mismo que sus amigos del círculo de Bloomsbury, salvo Gerald Brenan, claro, que se vino a las Alpujarras a lomos de una mula y la mula le afeó el estilo hasta límites intolerables. De ese mismo grupo, tras la estela mágica de la Woolf, camina E. M. Forster, muy por delante de los demás. Si bien no debería olvidarme de Litton Strachey, el más inteligente de todos, pero su obra, en mi opinión, aunque brillante, es más bien escasa y su nombre ha quedado para lucir en anecdotarios de tertulia.
         Tampoco deberíamos olvidarnos de escoger el aperitivo más indicado para tratar el catarro lo más civilizadamente posible. Desde luego ningún catarro debería acabar con nuestra dignidad. Pico de la Mirandola, por ejemplo, escribió aquello tan famoso acerca de la dignidad del hombre mientras sufría un trancazo memorable. Sin embargo no dijo nada acerca de la bebida más adecuada para conllevar su estado con resignación, pero de haber podido escoger estoy seguro de que habría optado por una copa de oporto. El oporto es el vino más aristocrático de Occidente. Incluso está por encima del champán y el jerez en la escala de valores de cualquier alma sensible.
         Otro problema por resolver es la clase de comida que más le conviene a un catarroso como yo. No desde un punto de vista puramente medicinal, sino más bien estético. La estética, señores, es la mejor arma contra un terrorismo tan encarnizado como pueda ser un romadizo en toda regla. Para el terrorismo moruno ya tenemos los misiles americanos, los aviones ingleses y la mala leche de los rusos, de la que siempre hicieron gala. Además de la Marsellesa, claro. Sin embargo, para vencer lo que ahora me afecta más directamente al estado animo, es decir, para acabar en definitiva con este catarro que me asola, lo más apropiado es una buena sopa mediterránea: una bullabesa, por ejemplo, acompañada de un vino blanco de Alsacia. Sólo la dignidad y la estética pueden plantar cara a la barbarie.


17 de noviembre de 2015

SABADO 14 DE NOVIEMBRE



Esta mañana he padecido varios ataques de ansiedad acompañados de sudoración sofocante, náuseas y malestar general.
Duermo media hora, desde las doce y media hasta la una. Me despierto más entonado. Sigo leyendo “Betty la negra”, novela policiaca de Walter Mosley. Me gustan en general los escritores americanos. No son tan pretenciosos como los europeos. En mi opinión, Los Ángeles es la ciudad más literaria del mundo.
El portero me sube la correspondencia atrasada. En su mayoría son cartas del banco. Si esperase de ellas un cierto estilo literario las abriría con más diligencia.
Es muy probable que esta semana vaya al Thyssen para ver la exposición de Munch. Me pregunto si “El grito” no es el cuadro más feo de la historia de la pintura. Sin embargo, es la representación más fidedigna de una humanidad aterrorizada ante el espejo.
Me cuesta escribir más que nunca. Así que me refugio en estas líneas sin importancia.
Tomo el aperitivo en la terraza del Gijón, caña y pulga de ensaladilla, y después almuerzo en Casa Salvador. Lentejas estofadas y su famosa merluza. Té verde de postre. Tengo entendido que esta clase de té alcaliniza la sangre y evita por ende las enfermedades. No obstante me dicen que el mejor alcalinizador es el Bicarbonato de toda la vida. Deberíamos recuperar la sabiduría medicinal de los antiguos.
Doy una vuelta por la calle mayor, Mercado de San Miguel, Tirso de Molina, Plaza de Santa Ana y de paso entro en una de las librerías de la calle del Príncipe. Me desmoraliza el hecho de no encontrar ninguno de mis libros, algo habitual si exceptuamos las librerías de Espasa Calpe y, por supuesto, Amazón, que lo tiene casi todo.
Me sumerjo en los sótanos de El Corte Inglés, ese Vaticano de la Plaza del Callao para comprar una maquinilla y jabón de afeitar. Por diecinueve euros me llevo un “kit” barbero de lo más completo. Me dicen que eso del “kit” parece estar muy de moda entre los cursis.
Cuando salgo me fijo en que hay un cartel anunciando que Lorenzo Silva va a mostrar al mundo los entresijos de la cocina del escritor. Este hombre est ﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽erenzo Silva va a mostar al mundo los entresijos de la cocina del escritorbrerá en todas partes. Me pregunto si sus infinitas apariciones le deja tiempo para escribir. A no ser que tenga un negro.
Después de cenar veo por televisión “El crepúsculo de los dioses”, de Billy Wilder, que en mi opinión es la película más aburrida de toda su filmografía. Qué insulso parece William Holden al lado de Gloria Swanson. Desde luego su mejor escena es aquella en que aparece muerto en la piscina. Está de cine.
Una vez en la cama leo el diario de André Gide y me sorprende el desprecio que siente por Proust. En realidad le llama oportunista y manipulador. Claro que se debería tener en cuanta que Gide rechazó el primer manuscrito de la Recherche, un hecho que lo ha cubierto de gloria para la posteridad. De ahí que ese sentimiento de culpa se transforme inconscientemente en un odio solapado hacia Proust. Un mecanismo psicológico de lo más frecuente en los seres humanos. Sin embargo, el diario es magnífico, de los mejores que he leído. Hemos de reconocer que los escritores franceses tienen una magia especial para este género. También los ingleses. Lo digo sobre todo por el diario de Virginia Woolf, una verdadera obra maestra. Decido apagar la luz porque me oigo roncar mientras leo. Espero  no ser el único mortal que oiga sus propios ronquidos. 


