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25 de septiembre de 2016

JENNIFER JONES
Martes, 21 de septiembre.

Ayer lunes volví a casa terriblemente cansado, pero lleno de ideas para un nuevo libro. Sin embargo, hay algo así como un “je ne sais quoi” que me tiene paralizada la máquina de escribir. No encuentro razones para explicar este impedimento mental, como si mi viaje a Roma hubiera actuado como agente inductor a la molicie. Recuerdo aquella contestación de Jep Gambardella, en la película “La gran belleza”, al preguntarle por el motivo de haber dejado de escribir. Dijo algo así como "salgo mucho por las noches”. A mí también las salidas nocturnas, y mucho más los viajes, impiden inexplicablemente que durante un tiempo me coloque delante de la máquina, por muchas ideas que haya recapitulado para seguir con la tarea. Se pierde ritmo, concentración y ese “sota, caballo y rey” que debe tener toda rutina que se precie. La rutina es el generador energético de la producción literaria. 
         El remedio consiste en no conceder ninguna importancia al asunto. En particular, cuando este bloqueo temporal aparece en mi vida, como ahora es el caso, suelo dedicarme a leer sin parar y a escuchar música. Sin embargo, soy tan inculto en materia musical que ayer descubrí, por ejemplo, que a Orfeo siempre lo interpreta una soprano. Me refiero, claro está, a esa ópera titulada “Orfeo y Eurídice”, del gran compositor alemán Christoph Willibald Gluck, a quien E.T.A. Hoffmann, ese otro gran romántico, dedicó uno de sus relatos extraordinarios: “El caballlero Gluck”.
También he descubierto que Proust es todo un experto en materia de celos. Salvo Shakespeare nadie ha escrito como él acerca de este sentimiento tan importante en una relación amorosa. Su volumen dedicado a Swann, el primero de los siete, es un verdadero tratado psicológico. Y no digamos el cuarto volumen, “Sodoma y Gomorra”, donde disecciona con escalpelo sus propios celos, todos provocados por el supuesto lesbianismo de Albertina, y también los celos de la propia Albertina con respecto a él. Proust escribe: “los celos pertenecen a esa familia de dudas suscitadas, más por la energía de una afirmación que por su verosimilitud”.
También he dedicado alguna hora a hojear/ojear libros de pintura. El caso es que me ha llamado poderosamente la atención esa carga tan descaradamente erótica que tienen los cuadros tanto de François Boucher como los de Jean Honoré Fragonard, dos pintores franceses del XVIII escandalosamente pornográficos. Tanto me he dejado los ojos en esas pinturas que me han entrado ganas de olvidarme de las delicadezas de Proust y volver a leer a Crebillon “fils” o a cualquier otro escritor francés de los llamados libertinos, que empezaron a destapar sábanas y a rasgar miriñaques a partir del siglo XVII. Me refiero, claro está, a escritores como el príncipe de Ligne, el Divino Marqués, Choderlos de Laclos, Pierre de Marivaux y otros rijosos por el estilo. Curiosamente, la lectura que lord Chesterfield recomienda a su hijo, que pasa una temporada en París, es la obra nada ejemplar de estos pájaros tan verderones y de tan mala vida. Digo yo que para estimular las ganas de vivir en su joven bastardo, algo pavisoso y de poca sustancia anímica según lenguas de la época. Si alguien duda de lo que digo puede comprobar su veracidad en el libro titulado “Cartas a su hijo”, del propio lord Chesterfield, todo un tratado de mundología y buenas maneras.
Después de soportar una sobremesa a manos de un auténtico “ego mastodóntico" y un verdadero “dóberman” de la palabra, la película de esta noche, “Duelo al sol”, ha sido como un bálsamo suavizante para unas meninges que me sangraban a borbotones. Solamente una discrepancia: elegir a Gregory Peck como el Caín de los hermanos es un insulto a la inteligencia de los espectadores. Sin embargo, el que interpreta al hermano bueno, Joseph Cotten, siempre me pareció una elección acertadísima. No digamos la referente a Jennifer Jones, un verdadero prodigio de actriz, a pesar de su ligera tendencia a la sobreactuación. La Jones entiende perfectamente su personaje; me refiero al de la mestiza ninfómana y algo revoltosa. La verdad es que merece la pena ver esta película cada cierto tiempo. No obstante, evito preguntarme cómo esta cinta pudo resistir la intervención de todo ese elenco de directores que, a las órdenes de King Vidor, la llevaron a cabo. Supongo que O´Selznick trataría de que toda la producción estuviera al servicio del lucimiento de su señora. Claro que a la vista del resultado el sacrificio mereció la pena. Ella tan colérica, gatuna y polvorosa. Un regalito.








