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18 de octubre de 2018

Diario 10 de Septiembre

10 de septiembre
Me despierto a las cuatro y media de la mañana por culpa de unos picores en la piel. Se trata de una treintena de picaduras de mosquito. Una ducha de agua caliente solo me alivia momentáneamente, pero al menos me limpia el sudor. Vuelvo a la cama y me pongo a leer “El extranjero”, de Albert Camus. Recuerdo que esta novela la leí hace treinta años y no me gustó. Desgraciadamente sigue sin gustarme. No la soporto. La cambio por una antología de poemas de T.S. Eliot. Me emociona el que se titula “A los indios que murieron en África”, sobre todo los cinco primeros versos: “El destino de un hombre es su aldea, // su propio fuego y lo que guisa su mujer; // sentarse delante de su puerta al atardecer // y ver a su nieto y al nieto del vecino // jugando juntos en el polvo.” Sobre las seis me quedo dormido. Sin embargo, los picores que no cejan me despiertan a las ocho y media. Me levanto y trato de escribir hasta las doce. 
A las doce acompaño a Nora a la farmacia. Compramos un bote de “talquistina”, una pomada alergógena y una caja grande de ibuprofeno. Entramos en el supermercado en busca de unos yogures y una bolsa de nueces. 

                           
CUENTO DE NAVIDAD

Me excedía con la última fresa del pastel cuando entró su marido. La cara se nos descompuso a los tres. Lo primero que se me ocurrió, sorprendentemente, fue fijarme en las cortinas de la habitación. Eran verdes y llevaban un estampado floral demasiado chillón para mi gusto. Sin embargo, decidí que serían un buen refugio, no para mi seguridad, sino para ocultar la desnudez. La desnudez ante los demás, sobre todo cuando no va con ellos, es la causa primera de la vergüenza humana. Adán y Eva se avergonzaron, ruborizándose,  cuando, después de cometer la pifia injustificable de la manzana, se vieron desnudos delante de Dios. Pero lo peor fue el sonido seco de aquel disparo. Ese tipo ya venía avisado y, por tanto, con la mano bien llena de balas y milímetros parabellum. El médico me dijo que los pliegues de la cortina, como la arrugué en un acto reflejo, acolcharon y desviaron la bala destinada a entrar por la vaguada del ombligo, lo que me hubiera supuesto una muerte súbita por hemorragia. Pues bien, mientras uno se recupera de una depresión postraumática, el matrimonio recompone su relación en Palma de Mallorca. He preguntado por ahí acerca de quién es el tonto de la historia. La verdad, no sé a qué viene una pregunta tan estúpida.

Sábado, 6 de octubre
Después de recuperar por unos días la alegría de vivir, vuelvo a caer, no en el spleen mágico de los poetas, sino en el cansancio inexpresivo de los vagos. La ciudad provinciana se ha manifestado hoy en forma de “maratón”. Cortan la vía principal y las calles se convierten en laberintos experimentales para ratones de cuatro ruedas. Y todo para que unos tarados mentales se abarquillen las rodillas a costa del presupuesto. No hay tiempo más derrochado que el que se utiliza para correr en pos de una meta. Todas las metas de este mundo, no solamente llevan marcado el precio, sino que en el fondo son como trampas de furtivos. Solo me fio de aquel que camina sin saber hacia dónde camina. Mi voluntad desfallece, el trabajo se atasca y el rencor me atosiga contra el mundo. 
Así que me permito la licencia dietética de disfrutar con un cruasán de mantequilla, untado de mermelada, y un café con leche. Después trato de dormir. Estoy tan bajo de moral que ni siquiera el cansancio me lleva de la mano hacia un sueño profundo. He de conformarme con un duermevela de escasa eficacia reparadora. 
A las diez quedo con unos amigos para cenar, pero ni el vino consigue su objetivo. Llego a casa a las dos de la madrugada y leo hasta bien entrada la noche. Es probable que en invierno viaje hacia el sur.


