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30 de agosto de 2016

JUAN PERUCHO
Diario, 27 de agosto

Mientras hierve el café, se calienta la leche y saltan las rebanadas de pan en la tostadora, me entretengo con el Diario de André Gide. Lo he leído varias veces, pero de vez en cuando y sin saber por qué me gusta volver sobre la entrada del 14 de mayo de 1921. Me refiero a su cita con Proust. Así sí merece la pena llevar un diario. No es lo mismo escribir que vienes de una cita con Proust a contar en detalle una cita con el peluquero, máxima aventura a la que uno puede aspirar en estos tiempos. Pues bien, resulta que a Gide lo recibe en una habitación con temperatura de sala de calderas, sin embargo Proust tirita de frío y él está a punto de derretirse. Para colmo se queja de que Proust sólo le hable de uranismo y le asegura de que Baudelaire era uranista, pero Gide le pone en duda esta información y se la discute. Al parecer, Proust se enfada por tanta incredulidad.
Curiosamente, unas paginas más adelante, justo en la entrada del 13 de mayo de 1931, Gide escribe “que le gustaría vivir lo suficiente para presenciar el éxito del proyecto ruso, y ver a los estados de Europa inclinarse, a su pesar, ante aquello que se obstinan en ignorar. Todo mi corazón aplaude esta gigantesca y humanitaria empresa”. Siempre me he preguntado que por qué casi todos los bujarrones de la época se convirtieron al estalinismo. Digo yo que por una irremediable insatisfacción analógica.
Acaban de entregarme el libro que pedí el otro día. Se trata de las “Memorias de Montparnasse” de John Glassco, un canadiense de buena familia que lo deja todo para ir a vivir a París, como casi todos los artistas americanos de esa época. A Glassco le iba de todo en la variada gama del placer, pero en París se colocó en un burdel para atender a viejas millonarias. A veces, cuando uno no sirve para nada, el destino le reserva vivencias inimaginables. Por cierto, estoy esperando a que llegue mi turno en el reparto.
Qué importante llegan a ser la siestas en la vida de un hombre. Naturalmente, sentado en el sillón del cuarto de estar. Las mías de momento llegan a completar la hora exacta. No siempre, claro. Depende, por ejemplo, de si en la comida he bebido vino, lo que no siempre ocurre en defensa de la línea Maginot. Tras la siesta el lavado de cara, con agua helada si es posible, me resulta de obligatorio cumplimiento. Es la única manera de que el cerebro vuelva a funcionar como un reloj suizo. Hoy, por ejemplo, la siesta ha sido de una hora completa. La culpa la ha tenido un “Chianti” que he abierto para acompañar unos “espaguetis a la Massaro”.
Desde las cinco he escrito hasta las nueve. Estoy con un nuevo libro sobre Hemingway. El motivo de la reiteración es el exceso de material que me sobró del libro anterior. Esta vez procuro centrarme más en la obra que en los cotilleos de su vida. ¿Pero no es un puro cotilleo toda la literatura? Hoy, por ejemplo, me he centrado sobre el análisis de alguno de sus cuentos. Concretamente en los de la edición americana de “In our times”, su segundo libro. Lo mejor de Hemingway, lo que alcanza mayor calidad literaria, es su colección de miniaturas, micro-relatos de unas doscientas palabras cada uno. Son dieciséis en total. Tal vez lo haya repetido demasiadas veces, pero a mí Hemingway me parece un escritor aceptable en las distancias cortas. Yo diría que cortísimas.
La película de esta noche, después de la cena, ha sido Vértigo. ¿Es que acaso nadie se ha dado cuenta de que el personaje masculino de esta historia, James Stewart, es necrófilo? Es de la única manera de que su hombría se ponga de manifiesto. Una lástima que la censura a la americana de la época no permitiese a Hitchcock ir sólo un poquito más allá. Me refiero a prolongar unos segundos la escena del salvamento en la bahía. Para mí resulta de lo más diáfano que él la viola en el coche, cuando ella simula estar medio muerta después de la zambullida. Tal como yo lo veo, de quien está verdaderamente enamorado James Stewart es de la muerta, de Carlota Valdés, la única mujer que desea y con quien su respuesta viril parece satisfactoria.
Si hoy me he levantado con el diario de Gide, me he acostado con “Los jardines de la melancolía”, las memorias de Juan Perucho, ese magnífico escritor catalán tan olvidado en general por casi todos los lectores españoles y en particular de los propios catalanes.



