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18 de abril de 2017

CHESTER HIMES


Martes, 18 de abril del 2017

Anoche entablé amistad con una señora inglesa que se vino conmigo a casa. Qué menos que prepararle el desayuno esta mañana: zumo de limón, café con leche, tostadas, mantequilla y mermelada de naranja amarga sin azúcar. Se lo sirvo en la terraza. No hace nada de frío ni de viento ni hay señales de lluvia y el mar está en calma, como una alfombra de color blanco. Después del banquete nos tomamos sendos sobres de colágeno y unas pastillas enormes de magnesio. Dicen que el colágeno es bueno para la piel y el magnesio evita los calambres musculares. Ambas cosas, incluida la teoría, las pone ella, mi amiga. Casi me atraganto con la pastilla de magnesio. En cambio el colágeno se licúa con facilidad en el agua y sabe a fresas silvestres y me gusta.
Quito la mesa y coloco la loza sucia dentro del lavaplatos. Ella, mientras tanto, se fuma un pitillo. Desde la cocina percibo el aroma picante del tabaco rubio. Después le digo que en una hora tengo concertada una entrevista con un escritor. Responde que, si no me importa, me espera tranquilamente en casa, leyendo cualquier libro que yo le preste. A no ser, continua diciéndome, que mis planes sean otros y desee que desaparezca de mi vida.
Al principio como que estoy por la desaparición, pero luego recuerdo lo bien que lo he pasado con ella y le ruego que se quede. Después pienso un libro para dejarle. Enseguida me viene el nombre de la inglesa a la cabeza: Clarissa, y con arreglo a este nombre se me ocurre que el mejor libro para ella, desde mi punto de vista, puede ser “Diario de una dama de provincias”. Es un libro que me ha regalado una amiga que se llama Lina, una fanática de la literatura femenina, sobre todo de Virginia Woolf, aunque este “Diario” no es de la Woolf sino de E. M. Delafield, seudónimo de una tal señora Dashwood. Algo me dice que este libro convertirá su espera en algo más leve. Es lo que le digo al entregárselo. Ella se limita a sonreír y a darme un beso en la mejilla.
         Pues bien, el escritor con quien estoy citado se llama Chester Himes. Tolo el mundo lo conoce. Bueno, no todo el mundo, tan sólo los buenos lectores y la gente de Moraira, provincia de Alicante, que es el pueblo donde vivió los últimos quince años de su vida. Hemos quedado aquí en Marbella, en la cafetería del Hotel Vinci. Pido un café con leche mientras espero. Me siento detrás de un ventanal desde donde se ve el mar. Uno nunca se cansa de contemplarlo. Además, la imagen del mar cambia al variar la atalaya.
El escritor llega quince minutos tarde. Es un hombre de frente amplia y de pómulos muy marcados. Tiene los ojos hundidos, pero terriblemente brillantes. No es muy alto. Viste un traje de lino de un gris claro y la camisa es blanca de rayitas rojas, casi imperceptibles, verticales. Se disculpa y justifica la demora a cuenta del tráfico. Me dice que prefiere sentarse al aire libre. Llamo al camarero y le informo de nuestro traslado a una mesa del jardín.
El señor Himes pide una taza de té con leche. Me dice que cuando estaba vivo sus preferencias iban más por la cosa alcohólica, pero que de muerto se ha aficionado al té y lo toma a todas horas, incluso por la tarde, como los ingleses. Confiesa que es una afición que le ha contagiado Graham Greene, que vive en su misma urbanización. Graham, me dice, no ha probado ni gota de licor desde que murió, y sólo se ha ido de putas un par de veces, dos excusiones nocturnas que le han costado muchos puntos, puntos que tendrá que recuperar espiando para la causa.