14 de septiembre de 2016

CON CÉSAR EN VÍA MARGUTTA
Martes, 13 de septiembre.

He llegado a Roma esta mañana. El vuelo ha sido demasiado agitado para mis nervios. La aviación es la prueba fehaciente de que la humanidad no camina hacia la civilización. No obstante, una vez en la terminal, comprobé que el orgullo estaba en su lugar y volví a levantar la cabeza. Después de retirar la maleta de ese tiovivo que tanto marca el destino de los hombres, llamé por teléfono a César. Me dijo que me esperaba en su casa, vía Margutta, número 89. Así que tomé un taxi. Había nubes negras en el cielo, pero la temperatura era muy agradable. Sin embargo, el tráfico estaba imposible. Las motos pasaban a nuestro lado con la velocidad de las lágrimas de san Lorenzo. Me acordé de la filosofía de Virilio y su estética de la desaparición.
Tardé más de media hora en llegar desde el aeropuerto. Cesar me esperaba en bata, una bata de seda roja, con su escudo de marqués bordado en el bolsillo de arriba. Nos dimos un abrazo, cruzamos unas palabras y después me instaló en el dormitorio de invitados, en la primera planta. El duerme en el piso de arriba. La verdad es que me gustó la casa, señorial, en ese estilo aristocrático que a César le es propio.
Después nos fuimos al “Café Aragno” a tomar un vermut con aceitunas de Calabria. Me dijo que ya había firmado sus artículos para ABC, o sea que ya no tenía nada que hacer el resto del día. Luego me propuso que fuéramos a comer espaguetis al restaurante “L´Archetto”. Acepté encantado. El “L´Archetto” está al lado de la “Fontana di Trevi” y tienen una carta en la que caben hasta cien maneras de preparar los espaguetis. Había mucha gente, pero a César lo conocían y nos dieron una mesa en un rincón muy estratégico. César está muy delgado y en cuanto a la comida es algo tiquismiquis. Pidió solamente unos “espaguetis a la napolitana”, la receta más sencilla de la carta. En cambio yo me decidí por unos “espaguetis con salchichas y berenjenas”, una delicia culinaria para un alma hambrienta. Eso sí, la botella de Barolo nos la liquidamos responsablemente a la par, aunque pienso que él tomó algo menos de vino que yo.
Parte de la tarde la utilizamos para dar un buen paseo y visitar algunos lugares de interés artístico. Si bien lo primero que hicimos fue entrar en una casa de subastas. César quería hacerse con unos bibelots que adornaran, aún más, el salón de su casa. La subasta se ha celebrado en la planta noble del “Palazzio del Grillo”. Entre otras piezas, se hizo con unas figuritas de alabastro y también con un biombo chino adornado con flores y figuras humanas de distintos colores.
Después nos hemos sentado en una terraza de la plaza de España. César estaba muy contento con sus compras, pero también parecía agotado por la emoción. Y es que las emociones a veces cansan tanto como una carrera de esas olímpicas. Pedimos sendos “cappuccinos”. A nuestro alrededor había muchas vendedoras de flores, casi tantas como joyerías.
Entonces, de repente, cuando más ensimismado estaba, descubrí la lentitud. ¿Qué es la lentitud? La lentitud es ver cómo Dora Malengo recorre el horizonte para desaparecer finalmente, como un cometa luminoso, por vía Condotti. Después de tanto tiempo sin saber de ella fue como una aparición mariana. Sin duda se ha olvidado de mí porque prefiere a otro. Ese fue el primer pensamiento que oscureció mi alma. No se lo comenté a César. Solamente le dije que ya sabía lo que era la lentitud. También le dije que de ahora en adelante yo trataría de ser un hombre lento.
