LOLA MONTEZ
Lunes, 5 de septiembre.
Doy gracias a los dioses por
permitirme volver a casa. Un fin de
semana calamitoso, sobre todo por la rabia de lo que ha dejado de ser y nunca
volverá. Eran otros tiempos, más cultos, de más educación, mucho más serenos y
sin apenas pretensiones. Recuerdo que subíamos al castillo a ver obras de
teatro, noches de ballet y conciertos para melómanos. Ahora vienen cantantes que
se promocionan hablando en televisión acerca de escatologías sonoras.
Como antídoto a tanta vulgaridad me he llevado a Shopenhauer
en forma de libro. Acostumbro a recetarme la lectura de una docena de páginas,
antes y después de cualquier evento social, como terapia medicinal. Así el
efecto destructor resulta menos lesivo. Shopenhauer, qué manera de desmontar a
Descartes y qué respeto por Spinoza, pero sin el beneplácito final. Personalmente,
prefiero la mónada de Leibniz, algo así como la “partícula de Dios” o el “bosón
de Higgs”, pero sin la masa correspondiente. Es decir, absoluta espiritualidad
en exclusiva como soporte oculto de lo aparente.
Sobremesa
con un pariente congestionado de infinitivos. Dice Zweig en sus memorias que, tras
una larga conversación con Rilke, uno era incapaz de cometer cualquier
vulgaridad durante varias semanas. Desde luego mi pariente es un antípoda de
Rilke. En realidad, es un antípoda de cualquier poeta, por muy mediocre que sea.
Jamás recuperaré ese par de horas de siesta que me fue robado.
Tampoco
la cena me contuvo la bilis en unos niveles aceptables. La lubina en salsa de
puerros lindaba con la más absoluta vulgaridad. Tan vulgar como los fuegos
artificiales que acabábamos de sufrir. Y eso que para compensar el desastre
traté de recordar sin conseguirlo la música de Hendel para los reales fuegos. O
sea que mi mal humor subía y subía como el humo negro de un cónclave del
Vaticano. Dos días, con sus noches, tan calurosos como aburridos, vulgares como
turistas en bermudas, han contribuido a que mi ánimo aún repte por el barbecho
más cenagoso que se puedan imaginar.
Me
planteo la posibilidad de viajar a un balneario para recuperar el tiempo
perdido. En efecto, así es, siempre he querido conocer el de Marienbad. El año
pasado estuve a punto de cumplir ese sueño, pero fuerzas mayores me obligaron a
posponer mi propósito. A decir verdad, quiero ir allí no sólo por bañarme en sus aguas ferruginosas, salutíferas, sino por ver si el destino me concede la venia
de coincidir con la condesa de Landsfeld, mujer de una belleza extremadamente
deslumbrante, pero tan inaccesible como una de esas montañas heladas del
Himalaya. Sé a ciencia cierta que la condesa visita el balneario todos los
años, justo al borde del otoño. No obstante, mi deseo se limita tan sólo a
verla de cerca. Nada más. Con esa nadería me conformo. Entre otros
inconvenientes porque tampoco soy el general Esteban von Rakoski, ni ella es la
marquesa de Séchelles. Se trata en realidad de la mismísima Lola Montez, condesa
de Landsfeld porque así lo decretó el rey Luis I de Baviera, uno de sus amantes
más desesperados. Dice la leyenda que, en las noches de luna, ella suele bailar
desnuda en un recodo solitario de los jardines del balneario, aunque nadie la
haya visto jamás. Ni siquiera Luis, el rey amante.
Al
fin una película en que los personajes van bien vestidos. Me refiero a “Café Society”,
la última de Woody Allen. Por lo demás me ha parecido una cinta inteligente,
como casi todas las suyas, y maravillosamente cínica, además de pesimista. Siempre
he pensado que el optimismo es de lo más estresante. Por otra parte a mí los
optimistas me parecen demasiado peligrosos. Nunca tienen bastante.
Después
del cine ceno con César en la Parrilla del Rex: jamón, croquetas y “steak
tartar”. Me confesó que su vida pública responde a la leyenda que él divulgó
sobre sí mismo, pero que en la intimidad es tan vulgar como la del tendero de
la esquina. Después le pregunté sobre esa fortuna oculta de la que todo el
mundo se hace cuentas. Me dijo que a veces las leyendas tienen visos de realidad,
como si no le importara que lo tomaran por rico aunque no lo fuese. Las
apariencias, amigo mío, lo son todo, me dijo, mientras esbozaba una sonrisa
estudiadamente irónica. Sin embargo, cuando le insinué que esa fortuna, en caso
de que fuera real, bien podría tener, según el libro de dos periodistas, un origen
algo más que oscuro, sólo se le ocurrió protestarle al camarero por la
exagerada intensidad del aire acondicionado.
Quedamos
en que al día siguiente iríamos al Prado para ver la exposición de el Bosco. ¿Pero
qué le pasa a todo el mundo con ese pintamonas? Claro está, como dicen que se
trata de una pintura misteriosa porque sus monigotes encierran arcanos
indescifrables, allá va la masa en pleno, aborregada, a creerse las mentiras de
algún imbécil iluminado por la sabiduría de los dioses. Eso fue lo que me dijo
César. Enseguida pasó a ponderar otra clase de pintura. Iremos al Prado a ver esa
exposición del demonio, de acuerdo, pero también realizaremos una visita al gran
Parmigianino, mi pintor favorito. Me aclaró que se refería al cuadro llamado
“La Sagrada Familia con un ángel”. Cuando estoy delante de esa pintura, siento
que mi alma recibe algo así como un baño tibio de serenidad. La belleza, amigo
mío, no es otra cosa que serenidad. Eso fue lo que César me dijo antes de
marcharse. Si bien, al estrecharme la mano, tuvo la deferencia de invitarme a
pasar unos días en su casa de Roma. Acepté, desde luego.
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