Después de tanto esoterismo le pregunto que si con el té no le apetecen de esas pastas redondas con una guinda roja en el centro. Acepta encantado. Otra cosa que para mí se ha convertido en un vicio, las pastas, me dice, y por eso ahora cortejo a la señora Dalloway, que tiene unas manos primorosas, no sólo para las flores, sino para toda clase de dulces. Le digo que, según mis informes, sus aficiones, cuando estaba vivo, eran muy distintas. Y tanto que eran distintas, me contesta: cuando estaba vivo lo que prefería era el champán y el caviar. ¿El champán y el caviar? Naturalmente, el champán y el caviar eran mis vicios más queridos. Los tomaba por mañana, por la tarde y al llegar la noche. Y, después, como final de fiesta, me gustaba fumarme un “habano”. Los tres únicos vicios que saqué de la cárcel. ¿Se acostumbró al caviar en la cárcel? Así fue, amigo mío, y sabe gracias a quién. Pues nada menos que a Al Capone, que estuvo conmigo un tiempo, no recuerdo cuanto, en la cárcel de Atlanta, antes de que lo trasladaran a la de Alcatraz, donde se volvió loco por culpa de la sífilis. Además de un buen putañero, lo mismo que Graham, Capone era un auténtico sibarita y nadie supo jamás qué funcionario le proveía de todos los lujos. El caso es que yo le hice varios favores dentro del talego y, a cambio, ese santo me recompensó con estas pequeñas bicocas que le digo.
Cuando en 1937 me concedieron la libertad, me di cuenta de lo bien pagado que estuve. Menos mal que al poco tiempo, gracias a mi primera novela, “Por el pasado llorarás”, me hice famoso y empecé a ganar el dinero suficiente para seguir con mis vicios preferidos. No obstante, una vez muerto, y a pesar de que donde estoy tengo a mi disposición todo el caviar y el champán que se me antoje, ahora mis vicios han dado un giro a lo Copérnico. Quiero decir que al caviar y al champán los he sustituido por el té y las pastas de la señora Dalloway. Incluso he dejado de fumar. ¿Qué le parece? Me he convertido en un aristócrata inglés de lo más estirado y aburrido, aunque en la versión negra de Jefferson, Missouri. Entonces va y suelta una carcajada que hace temblar los mimbres de todas las butacas del jardín. Nunca he visto unos dientes más blancos y grandes que los suyos. A decir verdad no debería reír así, me dice, los negros hemos de reprimir nuestra risa para que los blancos no nos tomen por bufones.
Nunca le tomaría por un bufón, señor Himes, sino por un gran escritor. En mi opinión, uno de los mejores escritores americanos del siglo XX. Yo diría que ha llegado usted a la altura de Faulkner. Menos mal que no ha dicho a la altura de Hemingway, como me solían decir entonces, ya que a la altura de Hemingway llega cualquiera que sepa juntar dos palabras. En realidad no quiero que me coloquen a la altura de nadie, pero si lo hacen me halaga estar al menos al lado de alguien que sea de mi gusto. Y Faulkner, desde luego, no deja de ser una buena compañía.
Después hablamos del resto de su obra y también de su estancia en Moraira, el pueblo de la provincia de Alicante del que se enamoró la primera vez que lo vio, eligiéndolo para pasar sus últimos años de vida. También me dice que huyó de América para no tener que soportar la humillación y la vergüenza del racismo sureño. Estaba tan indignado que salir de aquel país, mi propio país, fue una liberación para mí, como si me hubiera despojado de un montó de grilletes.
Chester Himes me parece un hombre feliz. Pienso en ello cuando, desde su descapotable amarillo, vuelve a sonreír con todos sus dientes y me dice adiós con la mano. Un estilo de coche ese descapotable que le va como anillo al dedo. No sabría decir por qué.
Cuando llego a casa, Clarissa me dice que se ha tomado la libertad de organizar una fiesta. Resulta que ha utilizado mi listín telefónico, además de su propia agenda, para llamar a todos mis amigos y a buena parte de los suyos. Al parecer les ha convocado para las diez  de la noche. Me dice que ella misma se va a encargar de las flore y de las pastas. Entonces, extremadamente mosqueado, fue cuando se me ocurrió formularle la pregunta del millón de dólares. Perdona, Clarissa, ¿tú sabes cómo demonios se hacen las pastas inglesas? ¿Te refieres a esas que son redondas y llevan una guinda en el centro? A esas, precisamente, me refiero. Pues resulta que esas pastas son mi especialidad culinaria. Un escritor americano, muy amigo mío, está empeñado en casarse conmigo sólo por cómo me salen. ¿Conoces a Chester Himes? Cuando quieras te lo presento.