9 de septiembre de 2018

Viernes, 3 de agosto. 
Durante el día no hago otra cosa que leer y escuchar a Billie Holiday. Este calor excesivo me parece perfecto. La verdad es que estoy entusiasmado con el cambio climático. Por lo menos hay algo que se mueve en mi vida. 
Por la noche, bajo la maravilla natural de una palmera plastificada, escucho la octava de Beethoven. Todo el mundo habla de la tercera y la novena como las mejores sinfonías de la historia. Puede que sea cierto. No lo dudo, pues no soy entendido en la materia. Pero también en esto de la música se manifiestan sentimientos muy personales, y a mí la octava me parece sublime. Con permiso de los melómanos.
Leo en un libro espléndido, “Magnífica miseria”, del profesor Molinuevo, que la naturaleza humana sufre conflictos con las instituciones burguesas. La mía no, desde luego. Me entusiasman las instituciones burguesas. Por ejemplo, los bancos son maravillosos: te guardan el dinero, te conceden créditos y en verano tienen aire acondicionado. La verdad es que estoy encantado de ser burgués. Confieso que mi verdadera aspiración en la vida siempre fue ascender de la categoría de burgués a la de viejo verde. Aún me faltan algunas lecturas, pero lo conseguiré.

Domingo, 12 de agosto
Me escribe Dora Malengo desde una playa brasileña. Junto a la carta me envía una foto para que le admire el vestido sublime que lleva. Cada día me gusta más esa chica. Las tempestades no pasan por ella. Sigue tal cual, como en aquellos años en que nuestras almas jóvenes se entendían como si vinieran del mismo limo. 

Lunes, 13 de agosto
Físicamente me encuentro como un campo de trigo después de la mordida de una segadora hambrienta. No puedo dar un paso. Aprovecho la quietud para leer un relato de Théophile Gautier titulado “La muerta enamorada”. La literatura romántica está repleta de historias de necrofilia y vampirismo. Ahora recuerdo, por ejemplo, aquella sonata de Valle en la que el marqués de Bradomín hace el amor con una moribunda que entrega la vida bajo sus ansias. También me viene ahora a la memoria el cuento de Poe, “La caída de la Casa Usher”, una maravilla que casi todo el mundo ha leído. No es tan popular la lectura de los relatos de Henrich Heine. Les recomiendo el titulado “Noches florentinas”. Sorprendente el personaje de Maximilian, que cuenta sus amores con las estatuas, sobre todo con la mujer de “La noche”, una escultura de Miguel Ángel que podemos ver en la iglesia de san Lorenzo de Florencia. Naturalmente, la historia termina con una escena de  necrofilia.
Lo cierto es que estoy en un estado mental algo depresivo y siento con cierta preocupación el placer que me ha proporcionado la historia de Gautier.
Tanto que de Gautier me voy a Poe y releo “El gato negro”. No me gusta el final. Con el permiso del gran escritor me permito la licencia de crear otro desenlace. Un atrevimiento intolerable, se mire por donde se mire. Pero el gato no tiene por qué aparecer emparedado. No se sostiene. Basta con que el minino, el “chat noir”, se presente de improviso, delante de los policías, y maullando inconteniblemente arañe la pared donde está emparedada la mujer del asesino. Así todo resulta algo más razonable. Vuelvan a leer el relato y díganme si no llevo razón.

Jueves, 16 de agosto.
Hoy es mi cumpleaños. Cena y baile de verano. Ya solo salgo a la pista en ambientes privados. No es por presumir pero bordo en oro esa cosa del “Me va me va”. Para la historia de la danza. 
Antes me he pasado el día leyendo el Fedón. Dice el profesor Trías que el “Corpus Platonicum” es la verdad revelada de la cultura grecolatina. De modo que de ser así no me queda otro remedio que creer en ella. Claro que el verdadero filósofo no trabaja sobre revelaciones sino utilizando la razón, el lenguaje puramente lógico. Sin embargo, todo el mundo debería leer, al menos una vez al año, la narración de la muerte de Sócrates.

Viernes, 17 de agosto
Como no me han dejado dormir, me arrastro por la casa como cargado de cadenas. Vamos que me siento como Charles Laughton en el fantasma de Canterville. 
Por la tarde trato de encontrar una película aceptable entre los trescientos canales disponibles. Parece mentira, pero es una navegación imposible por un mar lleno de mediocridades. Al menos puedo ver un documental sobre la ciudad italiana de Portofino. 