2 de noviembre de 2015

JOHN O´BRIEN



Estaba en Los Ángeles cuando terminé de leer “Leaving Las Vegas”. En aquel momento me pareció una novela excepcional. Para mí que a su autor, John O´Brien, le gustó tanto mi buena disposición hacia él y su obra que se le ocurrió hacerme una visita inesperada. No se lo creerán pero lo encontré en el cuarto de baño de la habitación del hotel donde me hospedaba. Eran las cuatro de mañana y me había levantado a beber un poco de agua. La verdad, no sabía yo que los muertos mearan, pero les aseguro que el tío estaba echando una meada tan larga y cálida como la de cualquier persona viva, incluso con más elocuencia. Me dijo que me agradecía sinceramente que hubiera leído su novela y también que me esperaba al día siguiente en el Fígaro, un bistrot de la avenida Vernon, con el fin de invitarme a cenar y hablar largo y tendido. El tío me dejó helado. Al parecer se había enterado por alguna clase de magia de que yo podía hablar con los muertos y se dijo que sería reconfortante darse una vuelta por el mundo y comentar su obra con alguien que la apreciase tanto como yo. Casi no pude colocar una palabra, entre otras razones porque su aparición repentina me dejó paralizado, no sabía qué decirle, tan sólo me limité a asentir y a prometerle que no faltaría a la cita. No obstante, antes de irse, al muy cabrón sólo se le ocurrió burlarse de mi pijama. Dijo que era la primera vez que veía un pijama con tantas florecitas. Como pueden imaginarse, para volver a coger el sueño tuve que meterme un somnífero y así pude dormir las ocho horas que tengo por costumbre. Les juro que no me sentó nada bien tanta coña con mi pijama.
         El restaurante Fígaro es un local de mucha solera y claro sabor francés. Obviamente la cocina también es francesa y pensé que debía ser bastante buena porque estaba lleno de gente. John O´Brien ocupaba una mesa del fondo. Se había sentado en uno de esos divanes forrados de seda roja, muy al estilo de la Belle Époque. Ya no era el tipo seco y delgado y de apariencia con visos de degeneración física y mental. Nada de eso. John O´Brien era un joven elegante, moreno, con un traje gris bien cortado, camisa blanca y corbata amarilla. El pelo lo llevaba peinado como siempre, es decir, todo bien echado hacia atrás y con algo de tupé, al estilo juvenil de los años cincuenta. Me fije en que llevaba unos zapatos hechos a medida. Le pregunté y me dijo que se los acababa de comprar a John Lobb, el zapatero más famoso de Londres, quien en su tiempo de vivo solía calzar a la más alta aristocracia británica. Lo peor de todo es que tenía la voz más incorpórea que había oído yo en un muerto, como de aire comprimido. 
Quiero decir que John O´Brien ya no es el borracho que fue durante sus últimos años de vida, igual que el protagonista de la novela, creado por él a su imagen y semejanza. Naturalmente seguía luciendo la misma cara afilada de pájaro carpintero y su mirada inteligente y brillante, pero ya no traslucía ese halo oscuro y autodestructivo que en vida lo envolvió de manera siniestra hasta su muerte. Así se lo dije y me explicó que ese componente de autodestrucción le había acompañado a lo largo de toda su vida y que no pudo hacer nada por reprimirlo, poseyéndolo como un demonio hasta lograr de él un suicidio inevitable, nada menos que unos meses antes de cumplir los treinta y cuatro años de edad.