 

        
        

         

22 de marzo de 2017

JOHN CHEEVER



Madrid 16 de marzo

Después de esquivar a uno de mis “odiadores” más importantes y queridos, he tomado el aperitivo en Casa Camacho: caña de cerveza y patatas bravas. No sé por qué razón, pero hoy me he levantado con un vago sentimiento de hombre del pueblo, algo extraño en mi persona. Así que he volado hasta la calle de San Andrés, casi esquina a la plaza del Espíritu Santo, para darme un baño de casticismo madrileño. No en vano se trata del barrio de Maravillas, donde todo el mundo tiene el aspecto de haber leído a Jean Paul Sartre. Recuerdo que un servidor de ustedes se atragantó con “La nausea” en un cuartel de Burgos, mientras le regalaba al ejército y a la patria uno de mis años físicamente más floridos.
A las tres almuerzo en “Salvador”. Habas con jamón y vino tinto. Como ustedes saben, Pitágoras prohibió las habas a sus adeptos. Es posible que en su composición molecular puede que exista algún componente químico altamente perjudicial para la práctica de alguno de los ritos pitagóricos. Me refiero, claro, a los ritos desarrollados en los misterios eleusinos. Desde luego es innegable la influencia de la bioquímica, lo puramente cerebral, en los procesos de la mente espiritual. Creo recordar que hay fármacos recetados en psiquiatría que incluyen a las habas en su lista de contraindicaciones.
Doy un paseo hasta los confines de la calle de Alcalá. Tengo reservado un libro de relatos en una librería de viejo que hay en pleno barrio del Carmen. Los relatos son de John Cheever, un buen escritor de cuentos, según el samaritano que me lo recomienda. Hace calor y a la vuelta me siento en la terraza del Cappuccino. Pido un café solo con hielo y abro el libro. No leo el primero de sus cuentos, “El nadador”, que es el más famoso de todos gracias a la interpretación magistral que Burt Lancaster hace del personaje en la adaptación cinematográfica de Sidney Pollack. Me refiero a que elijo otro cuento para abrir el baile. Se titula “Reunión” y tiene un argumento realmente serio: el encuentro, después de unos años, de un joven, que está de paso y sólo dispone de hora y media, con su padre divorciado. Es la historia eterna de un adolescente en plena búsqueda del padre. Es decir, el chico que vive el mito homérico de Telémaco al principio de "La odisea". Sin duda alguna, el encuentro del padre y del hijo que se produce en el cuento de Cheever es terriblemente frustrante para el joven, ya que el padre es uno de esos payasos, en el peor sentido del término, que no hace otra cosa, en el poco tiempo disponible, que avergonzar al hijo con sus salidas de tono. No obstante, la historia está escrita con mucho sentido del humor, para que el ánimo del lector no se venga tan abajo como el del propio joven de la historia.
Después me decido por otro cuento cuyo título me llama poderosamente la atención: “Una visión del mundo”. Se trata de un título que, como las ofertas del Padrino, me resulta imposible rechazar. ¿Quién sería capaz de ignorar un título así? ¿Quién se arriesgaría a volver la página y dejar en el limbo una nueva concepción existencial de la vida que pueda iluminarnos? De modo que me dispongo a leer el cuento de inmediato.
Sin embargo, casualmente, en el justo instante en que termino de leer la primera frase del relato, aparece mi buen amigo José Antonio de Guzmán y Ponce de León, que viene de una emisora de radio, donde le han entrevistado sobre un tema que él domina como nadie: el dandismo y su importancia en la historia de la literatura. Pide un güisqui con hielo. Después me cuenta que lo difícil de explicar a la gente es que la elegancia sólo es una condición más en la personalidad del dandi. ¿Cómo es posible, se pregunta, que una entrevistadora, por muy buena que esté, no se haya leído el artículo de Baudelaire acerca del tema? ¿Qué profesionalidad es esa? La verdad es que tuve que animarlo para que no cayera, aún más, en el descreimiento social. Sin embargo, tiene mucha razón en todo lo que dice y no creo que nada ni nadie sea capaz de apartarlo de su misantropía. Es más, cada vez que hablo con él me sumo de buen grado a sus presupuestos ideológicos. La sociedad que brilla a través de los medio de comunicación, que es la sociedad que vende, prospera y apabulla al resto, la sociedad del espectáculo, es cada vez más ignorante, cursi, paleta y mal vestida de todos los tiempos.