Sábado, 18 de agosto.
Me he pasado la amanecida en casa del duque de Aumale. Para comprender el significado de esta visita es obligatorio leer a Proust.  Un mal día como el mío no lo tiene cualquiera. Aun así me deleito leyendo alguna cosa de la antología sobre estética de José María Valverde. 
         Hablo por teléfono con Charito Ruano. Nuestra conversación trata sobre la necrofilia latente en Vértigo, la película de Hitchcock. Creo que ya he comentado algo al respecto en este diario. Pero ella no lo ve demasiado claro. Para mí que el tema le aterra. A mí también, claro, pero sin duda es algo que resulta de un cierto interés literario. Ambos estamos de acuerdo.
         Por la noche, antes de apagar la luz, leo una fábula de Ambrose Bierce. Concretamente la que se titula “El principio moral y el interés material”. Tampoco que es sea demasiado brillante. Me ha gustado más la siguiente, “La máquina voladora”, más inteligente, más original, más irónica. 

Domingo, 20 de agosto
Antes de leer el resto de la obra platónica he decidido leer el “Tractatus Logico-Philosophicus” de  Wingesttein. En realidad será la segunda vez que lo lea, si bien la primera no entendí gran cosa. Me consuela saber que Bertrand Russell tampoco le sacó provecho en su primera lectura. Por cierto, el libro contiene un epílogo de Rusell que pretende aclarar ligeramente el camino tomado por Wingesttein. Por cierto, de Wingesttein me atraen, sobre todo, sus cometarios acerca de la mística como una forma superior de conocimiento. 

Miércoles, 22 de agosto
Vuelvo a mis paseos matutinos por el camino de Méséglise. Me divierte enormemente la carta que el barón de Charlus escribe a Amado, director del hotel de Balbec, explicándole los regalos que se perdía por no haber atendido sus requerimientos.
         Por la tarde regreso a la filosofía. Cuando Platón establece el concepto de “idea” no hacew otra cosa que establecer el verdadero problema de la metafísica. Naturalmente, nuestra estructura cognitiva racional no ha dado la talla para resolver la cuestión. Digamos que se ha quedado sin aliento, sin herramientas lógicas, ante el muro de una frontera infranqueable. Nuestro pensamiento, que al expresarse no puede ir más allá del lenguaje hablado, como dice Wingesttein, solo nos sirve para andar por casa, que nos es poco. Todo el territorio existente más allá de la frontera limítrofe del idioma es tierra baldía. Otra cosa es que desde ese territorio impenetrable nos llegue a la consciencia en forma de revelación o intuición algunos principios que los filósofos, salvo excepciones, no están dispuestos a contemplar. Desde mi punto de vista, solamente Shopenhauer construye una teoría bastante razonable. Dice que el conocimiento a priori, las ideas, que obviamente no se ha obtenido empíricamente, solo adquiere presencia activa a efectos de la experiencia. Quiere decir que cuando el hombre contempla por primera vez un árbol, la idea de árbol se activa en su mente y lo reconoce. Es como si las ideas fueran moldes vacíos que hay que rellenar con la experiencia. De hecho es la misma explicación que Jung confiere a su teoría de los arquetipos. 
         Me gusta leer de vez en cuando esta pequeña obra de Schopenhauer: “Fragmentos de historia de la filosofía”, pero sobre todo por su manera tan desenfadada de insultar a los colegas. Charlatán, por ejemplo, llama a Aristóteles. Supongo que es de los pocos en este mundo con licencia para un atrevimiento semejante. 