Milagrosamente, también César tuvo su particular aparición femenina. Pero él sí que tuvo la valentía de saludarla. Se trataba de la duquesa d´Avigliana, una mujer muy hermosa, con el pelo rojizo y rizado, la nariz respingona, la boca grande, los labios finos y los ojos verdes. Iba enfoscada en un abrigo largo de piel de nutria que le tapaba todo el cuerpo, desde el cuello a los pies. Cuando se marchó, César la disculpó explicándome que se trata de una señora terriblemente friolera. No hacía falta tantas excusas y tanto santo y seña. A mí me pareció una mujer muy sofisticada, aunque no podría decir si me gustó, pues aún estaba paralizado por la visión beatífica de Dora Malengo. También me dijo de la duquesa que había sido muy amiga de Gabrielle D´Annunzio, uno de los escritores italianos que él más admira. Dicen de mí, confesó César, que siempre he querido parecerme a Enrique Gómez Carrillo, pero se equivocan, ya que mi modelo favorito, tanto de escritor como de persona pública, ha sido siempre D´Annunzio. Y ahora vámonos de esta terraza que ya nos han visto bastante. No hay que prodigarse demasiado en el mismo lugar.
De allí nos fuimos a la “Trinità dei Monti”. No estaba muy lejos. En realidad sólo había que subir la escalinata de la plaza. Cesar quería visitar a un padre franciscano amigo suyo: el padre Benard, francés, filósofo y un gran matemático. Nos habló de Pitágoras y nos asegur ﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽e instalara en el dormt amigo de Ce pintar una y otra vez, buscando distintasverdes,  dijo que me instalara en el dormó que la realidad que vemos sólo son números que nuestra mente, a través de los sentidos, transforma en imágenes, sonidos, olores, sensaciones táctiles y sabores. Más tarde, tras abandonar su plática matemático-filosófica, nos llevó a contemplar, durante un buen rato, los frescos de Daniele da Volterra y de Perin de la Vega. Después dejamos la iglesia y entramos en el convento. El padre Bernard deseaba que aún viéramos muchos más frescos, por si no habíamos tenido bastante. Esta vez se trataba de aquellos que Andrea del Pozzo pintó para adornar la “Galleria Prospettica”. Magníficos. Esa es la verdad, pero demasiados para una sola sesión.
He cenado en casa de César: conservas en lata, salami, queso italiano, mortadela y cerveza. Después, para bajar la cena, hemos dado una vuelta por los alrededores. Ya era de noche y entramos a tomar otro par de “cappuccinos” en el “Caffé Greco”, donde un artista llamado Stellazio Banelliezi no para de pintar, una y otra vez, todos los rincones y ambientes del café. Le compramos un par de cuadros por poco dinero.
Seguimos nuestra caminata nocturna. Entonces me acordé de lo que escribió Goethe en su “Viaje a Italia”: “¿Cómo transmitir la belleza de un paseo por Roma a la luz de la luna?” Por supuesto que también recordé la película de Sorrentino. Nunca lo hubiera imaginado, pero nuestro paseo nocturno nos llevó, por iniciativa de César, a casa de una buena amiga suya. La casa estaba algo lejos, junto a la “Piazza Navona”, pero la caminata resultó de lo más emocionante. Recorrimos unas calles muy hermosas y entrañables, llenas de palacios renacentistas y casas señoriales.
La amiga de César se llama Isabella, de unos cincuenta años, una belleza bien cuidada y llamativa. Nos pasó a un salón de paredes llenas de espejos con marcos dorados y unos sillones y sofás tapizados de seda roja. Bebimos güisqui con hielo y soda. Enseguida imaginé donde estábamos. Y es que al instante la estancia se llenó de chicas jóvenes. Aquello era un maldito burdel romano.
Confieso que ha sido una noche maravillosa. La loba que eligió César se llama Valeria y la mía Galatea. Los cuatro hemos quedado mañana, a la una en punto, en “Campo dei Fiori”, bajo la estatua de Giordano Bruno. Ha dicho César que comeremos en el restaurante “Carbonara”, donde según él ponen las mejores alcachofas de Roma. Nunca supuse que este hombre fuera tan rijoso y putañero. Son las cuatro de la madrugada, pero tantas tazas de café me han robado el sueño.