Mi amigo José Antonio tiene una cosa muy clara, y es que si no fuera por su perseverancia el dandismo ya habría muerto sin remedio. Naturalmente, se lo llevan los demonios cuando le dicen que ese futbolista de Madeira es un modelo de dandi, con la cursilería de esos dos pendientes enormes abrillantándole las orejas.
Desde luego José Antonio tiene muy claro que ni las joyas ni la bisutería ni los tatuajes ni la ropa rota ni la ropa nueva, lo nuevo endominga, dice, ni nada que brille y llame la atención van con la personalidad del dandi. El dandi pasa desapercibido, se hace invisible con su ropa vieja, pero de la mejor calidad. Lo más importante, según José Antonio, es que el dandi mantenga una cierta distancia psicológica con el resto del mundo. También dice que el dandi es al mismo tiempo tan estoico como epicúreo, carambola que requiere el ejercicio de casi todo una vida y demasiadas lecturas. El dandi vive en la búsqueda constante de la belleza, respira gracias a las emociones estéticas, pero sin mostrárselas al mundo, sin hacer gala de ellas. De ahí, a veces, su inquietud de coleccionista, su afición secreta al “bric à brac”, como “El primo Pons”, nombre de personaje que da título a una novela de Balzac. El dandi jamás dará muestras de sus sentimientos y emociones,  fingiendo una frialdad que tal vez interiormente no tenga, pero la fingirá de todos modos y como si en ello le fuera la vida. El dandi, como escribió Pessoa del poeta, es un fingidor y nada ni nadie le hará perder su compostura. Quiero decir que el dandismo, en realidad, es puramente una religión, conocimiento de uno mismo, consciencia despierta y un distante y silencioso amor a la vida. Todo ello según el evangelio de José Antonio de Guzmán.
A las ocho de la tarde llego a casa y, tras ponerme la ropa de trabajo, me dispongo a leer por fin el cuento de Cheever. La primera frase dice así: “Escribo esto en otra casa al lado del mar…” Sin embargo, de repente, otra interrupción: suena el timbre del teléfono y he de contestar. Mi corazón se llena de alegría porque al otro lado de la línea vibra la voz de Dora Malengo. Me dice que está en Berlín, pero que se ha pasado la noche en blanco por culpa de mi última novela: “Baja conmigo al infierno”. Algo es algo. Pero lo mejor es que desea verme cuanto antes y casi me ordena que acuda a su lado de inmediato. O sea que me siento, no sólo tentado, sino obligado a ir con ella. Y como mi debilidad con las mujeres resulta tan patológica como patética, le digo que mañana subo a un avión y salgo volando.
Mi cena es a base de fresas, aguacates, nueces y yogur. Me meto en la cama y por fin logro leer en su totalidad el relato de Cheever, aunque con los estertores propios del sueño. Así que tardo más de la cuenta en llegar al final. Curiosamente, la visión del mundo a la que alude el autor en su título trata de ser una visión amorosa, pero tal visión sólo le es factible a través de los sueños, incluso hasta el punto de confundir el día con la noche. La consecuencia, finalmente, es una temporada de descanso mental en Florida. Lo que no está nada mal.
Me ha gustado John Cheever, en efecto, aunque en este último cuento, “Una visón del mundo”, el autor, por un momento inquietante de zozobra mental, ha sentido el prurito de ponerse solemne y algo transcendente. Sin embargo, felizmente, ha resistido la tentación y ha mantenido la historia al mismo nivel del suelo embarrado de los vivos. Un escritor de novelas y cuentos jamás debería morir en el intento de la trascendencia. Para ese menester ya están los ensayos, los artículos, las encíclicas, las tesis doctorales e incluso la poesía. Porque ni siquiera la Mitología, que trata de dioses y héroes, abandona el tono mundano para contar sus historias. Recuerden que Praxíteles, para esculpir nada menos que la estatua de la diosa Afrodita, se valió del cuerpo y el rostro de una ramera a la que el pobre infeliz amaba apasionadamente. Su apodo era Friné, el de la ramera, claro, aunque su verdadero nombre, según escribe Roberto Calasso, era Cratina. Por cierto, también nos dice Calasso que la frivolidad que reflejan las diosas de Giovanni Tiepolo, el gran pintor veneciano del Barroco, es una medida benévola de cortesía con el fin de evitarles una apariencia de inútil solemnidad.





