CON CÉSAR EN VÍA MARGUTTA
Martes, 13 de septiembre.
He llegado a Roma esta
mañana. El vuelo ha sido demasiado agitado para mis nervios. La aviación es la prueba fehaciente de que la humanidad no camina hacia la civilización. No obstante, una
vez en la terminal, comprobé que el orgullo estaba en su lugar y volví a
levantar la cabeza. Después de retirar la maleta de ese tiovivo que tanto marca
el destino de los hombres, llamé por teléfono a César. Me dijo que me esperaba
en su casa, vía Margutta, número 89. Así que tomé un taxi. Había nubes negras
en el cielo, pero la temperatura era muy agradable. Sin embargo, el tráfico
estaba imposible. Las motos pasaban a nuestro lado con la velocidad de las lágrimas
de san Lorenzo. Me acordé de la filosofía de Virilio y su estética de la desaparición.
Tardé
más de media hora en llegar desde el aeropuerto. Cesar me esperaba en bata, una
bata de seda roja, con su escudo de marqués bordado en el bolsillo de arriba. Nos
dimos un abrazo, cruzamos unas palabras y después me instaló en el dormitorio
de invitados, en la primera planta. El duerme en el piso de arriba. La verdad
es que me gustó la casa, señorial, en ese estilo aristocrático que a César le
es propio.
Después
nos fuimos al “Café Aragno” a tomar un vermut con aceitunas de Calabria. Me
dijo que ya había firmado sus artículos para ABC, o sea que ya no tenía nada
que hacer el resto del día. Luego me propuso que fuéramos a comer espaguetis al
restaurante “L´Archetto”. Acepté encantado. El “L´Archetto” está al lado de la
“Fontana di Trevi” y tienen una carta en la que caben hasta cien maneras de preparar
los espaguetis. Había mucha gente, pero a César lo conocían y nos dieron una
mesa en un rincón muy estratégico. César está muy delgado y en cuanto a la
comida es algo tiquismiquis. Pidió solamente unos “espaguetis a la napolitana”,
la receta más sencilla de la carta. En cambio yo me decidí por unos “espaguetis
con salchichas y berenjenas”, una delicia culinaria para un alma hambrienta. Eso
sí, la botella de Barolo nos la liquidamos responsablemente a la par, aunque
pienso que él tomó algo menos de vino que yo.
Parte
de la tarde la utilizamos para dar un buen paseo y visitar algunos lugares de
interés artístico. Si bien lo primero que hicimos fue entrar en una casa de
subastas. César quería hacerse con unos bibelots que adornaran, aún más, el
salón de su casa. La subasta se ha celebrado en la planta noble del “Palazzio
del Grillo”. Entre otras piezas, se hizo con unas figuritas de alabastro y
también con un biombo chino adornado con flores y figuras humanas de distintos
colores.
Después
nos hemos sentado en una terraza de la plaza de España. César estaba muy
contento con sus compras, pero también parecía agotado por la emoción. Y es que
las emociones a veces cansan tanto como una carrera de esas olímpicas.
Pedimos sendos “cappuccinos”. A nuestro alrededor había muchas vendedoras de
flores, casi tantas como joyerías.
Entonces,
de repente, cuando más ensimismado estaba, descubrí la lentitud. ¿Qué es la
lentitud? La lentitud es ver cómo Dora Malengo recorre el horizonte para
desaparecer finalmente, como un cometa luminoso, por vía Condotti. Después de
tanto tiempo sin saber de ella fue como una aparición mariana. Sin duda se ha
olvidado de mí porque prefiere a otro. Ese fue el primer pensamiento que
oscureció mi alma. No se lo comenté a César. Solamente le dije que ya sabía lo
que era la lentitud. También le dije que de ahora en adelante yo trataría de ser un hombre lento.
