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11 de marzo de 2017

FILIPPO LIPPI



Madrid, 9 de marzo del 2017

De vuelta en Madrid. Antes de lo que esperaba he recibido carta de Dora Malengo. Se encuentra de viaje por Florida invitada por un ejecutivo de la Paramount. Me cuenta que ha visitado la casa de Hemingway en Key West. Jura que durante esta visita se acordó de mí y me echó de menos. ¿Y después de la visita? Se lo peguntaré la próxima vez que la vea.
         Tras el desayuno me permito una buena dosis de lectura. Primero doy una vuelta completa por el libro de Mario Praz, “La casa de la vida”, donde averiguo que de adolescente estuvo enamorado de una vecina que era del estilo de las mujeres de Filippo Lippi. Observo en la pantalla unas cuantas obras y llego a la conclusión de que son mujeres rubias, de cara dulce, ojos azules y aspecto inocente. La primeras “madonnas” actuales que me vienen a la memoria son las de Joely Richardson, Judy Foster, Vanessa Redgrave y por ahí todo seguido hasta llegar a la antigua Nicole Kidman, es decir, antes de que la cirugía plática le borrara de la cara buena parte de su belleza original. En efecto, Nicole Kidman fue en otro tiempo una mujer digna del arte de Filippo Lippi.
         Echaba de menos el aperitivo con los amigos. Copa de Munn y media docena de ostras en Quintín, un magnífico bar de Jorge Juan esquina con Lagasca. Mujeres demasiado jóvenes y guapas para mi edad de viejo verde retirado. Ninguna de mi tiempo con un mínimo interés. Ni inmanente ni trascendente.
Comemos en “El Velázquez 17”. Lástima que tan buen servicio se vea empañado por una cocina que se merece un suspenso de los de antes. En la sobremesa cargamos el discurso, mayormente, sobre los nuevos burdeles donde priman las muñecas de tamaño natural. Al respecto se comentan las fotografías aparecidas en la prensa. Por desgracia alguna muñeca fue salvajemente mutilada a la altura de los pechos. Cuento la anécdota de un amigo que mandó fabricar una muñeca a imagen y semejanza de su amor imposible. Sin embargo, pasados unos años, el amor imposible engrosó a nivel de todos sus perímetros, y ante la oportunidad de tenerla por fin entre sus brazos, mi buen amigo prefirió seguir manteniendo fidelidad a su muñeca.  
         Tomo café en la terraza del Gijón. Me han dejado solo y entretengo el rato con un librito mínimo de Argullol que llevo en el bolsillo de la chaqueta: “Aventura. Una filosofía nómada”. Se trata de veintiún capítulos acerca del hombre, la vida y el conocimiento. El autor, en el segundo, dirime con inteligencia y lirismo el sempiterno asunto de la libertad. Nos dice que el hombre se mueve entre el “todo está escrito” de los griegos y el “nada está escrito” de Lawrence de Arabia. Argullol, por su parte, se conforma con la ilusión de la libertad electiva. De repente me viene la sospecha de que la respuesta se esconde detrás de las infinitas probabilidades opcionales de un universo infinito.
         A las ocho vuelvo a casa y escribo desde las nueve hasta bien entrada la noche. En invierno viajo hacia el sur, como en el poema de Eliot. No tengo ningún interés en acostarme y a las dos de la madrugada me pongo una película y caliento unos raviolis rellenos de trufa. De la videoteca elijo “Muerte en Venecia”. No me canso de contemplar a Marisa Berenson el poco tiempo que permanece en escena. Visconti debió haberle dado el papel de la madre del querubín. Me refiero al papel que interpretó Silvana Mangano. Habría resaltado más el señorío hierático de la familia. No me puedo olvidar de la imagen aristocrática de la Berenson cruzando la pantalla en “Barry Lyndon”, la película de Kubrick.
         Como Dora Malengo sabe mis costumbres, recibo su llamada a las tres en punto. No esperaba saber de ella tan pronto. La suponía en el yate del productor de la Paramount, surcando las aguas del Caribe. Sin embargo me dice que se vuelve a Madrid. Confiesa que se ha cansado del olor a puro del maromo y de tomar tanta biodramina mezclada con los daikiris. Un infierno para el bronceado del cutis, según ella.
         A las cinco ya estoy en la cama. No me apetece un carajo ponerme a dormir. Así que retomo el libro de Argullol. Argumenta que la posición del observador frente a la realidad es fundamental para dirimir acerca de la contradicción establecida entre las teorías de Heráclito y Parménides. Se lo recomiendo. Después sueño con Dora Malengo transformada en muñeca de tamaño natural. Dicen que ahora las hacen de silicona y no son hinchables, lo que es una ventaja sin duda a la hora de salvar el resuello. Por otra parte, la propaganda asegura que en materia táctil ni se nota la diferencia con lo humano. Además, el silencio y la discreción de la dama están plenamente garantizados.
Poniéndome en la posibilidad de su adquisición, sospecho que a la hora de elegir dudaré entre los modelos Filippo Lippi, italianizante, y el Julio Romero de Torres, más españolazo, más patriótico y, sobre todo, más afín a la Dora de mis sueños. Hasta que los perímetros nos separen. Los míos, claro.
          









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