 

        

         

11 de marzo de 2017

FILIPPO LIPPI



Madrid, 9 de marzo del 2017

De vuelta en Madrid. Antes de lo que esperaba he recibido carta de Dora Malengo. Se encuentra de viaje por Florida invitada por un ejecutivo de la Paramount. Me cuenta que ha visitado la casa de Hemingway en Key West. Jura que durante esta visita se acordó de mí y me echó de menos. ¿Y después de la visita? Se lo peguntaré la próxima vez que la vea.
         Tras el desayuno me permito una buena dosis de lectura. Primero doy una vuelta completa por el libro de Mario Praz, “La casa de la vida”, donde averiguo que de adolescente estuvo enamorado de una vecina que era del estilo de las mujeres de Filippo Lippi. Observo en la pantalla unas cuantas obras y llego a la conclusión de que son mujeres rubias, de cara dulce, ojos azules y aspecto inocente. La primeras “madonnas” actuales que me vienen a la memoria son las de Joely Richardson, Judy Foster, Vanessa Redgrave y por ahí todo seguido hasta llegar a la antigua Nicole Kidman, es decir, antes de que la cirugía plática le borrara de la cara buena parte de su belleza original. En efecto, Nicole Kidman fue en otro tiempo una mujer digna del arte de Filippo Lippi.
         Echaba de menos el aperitivo con los amigos. Copa de Munn y media docena de ostras en Quintín, un magnífico bar de Jorge Juan esquina con Lagasca. Mujeres demasiado jóvenes y guapas para mi edad de viejo verde retirado. Ninguna de mi tiempo con un mínimo interés. Ni inmanente ni trascendente.
Comemos en “El Velázquez 17”. Lástima que tan buen servicio se vea empañado por una cocina que se merece un suspenso de los de antes. En la sobremesa cargamos el discurso, mayormente, sobre los nuevos burdeles donde priman las muñecas de tamaño natural. Al respecto se comentan las fotografías aparecidas en la prensa. Por desgracia alguna muñeca fue salvajemente mutilada a la altura de los pechos. Cuento la anécdota de un amigo que mandó fabricar una muñeca a imagen y semejanza de su amor imposible. Sin embargo, pasados unos años, el amor imposible engrosó a nivel de todos sus perímetros, y ante la oportunidad de tenerla por fin entre sus brazos, mi buen amigo prefirió seguir manteniendo fidelidad a su muñeca.  
         Tomo café en la terraza del Gijón. Me han dejado solo y entretengo el rato con un librito mínimo de Argullol que llevo en el bolsillo de la chaqueta: “Aventura. Una filosofía nómada”. Se trata de veintiún capítulos acerca del hombre, la vida y el conocimiento. El autor, en el segundo, dirime con inteligencia y lirismo el sempiterno asunto de la libertad. Nos dice que el hombre se mueve entre el “todo está escrito” de los griegos y el “nada está escrito” de Lawrence de Arabia. Argullol, por su parte, se conforma con la ilusión de la libertad electiva. De repente me viene la sospecha de que la respuesta se esconde detrás de las infinitas probabilidades opcionales de un universo infinito.
         A las ocho vuelvo a casa y escribo desde las nueve hasta bien entrada la noche. En invierno viajo hacia el sur, como en el poema de Eliot. No tengo ningún interés en acostarme y a las dos de la madrugada me pongo una película y caliento unos raviolis rellenos de trufa. De la videoteca elijo “Muerte en Venecia”. No me canso de contemplar a Marisa Berenson el poco tiempo que permanece en escena. Visconti debió haberle dado el papel de la madre del querubín. Me refiero al papel que interpretó Silvana Mangano. Habría resaltado más el señorío hierático de la familia. No me puedo olvidar de la imagen aristocrática de la Berenson cruzando la pantalla en “Barry Lyndon”, la película de Kubrick.
         Como Dora Malengo sabe mis costumbres, recibo su llamada a las tres en punto. No esperaba saber de ella tan pronto. La suponía en el yate del productor de la Paramount, surcando las aguas del Caribe. Sin embargo me dice que se vuelve a Madrid. Confiesa que se ha cansado del olor a puro del maromo y de tomar tanta biodramina mezclada con los daikiris. Un infierno para el bronceado del cutis, según ella.
         A las cinco ya estoy en la cama. No me apetece un carajo ponerme a dormir. Así que retomo el libro de Argullol. Argumenta que la posición del observador frente a la realidad es fundamental para dirimir acerca de la contradicción establecida entre las teorías de Heráclito y Parménides. Se lo recomiendo. Después sueño con Dora Malengo transformada en muñeca de tamaño natural. Dicen que ahora las hacen de silicona y no son hinchables, lo que es una ventaja sin duda a la hora de salvar el resuello. Por otra parte, la propaganda asegura que en materia táctil ni se nota la diferencia con lo humano. Además, el silencio y la discreción de la dama están plenamente garantizados.
Poniéndome en la posibilidad de su adquisición, sospecho que a la hora de elegir dudaré entre los modelos Filippo Lippi, italianizante, y el Julio Romero de Torres, más españolazo, más patriótico y, sobre todo, más afín a la Dora de mis sueños. Hasta que los perímetros nos separen. Los míos, claro.
          