Jueves, 30 de agosto
Maldita sea, pero hoy he sufrido unos cuantos ataques de ansiedad. Naturalmente, eso quiere decir que disfruto de todas las comodidades de una neurosis algo más que razonable. Me receto lecturas sencillas con historias sencillas. Proust, a pesar de sus frases largas y sus digresiones constantes, siempre me pareció un escritor de historias sencillas. Por ejemplo cuando cuenta las artimañas dialécticas que ha de utilizar para que el matrimonio Verdurin no le acompañe de vuelta a Balbec; y todo porque está en compañía de Albertine y piensa meterle mano en el asiento trasero del coche que tiene alquilado. Más sencillo imposible. Estoy completamente convencido de que cualquier editor de nuestros días mandaría al limbo del olvido a una obra como la proustiana. Recuerden que incluso en los primeros años del siglo pasado, un tipo tan refinado como André Gide impidió, con su juicio de editor plenipotenciario, que la publicara Gallimard. 
Por cierto, resulta magnífica la relación de peras que Proust, por boca del barón de Charlus, nos ofrece en ”Sodoma”. Me refdiero a la “Bon Chrétien”, la “Louise-Bonne d´Avranches”, la “Doyenné des Comices”, la “Trionphe de Jodoigne”, la “Virginie-Baltet”, la “Passe-Colmar”, y la “Duchesse-d´Agouléme”. Que me aspen si conozco la distinción entre unas y otras. 

1 de agosto de 2018


2 de julio
En coche durante mucho tiempo. Compruebo que los grupos de ciclistas circulan, con absoluta comodidad y desfachatez, por el medio de la carretera. Desde luego son carne de cañón. No me extraña que hayan respondido incorporándose a las filas más “victimistas”. El victimismo se ha convertido en la solución más rentable para cualquier minoría: causan pena y obtienen subvenciones. Ciclistas, mendigos, feministas, homosexuales y “animalistas”, entre otros grupos, hoy día ya son verdaderos “lobies”, que debidamente atendidos pueden ser una cantera inagotable de votos. Tenía razón Oscar Wilde cuando decía que no se debería querer a nadie que haya sido golpeado.
Me aterra ese joven voluntarioso que acaba de llegar a la Moncloa de la mano de comunistas, separatistas, terroristas y oportunistas. El último socialista que ocupó ese mismo trono surgió de las cenizas de varios trenes. Incluso un pucherazo habría sido más decente, como en febrero de 1936. Pero lo peor de este chico, ¿cómo se llama?, ¿Sánchez?, no es su mirada hueca, sino ese gesto inconfundible de los que se proponen cumplir con su deber. El sentido del deber en manos de cualquier socialista es, a mi juicio, como una bomba de relojería. Tarde o temprano estallará en nuestros bolsillos. De manera que opto por cerrar los postigos, meterme en la cama, encender la lámpara de la mesilla y leer al padre Orlandis.


Viernes,  12 de julio
 Me gustan las flores de plástico. Ni producen alergia ni son cómplices de las avispas. Así que le he dicho a Nora que cambie la naturaleza natural del jardín por otra con signos de vitalidad artificial. De otra manera evitaré en lo posible jugarme la vida a la intemperie. 
Por fin he terminado el trabajo que llevaba entre manos: la adaptación al cine de una novela de Henry James. Necesito productores que no sean artificiales, como mis flores, sino de carne y hueso.
De modo que paso la mañana leyendo a Fenelón. Me conmueve lo que escribe sobre la educación de las niñas. Se trata de un libro maravilloso. Sólo hay que practicar todo lo contrario a lo que aconseja para que dicha educación resulte plenamente efectiva.
Viene a tomar el té mi amigo Jxxx, uno de los hombres más aburridos de Madrid. Me trae un regalo inesperado. Un hachero del siglo 15. Me dice que lo robó de la sacristía de la catedral de Autun, siendo huésped del obispo. No es gran cosa, pero sólo el hecho de que un esteta como él se atreva a una acción tan sacrílega, conmueve mis principios. 
Me acuesto temprano. Sobre las ocho. Traté de ver una película romántica, pero mis párpados claudicaron a la primera cursilada. 

