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9 de septiembre de 2016

LOLA MONTEZ
Lunes, 5 de septiembre.

Doy gracias a los dioses por permitirme volver a casa.  Un fin de semana calamitoso, sobre todo por la rabia de lo que ha dejado de ser y nunca volverá. Eran otros tiempos, más cultos, de más educación, mucho más serenos y sin apenas pretensiones. Recuerdo que subíamos al castillo a ver obras de teatro, noches de ballet y conciertos para melómanos. Ahora vienen cantantes que se promocionan hablando en televisión acerca de escatologías sonoras.
         Como antídoto a tanta vulgaridad me he llevado a Shopenhauer en forma de libro. Acostumbro a recetarme la lectura de una docena de páginas, antes y después de cualquier evento social, como terapia medicinal. Así el efecto destructor resulta menos lesivo. Shopenhauer, qué manera de desmontar a Descartes y qué respeto por Spinoza, pero sin el beneplácito final. Personalmente, prefiero la mónada de Leibniz, algo así como la “partícula de Dios” o el “bosón de Higgs”, pero sin la masa correspondiente. Es decir, absoluta espiritualidad en exclusiva como soporte oculto de lo aparente.
Sobremesa con un pariente congestionado de infinitivos. Dice Zweig en sus memorias que, tras una larga conversación con Rilke, uno era incapaz de cometer cualquier vulgaridad durante varias semanas. Desde luego mi pariente es un antípoda de Rilke. En realidad, es un antípoda de cualquier poeta, por muy mediocre que sea. Jamás recuperaré ese par de horas de siesta que me fue robado.
Tampoco la cena me contuvo la bilis en unos niveles aceptables. La lubina en salsa de puerros lindaba con la más absoluta vulgaridad. Tan vulgar como los fuegos artificiales que acabábamos de sufrir. Y eso que para compensar el desastre traté de recordar sin conseguirlo la música de Hendel para los reales fuegos. O sea que mi mal humor subía y subía como el humo negro de un cónclave del Vaticano. Dos días, con sus noches, tan calurosos como aburridos, vulgares como turistas en bermudas, han contribuido a que mi ánimo aún repte por el barbecho más cenagoso que se puedan imaginar.
Me planteo la posibilidad de viajar a un balneario para recuperar el tiempo perdido. En efecto, así es, siempre he querido conocer el de Marienbad. El año pasado estuve a punto de cumplir ese sueño, pero fuerzas mayores me obligaron a posponer mi propósito. A decir verdad, quiero ir allí no sólo por bañarme en sus aguas ferruginosas, salutíferas, sino por ver si el destino me concede la venia de coincidir con la condesa de Landsfeld, mujer de una belleza extremadamente deslumbrante, pero tan inaccesible como una de esas montañas heladas del Himalaya. Sé a ciencia cierta que la condesa visita el balneario todos los años, justo al borde del otoño. No obstante, mi deseo se limita tan sólo a verla de cerca. Nada más. Con esa nadería me conformo. Entre otros inconvenientes porque tampoco soy el general Esteban von Rakoski, ni ella es la marquesa de Séchelles. Se trata en realidad de la mismísima Lola Montez, condesa de Landsfeld porque así lo decretó el rey Luis I de Baviera, uno de sus amantes más desesperados. Dice la leyenda que, en las noches de luna, ella suele bailar desnuda en un recodo solitario de los jardines del balneario, aunque nadie la haya visto jamás. Ni siquiera Luis, el rey amante.
Al fin una película en que los personajes van bien vestidos. Me refiero a “Café Society”, la última de Woody Allen. Por lo demás me ha parecido una cinta inteligente, como casi todas las suyas, y maravillosamente cínica, además de pesimista. Siempre he pensado que el optimismo es de lo más estresante. Por otra parte a mí los optimistas me parecen demasiado peligrosos. Nunca tienen bastante.
Después del cine ceno con César en la Parrilla del Rex: jamón, croquetas y “steak tartar”. Me confesó que su vida pública responde a la leyenda que él divulgó sobre sí mismo, pero que en la intimidad es tan vulgar como la del tendero de la esquina. Después le pregunté sobre esa fortuna oculta de la que todo el mundo se hace cuentas. Me dijo que a veces las leyendas tienen visos de realidad, como si no le importara que lo tomaran por rico aunque no lo fuese. Las apariencias, amigo mío, lo son todo, me dijo, mientras esbozaba una sonrisa estudiadamente irónica. Sin embargo, cuando le insinué que esa fortuna, en caso de que fuera real, bien podría tener, según el libro de dos periodistas, un origen algo más que oscuro, sólo se le ocurrió protestarle al camarero por la exagerada intensidad del aire acondicionado.
Quedamos en que al día siguiente iríamos al Prado para ver la exposición de el Bosco. ¿Pero qué le pasa a todo el mundo con ese pintamonas? Claro está, como dicen que se trata de una pintura misteriosa porque sus monigotes encierran arcanos indescifrables, allá va la masa en pleno, aborregada, a creerse las mentiras de algún imbécil iluminado por la sabiduría de los dioses. Eso fue lo que me dijo César. Enseguida pasó a ponderar otra clase de pintura. Iremos al Prado a ver esa exposición del demonio, de acuerdo, pero también realizaremos una visita al gran Parmigianino, mi pintor favorito. Me aclaró que se refería al cuadro llamado “La Sagrada Familia con un ángel”. Cuando estoy delante de esa pintura, siento que mi alma recibe algo así como un baño tibio de serenidad. La belleza, amigo mío, no es otra cosa que serenidad. Eso fue lo que César me dijo antes de marcharse. Si bien, al estrecharme la mano, tuvo la deferencia de invitarme a pasar unos días en su casa de Roma. Acepté, desde luego.


    




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