21 de enero de 2017

LA CARRERA DEL SIGLO




Antes de ir al hipódromo, Hank me llevó a un bar de la calle Alvarado. Uno de esos tugurios que formaban parte de su vida. Es verdad que sus visitas habían dejado de ser frecuentes, pero de vez en cuando le gustaba recordar viejos tiempos. El barman se llamaba Charly, era exageradamente delgado y tenía unos setenta años. Se puso como loco de contento cuando vio entrar a Hank. Tan contento que saltó la barra con la agilidad de un atleta y ambos se fundieron en un abrazo. Pocos abrazos he visto tan fuertes y largos como aquel. Me dijeron que se conocían desde hacía más de treinta años y eran como hermanos. Tal vez ese fuera el motivo que les impulsara a boxear como dos chiquillos al salir de la escuela. Hank amagaba ganchos de derechas y Charly trataba de esquivarlos mientras intentaba colocar algún directo que otro.
         Después de la pelea estallaron las risas y las cervezas aparecieron sobre la barra. Media docena de latas nos echamos cada uno al coleto. Las historias llenas de nostalgia, todas ellas guarras como letrinas, iban venían cada vez con más exageraciones en la trama. Al final Charly no nos dejó pagar y corrió con todos los gastos de la fiesta. A Hank le molestó que ni siquiera nos permitiera abonarle un par de rondas. De repente entró en el bar una señora de cara angulosa y los ojos grandes y grises. También era delgada y alta y con el pelo teñido de rubio platino. Hank me la presentó como Katty Porter y enseguida supe quién era ella. No hizo falta que Hank me informara de que había escrito “El barco de los locos”. Una de mis novelas preferidas, le dije. No crea que le gustó mucho mi halago ni que balbuceara tanto para elogiar su novela. Tendría así como unos cincuenta y cinco años y casi me dio la espalda para hablar con Hank. Tuve que cambiarme de sitio para saber de qué narices hablaban. Ella pidió un güisqui y dijo que se venía con nosotros al hipódromo. Charly dejó que Hank la invitara y nos estrechó la mano antes de marcharnos.
         El mes de julio había entrado con fuerza y hacía un calor del carajo. Dora y Linda dijeron que pasarían el día en la playa y nos dieron permiso hasta la hora de la cena. Katty y Hank se sentaron en el asiento trasero del coche y a mí me obligaron a conducir sin mirar por el espejo retrovisor. Yo nunca había ido al hipódromo y equivoqué el camino un par de veces, pero los pasajeros del asiento postrero no se enteraron y de saberlo no creo que les hubiera importado una mierda. Ellos estaban a los suyo y yo lo único que oía eran los gemidos de la tejana, que tiraba como una mula cerrera, aunque no dejaba de quejarse de la incomodidad de los pantalones para los manejos del amor. No era difícil de imaginar que el salido de Hank le metía lo que fuera hasta la empuñadura. No vomité porque mi preocupación por ir en la dirección correcta me impedía centrarme en la fiesta que se celebraba a mis espaldas.
         La visión a lo lejos del edificio verde de Santa Anita Park nos calmó los ánimos. Sobre todo a los del asiento de atrás, que se bajaron del coche con los pelos revueltos y la ropa arrugada, como si llevaran peleándose dos semanas sin parar. La cara de Hank era todo un poema, pero me dio la impresión de que se le iluminaba de sol ante la vista del hipódromo, el sonido de los altavoces y el ir y venir de la gente. Nada más llegar a la grada se tomó la primera cerveza y empezó a apostar como un loco en todas las carreras. Katty Porter pidió un bourbon con hielo y yo decidí, por si volvía a ejercer de chófer, mantenerme virgen con una botella de agua mineral. Naturalmente, dejamos a Hank que se encargara de las apuestas. Él era el entendido en la materia y nos dio la impresión de que lo sabía todo acerca de los caballos y sus jinetes. En realidad se sabía de memoria la vida y hasta la lista de lesiones y enfermedades de cada penco. Sin embargo, no ganaba una mierda. Me dijo que la mala racha le dudaba ya desde hacía un par de meses.