         Los dos cenamos lo mismo: caracoles a la borgoñona, tournedó Rossini y, como postre, lo mejor de la noche, es decir, una suculenta variedad de quesos franceses. Lo convencí de que los quesos, cuanto más fuertes y curados, necesitan para atemperar su fuerza un buen vino de Oporto. Así que pedimos un “vintage” de cuarenta años que había en la carta. Me aseguró que lo mejor de estar muerto es que uno bebe todo lo que se le antoja sin emborrarse más allá de lo razonable y sin causar lesiones a un hígado inexistente. De manera que después de las copas le entré en escorzo y le solté, sin unas gotas de cloroformo ni paliativo alguno, que el defecto principal de su novela es la excesiva cantidad de alcohol que baña buena parte de sus páginas. Me refiero a lo referente al personaje masculino y dipsómano, ya que tanta reiteración en el asunto de la bebida convierte a la novela en algo monótona, como si todas las situaciones fueran iguales. En cambio las páginas correspondientes a la joven Sera, la prostituta de las Vegas, son mucho más llevaderas por la sencilla razón de que la cosa del sexo, aunque alguien diga lo contrario, siempre interesa más que cualquier otra vaina que se escriba. Naturalmente, una vez que la prostituta y el suicida borracho se conocen y comienzan su historia de amor y de muerte, el ritmo narrativo se agiliza al máximo y el interés vuelve a tomar posesión del lector.
         Pues no crean ustedes que O´Brien estuvo de acuerdo con mi crítica. Tengan en cuenta que “Leaving Las Vegas” es su única novela publicada y él estaba muy orgulloso de ella y no hacía otra cosa que presumir y brindar por el éxito de crítica y ventas que había obtenido. La verdad es que su estilo literario es inmejorable y, a este respecto, sería justo reconocer que O´Brien nada tiene que envidiar a los escritores americanos más grandes. En mi opinión, desde ese punto de vista, la novela es simplemente magnífica. Se lo dije tratando de poner cara de hombre sincero y creo que el elogio fue capaz de calmarlo.
Claro que también le solté a bocajarro que la fama conquistada se la debía más bien a la adaptación cinematográfica de Mike Figgis y, sobre todo, al Oscar ganado merecidamente por Nicolas Cage, consiguiendo que tanto la novela como su autor se elevaran a gran altura y brillaran con luz propia en el cielo mundial de la fama
Bueno pues fue en ese momento cuando John O´Brien me confesó, con total serenidad y mucha distinción de muerto inteligente, que por desgracia esa fama no pudo disfrutarla en vida, ya que se le ocurrió descerrajarse un tiro en la cabeza justo antes de que se estrenara la cinta. También reconoció, mientras apuraba una copa de “oporto”, que yo llevaba razón al considerar a la película como la causa primera de que su novela y su nombre se conocieran en todo el mundo. Lo dijo con mucha paz en la mirada y por la mirada supe que sus demonios interiores ya no estaban con él y que la muerte lo había liberado y por fin había dejado de ser la víctima de sí mismo.