    


9 de septiembre de 2016

LOLA MONTEZ
Lunes, 5 de septiembre.

Doy gracias a los dioses por permitirme volver a casa.  Un fin de semana calamitoso, sobre todo por la rabia de lo que ha dejado de ser y nunca volverá. Eran otros tiempos, más cultos, de más educación, mucho más serenos y sin apenas pretensiones. Recuerdo que subíamos al castillo a ver obras de teatro, noches de ballet y conciertos para melómanos. Ahora vienen cantantes que se promocionan hablando en televisión acerca de escatologías sonoras.
         Como antídoto a tanta vulgaridad me he llevado a Shopenhauer en forma de libro. Acostumbro a recetarme la lectura de una docena de páginas, antes y después de cualquier evento social, como terapia medicinal. Así el efecto destructor resulta menos lesivo. Shopenhauer, qué manera de desmontar a Descartes y qué respeto por Spinoza, pero sin el beneplácito final. Personalmente, prefiero la mónada de Leibniz, algo así como la “partícula de Dios” o el “bosón de Higgs”, pero sin la masa correspondiente. Es decir, absoluta espiritualidad en exclusiva como soporte oculto de lo aparente.
Sobremesa con un pariente congestionado de infinitivos. Dice Zweig en sus memorias que, tras una larga conversación con Rilke, uno era incapaz de cometer cualquier vulgaridad durante varias semanas. Desde luego mi pariente es un antípoda de Rilke. En realidad, es un antípoda de cualquier poeta, por muy mediocre que sea. Jamás recuperaré ese par de horas de siesta que me fue robado.
Tampoco la cena me contuvo la bilis en unos niveles aceptables. La lubina en salsa de puerros lindaba con la más absoluta vulgaridad. Tan vulgar como los fuegos artificiales que acabábamos de sufrir. Y eso que para compensar el desastre traté de recordar sin conseguirlo la música de Hendel para los reales fuegos. O sea que mi mal humor subía y subía como el humo negro de un cónclave del Vaticano. Dos días, con sus noches, tan calurosos como aburridos, vulgares como turistas en bermudas, han contribuido a que mi ánimo aún repte por el barbecho más cenagoso que se puedan imaginar.
Me planteo la posibilidad de viajar a un balneario para recuperar el tiempo perdido. En efecto, así es, siempre he querido conocer el de Marienbad. El año pasado estuve a punto de cumplir ese sueño, pero fuerzas mayores me obligaron a posponer mi propósito. A decir verdad, quiero ir allí no sólo por bañarme en sus aguas ferruginosas, salutíferas, sino por ver si el destino me concede la venia de coincidir con la condesa de Landsfeld, mujer de una belleza extremadamente deslumbrante, pero tan inaccesible como una de esas montañas heladas del Himalaya. Sé a ciencia cierta que la condesa visita el balneario todos los años, justo al borde del otoño. No obstante, mi deseo se limita tan sólo a verla de cerca. Nada más. Con esa nadería me conformo. Entre otros inconvenientes porque tampoco soy el general Esteban von Rakoski, ni ella es la marquesa de Séchelles. Se trata en realidad de la mismísima Lola Montez, condesa de Landsfeld porque así lo decretó el rey Luis I de Baviera, uno de sus amantes más desesperados. Dice la leyenda que, en las noches de luna, ella suele bailar desnuda en un recodo solitario de los jardines del balneario, aunque nadie la haya visto jamás. Ni siquiera Luis, el rey amante.
Al fin una película en que los personajes van bien vestidos. Me refiero a “Café Society”, la última de Woody Allen. Por lo demás me ha parecido una cinta inteligente, como casi todas las suyas, y maravillosamente cínica, además de pesimista. Siempre he pensado que el optimismo es de lo más estresante. Por otra parte a mí los optimistas me parecen demasiado peligrosos. Nunca tienen bastante.
Después del cine ceno con César en la Parrilla del Rex: jamón, croquetas y “steak tartar”. Me confesó que su vida pública responde a la leyenda que él divulgó sobre sí mismo, pero que en la intimidad es tan vulgar como la del tendero de la esquina. Después le pregunté sobre esa fortuna oculta de la que todo el mundo se hace cuentas. Me dijo que a veces las leyendas tienen visos de realidad, como si no le importara que lo tomaran por rico aunque no lo fuese. Las apariencias, amigo mío, lo son todo, me dijo, mientras esbozaba una sonrisa estudiadamente irónica. Sin embargo, cuando le insinué que esa fortuna, en caso de que fuera real, bien podría tener, según el libro de dos periodistas, un origen algo más que oscuro, sólo se le ocurrió protestarle al camarero por la exagerada intensidad del aire acondicionado.
Quedamos en que al día siguiente iríamos al Prado para ver la exposición de el Bosco. ¿Pero qué le pasa a todo el mundo con ese pintamonas? Claro está, como dicen que se trata de una pintura misteriosa porque sus monigotes encierran arcanos indescifrables, allá va la masa en pleno, aborregada, a creerse las mentiras de algún imbécil iluminado por la sabiduría de los dioses. Eso fue lo que me dijo César. Enseguida pasó a ponderar otra clase de pintura. Iremos al Prado a ver esa exposición del demonio, de acuerdo, pero también realizaremos una visita al gran Parmigianino, mi pintor favorito. Me aclaró que se refería al cuadro llamado “La Sagrada Familia con un ángel”. Cuando estoy delante de esa pintura, siento que mi alma recibe algo así como un baño tibio de serenidad. La belleza, amigo mío, no es otra cosa que serenidad. Eso fue lo que César me dijo antes de marcharse. Si bien, al estrecharme la mano, tuvo la deferencia de invitarme a pasar unos días en su casa de Roma. Acepté, desde luego.