        
        

         

26 de agosto de 2016


LAS TRES GRACIAS
Diario, 25 de agosto del 2016

Terminan por fin las dichosas olimpiadas. Tantas semanas de tortura televisiva. Apenas he podido ver los telediarios, horribles por otra parte, pero son lo único que me mantiene en contacto con el mundo.
         Sin embargo, en contra de mi manera de pensar, estos días de atrás he realizado un largo viaje por los países del norte de Europa. Siento sinceramente haberme convertido en parte de la horda turística que en el mes de agosto asola el planeta. Sin duda el turismo es una de las plagas de Egipto extrapolada con retraso a los siglos XX y XXI. Les aseguro que no hay civilización que pueda soportar durante más de un siglo los efectos devastadores de esta peste. Yo quería ser un viajero, como aquellos del XIX, pero no he pasado de ser un borrego más detrás de una señora con paraguas en alto. Por cierto, qué mal educada está la clase media.
Por eso en cuanto he regresado he pasado quince días leyendo a Proust en la cama y tomando el té cada tarde mientras escuchaba las sonatas de César Frank y Debussy. Por cierto, el Hermitage se ha convertido en un mercado chino de termitas hambrientas. Lo que nos faltaba, millones de chinos mandarines asaltando cada día el Palacio de Invierno. Solamente pude contemplar con algo de arrobo y tranquilidad las “Tres Gracias”, magnífica escultura clásica de Antonio Canova.
Esta mañana he leído de un tirón “El farsante feliz”, de Max Beerbohn, una excelente historia acerca de una máscara milagrosa capaz de convertir al que la lleva en su imagen y semejanza. Hemingway despreciaba a Beerbohn porque bebía vino de Marsala. Supongo que Beerbohn le devolvería el desprecio porque él se lo bebía todo. Hemingway en realidad despreciaba a todo el mundo, sobre todo a sí mismo.
Trato de encontrar a una mujer que me enamore por su sofisticación, pero no la encuentro. Por el contrario conozco a demasiadas mujeres sencillas, pero la mujer sencilla es uno de los mayores peligros que pueda correr un hombre. De hecho suele practicar la picadura traicionera de la víbora. A decir verdad, sólo el cine de otro tiempo puede mostrar un elenco aceptable de mujeres sofisticadas: Greta Garbo, Marisa Berenson, Silvana Mangano, Capucine, Lola Montes, Vanessa Redgrave, Gene Tierney, Ingrid Thulin, Eleanor Parker, Grace Kelly, Jackeline Biset, por poner unos cuantos ejemplos memorables. Ellas también tienen la mordedura de la víbora, pero al menos el privilegio de su contemplación sirve de antídoto para cualquier veneno que inoculen.
Me voy a la cama con el libro “Historie des Perruques”,  de Jean Batiste Thiers, libro editado en Aviñón alrededor de 1771. Entre otras cosas dice que los primeros en hacer uso de las pelucas fueron los pelirrojos y los tuberculosos. Los pelirrojos para no tener el mismo color de pelo que Judas Iscariote, por cierto, la más alta jerarquía iniciática entre los apóstoles; y los tuberculosos para esconder su cabellera tiñosa. También nos dice M. Thiers que los egipcios las utilizaban y que Atila usó pelucas de distintos colores y formas mientras cruzaba los Alpes camino de Roma.