Entonces fue cuando llegó la quinta carrera y se me ocurrió aconsejarle que apostara al caballo que, según él, no iba a ganar, por muy bueno que fuera. Se me quedó mirando y me dijo que no era mala idea. Resulta que el caballo elegido por Hank como ganador se llamaba “California Chrome”, un caballo invencible, según todos los expertos, y Hank era sin duda un experto, así que cambió la apuesta y puso como ganador a otro que se llamaba “Arrogate”, un caballo que siempre le había gustado. Para darle ánimo tanto Katty como yo le acompañamos a la taquilla de apuestas. Nos dijo que pretendía jugarse nada menos que mil dólares.
Ellos iban delante de mí, como a unos tres metros de distancia. Entonces advertí que el tipo ancho, bajo y moreno de pelo crespo, con un traje gris de lino, que caminaba a mi lado era nada menos que un ejecutivo de la Paramount, pero no un ejecutivo cualquiera, sino el que había comprado los derechos de una de mis novelas y después el guión que me pidió que escribiera. Se llamaba Feliciano Suárez y recordé que era de San Diego. Como digo un tipo algo basto de aspecto. Uno de esos hombres que parecen muy machos y peludos por dentro. Aún así no tenía la barriga tan prominente como la de Hank. El caso es que iba en mi misma dirección, es decir, camino de las taquillas de apuestas. Nos miramos y la verdad es que no tardó demasiado en reconocerme. Después del saludo de rigor me dijo que mi guión empezaría a rodarse dentro de unos cuatro meses. Volvimos a intercambiarnos los teléfonos. Dijo que podrían necesitarme en el estudio para modificar alguna escena o una mierda parecida. Esas fueron sus mismas palabras. Le dije que estaba a su entera disposición. Pero lo más interesante fue cuando cambiamos de onda y confesó que iba a jugarse un buen fajo de billetes por “California Chrome”. Según su teoría, idéntica a la de Hank, era imposible que ese caballo perdiera cualquier carrera en que participase. Estaba tan convencido de lo que decía que dudé si desanimarlo o dejarle que siguiera su camino. Sin embargo, me atreví y le dije que su apuesta iba mal enfocada, aconsejándole que apostara cualquier dólar que llevara encima por “Arrogate”, que se pagaba cinco a uno. Me preguntó si era un chivatazo y le contesté que algo parecido. Mi carrera como escritor de guiones estaba en juego. Dijo que apostaría cinco de los grandes  por “Arrogate”. 
         Aunque él sabía quiénes eran mis acompañantes, al menos sí que conocía a Hank, nos pidió la venia para sentarse con nosotros en la grada. Me pareció demasiada educación para el tipo de camisa que llevaba. El traje estaba bien cortado y el paño era un lino de excelente calidad, pero las deportivas de color rosa y la camisa blanca de flores violetas, más su aspecto en general, fueron las señales inequívocas de que estaba delante de un cateto en toda regla. Dijo que quería presenciar la carrera a mi lado por si luego tenía que despellejarme y enviar mis restos al Pacífico como alimento de los tiburones. Pedimos más cerveza para Hank y otro bourbon para Katty y agua mineral para mí. El de la Paramount prefirió la excentricidad de un “Bloody Mary”. Seguramente pensaría que ese cóctel le haría más inglés ante nosotros, como si la camisa de flores violeta no fuera suficiente para parecernos un ser fronterizo entre el ser y la nada.
         Desde luego a Katty no le hizo ninguna gracia que se sentara con nosotros. Se lo noté en la cara. Supongo que tendría motivos suficientes para catalogarlo como un capullo integral, entre otras razones porque después de su apretón de manos no volvió a mirarla en toda la tarde. Estaba claro que una mujer con más de cincuenta años no coincidía con su tipo de mujer ideal, por muchos ojos grises que le brillaran. Aunque lo más seguro es que jamás hubiera oído hablar de ella. Y en América, incluso en el mundo entero, no saber quién es Katty Anne Porter es una señal clara de analfabetismo literario, un pecado gravísimo para un ejecutivo de la industria cinematográfica, ya que una de sus novelas, “El barco de los locos”, fue llevada al cine nada menos que por Stanley Kramer. Estoy seguro de que la pobre Katty no le perdonará jamás semejante desaire.