Milagrosamente,
también César tuvo su particular aparición femenina. Pero él sí que tuvo la
valentía de saludarla. Se trataba de la duquesa d´Avigliana, una mujer muy
hermosa, con el pelo rojizo y rizado, la nariz respingona, la boca grande, los
labios finos y los ojos verdes. Iba enfoscada en un abrigo largo de piel de nutria
que le tapaba todo el cuerpo, desde el cuello a los pies. Cuando se marchó, César
la disculpó explicándome que se trata de una señora terriblemente friolera. No
hacía falta tantas excusas y tanto santo y seña. A mí me pareció una mujer muy
sofisticada, aunque no podría decir si me gustó, pues aún estaba paralizado por
la visión beatífica de Dora Malengo. También me dijo de la duquesa que había
sido muy amiga de Gabrielle D´Annunzio, uno de los escritores italianos que él más
admira. Dicen de mí, confesó César, que siempre he querido parecerme a Enrique
Gómez Carrillo, pero se equivocan, ya que mi modelo favorito, tanto de escritor
como de persona pública, ha sido siempre D´Annunzio. Y ahora vámonos de esta
terraza que ya nos han visto bastante. No hay que prodigarse demasiado en el mismo
lugar.
De
allí nos fuimos a la “Trinità dei Monti”. No estaba muy lejos. En realidad sólo
había que subir la escalinata de la plaza. Cesar quería visitar a un padre franciscano amigo suyo: el padre Benard, francés, filósofo y un gran matemático. Nos
habló de Pitágoras y nos asegur
ó que la realidad que vemos sólo son números que nuestra
mente, a través de los sentidos, transforma en imágenes, sonidos, olores,
sensaciones táctiles y sabores. Más tarde, tras abandonar su plática matemático-filosófica,
nos llevó a contemplar, durante un buen rato, los frescos de Daniele da
Volterra y de Perin de la Vega. Después dejamos la iglesia y entramos en el convento.
El padre Bernard deseaba que aún viéramos muchos más frescos, por si no
habíamos tenido bastante. Esta vez se trataba de aquellos que Andrea del Pozzo
pintó para adornar la “Galleria Prospettica”. Magníficos. Esa es la verdad, pero
demasiados para una sola sesión.
He
cenado en casa de César: conservas en lata, salami, queso italiano, mortadela y
cerveza. Después, para bajar la cena, hemos dado una vuelta por los alrededores.
Ya era de noche y entramos a tomar otro par de “cappuccinos” en el “Caffé Greco”,
donde un artista llamado Stellazio Banelliezi no para de pintar, una y otra
vez, todos los rincones y ambientes del café. Le compramos un par de cuadros
por poco dinero.
Seguimos
nuestra caminata nocturna. Entonces me acordé de lo que escribió Goethe en su
“Viaje a Italia”: “¿Cómo transmitir la belleza de un paseo por Roma a la luz de
la luna?” Por supuesto que también recordé la película de Sorrentino. Nunca lo
hubiera imaginado, pero nuestro paseo nocturno nos llevó, por iniciativa de
César, a casa de una buena amiga suya. La casa estaba algo lejos, junto a la
“Piazza Navona”, pero la caminata resultó de lo más emocionante. Recorrimos unas
calles muy hermosas y entrañables, llenas de palacios renacentistas y casas
señoriales.
La
amiga de César se llama Isabella, de unos cincuenta años, una belleza bien cuidada y
llamativa. Nos pasó a un salón de paredes llenas de espejos con marcos dorados
y unos sillones y sofás tapizados de seda roja. Bebimos güisqui con hielo y
soda. Enseguida imaginé donde estábamos. Y es que al instante la estancia se
llenó de chicas jóvenes. Aquello era un maldito burdel romano.
Confieso
que ha sido una noche maravillosa. La loba que eligió César se llama Valeria y
la mía Galatea. Los cuatro hemos quedado mañana, a la una en punto, en “Campo
dei Fiori”, bajo la estatua de Giordano Bruno. Ha dicho César que comeremos en
el restaurante “Carbonara”, donde según él ponen las mejores alcachofas de
Roma. Nunca supuse que este hombre fuera tan rijoso y putañero. Son las cuatro
de la madrugada, pero tantas tazas de café me han robado el sueño.
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