         Katty, desde la retaguardia, le dedicó varios cortes de mangas y, como fin de fiesta, le sacó una lengua demasiado larga y azul justo en el momento en que sonaba el tiro que daba la salida. Confieso que jamás he asistido a un espectáculo de tan alta tensión como una carrera de caballos. Y encima sin haber apostado un maldito centavo. Solamente estaba en juego mi futuro como guionista de la Paramount, es decir, más dinero y prestigio del que se pueda ganar en doscientas carreras como aquella. Apostaría un imperio a que yo fui el imbécil que más mierda se jugó en toda la tarde. 
Pero empezamos mal. Aquel caballo del demonio, “California Chrome”, se puso el primero desde la salida y parecía imposible que algún otro lo pudiera alcanzar, sobre todo “Arrogate”, que no pasaba del tercer lugar y el muy cabrón no adelantaba más ni aunque le metieran un cohete por el trasero. “California Chrome” a su lado parecía una puta locomotora de alta velocidad. Hank movía la cabeza de un lado a otro, esperando el peor de los finales. Sin embargo, el ejecutivo y la escritora saltaban como posesos, animando el galope cojitranco de “Arrogate”, que seguía en el mismo plan, como si el muy cabrón paseara a miss Daisy y la carrera  no fuera con él. Dejé de mirar a la pista.
De repente sentí que el volumen de los gritos de Katty y del ejecutivo aumentaba en unos cuantos decibelios. Y es que “Arrogate”, después de la última curva, había logrado ponerse el segundo. Sin embargo, “California Chrome” iba tan lanzado que se necesitaría un jodido milagro para adelantarlo. O sea que me veía devuelto a mis orígenes, humillado y metido hasta las cachas en el fango de los escritores mediocres. Había puesto mi carrera en las pezuñas de un jodido penco de mierda. Sin embargo, el milagro ocurrió, vaya que si ocurrió, pues a cincuenta metros de la meta, “Arrogate”, con una zancada prodigiosa, se puso a la altura de “California Chrome”, nadie se lo podía creer, y en los diez últimos metros, consiguió ponerse por delante. “Arrogate” entró en la meta con más de medio cuerpo de ventaja sobre su gran perseguidor.
¡Habíamos ganado!
Me temblaban las piernas como a un niño en presencia de una niña rubia con coletas. Mi ejecutivo favorito, Feliciano Suárez, natural de San Diego, de padre mejicano y madre portorriqueña, con la cara descompuesta por los nervios y la alegría de la victoria final, se fundió conmigo en un abrazo más allá de la pura camaradería. Sus brazos me parecieron como si fueran los lomos de una pitón africana. No pude zafarme de él en una eternidad de segundos. Le había hecho ganar veinte mil dólares y era incapaz de dominar la emoción. Pero cuando logré deshacerme de su abrazo tuve que vérmelas con el de Hank, que esperaba su turno para dejarme molidas las pocas costillas que el otro había dejado ilesas. Más tarde, después de que cobraran sus beneficios, el de la Paramount logró apartarme del grupo. Quería saber quién había sido mi fuente de información. Le dije que si se la revelaba acabaríamos los dos formando parte de los cimientos de cualquier gran hotel de próxima construcción. Lo entendió a la primera y no volvió sobre ese asunto. Incluso empezó a mirarme con más respeto.
En el viaje de vuelta a San Pedro conté mi apuesta mafiosa a Hank y Katty y casi se mueren de la risa. Tomamos una última copa en otro bar de la calle Figueroa. Allí dejamos que Katty siguiera la juerga por su cuenta. Hank y yo recuperamos el camino de casa. Teníamos ganas de ver a Dora y a Linda. Milagrosamente, antes de llegar, el móvil me dedicó la quinta de Bethoveen, mi melodía preferida. ¿Quién llamaba? Pues nada menos que mi colega del alma. El bueno de Feliciano. Me pidió por favor que a la mañana siguiente estuviera en su despacho a las diez en punto. Al parecer, tenía trabajo para mí.