Sábado, 21 de julio.
Me atraco de fresas a la hora de la merienda. Dicen que las mejores del mundo son las de San Petersburgo. Lo comprobé el año pasado durante un viaje que me organizaron para visitar el Ermitage. Al fin el Palacio de Invierno devuelto a una causa noble. Una pena que estuviera asolado por cinco mil turistas chinos. ¿Quién puede disfrutar del arte con semejante marabunta? Aún así me emocioné al contemplar “La educación de la Virgen”, de Guido Reni. En dicho cuadro podemos ver a la Virgen, sentada en una silla, enseñando costura a unas jóvenes de su misma edad. Una pena que la belleza no se pueda explicar. Sentimos que algo es bello, pero no sabemos por qué. En cualquier caso, necesitaba que me conmoviese una escena tan femenina. Resulta tan extraña en estos tiempos. Sobre todo ahora en que las señoras se mueren por superar a los hombres en su bestialidad . En realidad el feminismo es su justificación para llegar a ser sargentos de la Guardia Civil. Y eso que el tricornio no les favorece en absoluto. Hablando de feministas, me conmuevo hasta los fondos más abisales de mi ser cada vez que veo por TV a la González Sinde. ¡Qué mujer! Eso sí, sólo dice tonterías, pero las dice tan deliciosamente, ay, que no puedo evitar media docena de suspiros.

Domingo, 22 de julio
No tiene razón Cyril Connolly cuando escribe que, al llegar a viejos, solo cuentan aquellas personas que contribuyen a la emancipación del espíritu. Connolly es uno de mis escritores habituales, pero me gustaría decirle que también hay quien ha contribuido a nuestro bienestar material, físico, terrestre. Son personas sin interés intelectual, pero tan importantes que sin ellas no habríamos podido dedicarnos ni al estudio ni mucho menos a la creación. No se qué haría a la hora de elegir entre unas y otras. En todo caso estaría condicionado por la conveniencia, es decir, por puro egoísmo. El egoísmo bien entendido empieza por uno mismo. Los pies en el suelo, los objetos y su utilidad, el calor de las cercanías, ¿quién podría vivir si ellos? ¿No son nuestras anécdotas cotidianas? Precisamente, como dijo Ortega, siempre podremos elevar la anécdota a categoría. Quien haya leído los cuentos de Raymond Carver sabe lo que quiero decir. Sin olvidarnos, claro está, de nuestro Ramón. Y en pintura, por ejemplo, ¿no es lo que hizo Vermeer? También lo dice Connolly: ¡Espiritualiza lo prosaico, Palinuro, y no apuntes demasiado alto! 










3 de junio de 2018

25 de Mayo




Aún estoy traumatizado por la boda del príncipe Henry. Demasiado plebeya para mi gusto. Las monarquías deberían nutrirse únicamente con transfusiones de sangre azul. Se piensa que cuanto más cerca estén los reyes de la muchedumbre su vigencia durará hasta el infinito. En mi opinión ocurrirá todo lo contrario. La plebeyez es el disolvente monárquico más eficaz que hay en el mercado de la Historia. Unas pocas gotas y adiós al más duro y resistente de los metales. Por ejemplo, la sola mirada de una analfabeta integral como la señora Beckham puede abatir cualquier dinastía real que aletee sobre su campo de tiro. Las monarquías deben estar al mismo nivel que las leyendas mitológicas. Tal vez un escalón por debajo, pero ni uno más. Es la única manera de que el gentío les muestre pleitesía y respeto. 
Sin embargo, por desgracia, ya no es el caso. Esa horda de porteras que dirige el cotilleo mediático se ha cebado con las familias reales, rebajándolas a su mismo nivel zoológico, que es el más bajo de la escala. El resultado es que la reina de España, de una plebeyez televisiva, se permita la licencia de montarle el pollo, a la salida de misa, nada menos que a su suegra, la reina Sofía, una señora que desciende de las familias reales más antiguas de Europa. Si eso no es el acto revolucionario de una “tricoteuse”, que me dejen sin champán una semana. Las monarquías, por temor a desaparecer, empiezan a mezclarse con el pueblo con demasiada ligereza. Craso error. Una plebeya, de vez en cuando, refresca la sangre de la estirpe, no se puede negar, pero tantas y al mismo tiempo serán la causa de que la institución se vulgarice y sucumba. Al tiempo.

26 de mayo
El Paseo Marítimo de Marbella es el más bonito del mundo. Una pena que se amontonen tantos ciclistas, perros, dueños de perros, habladores de móviles y locos en carrera perpetua. Es posible que el número de personas civilizadas no llegue a la media docena por kilómetro cuadrado. Lo cierto es que uno se juega la vida, no solo por pasear en medio de un velódromo, sino por tanto mal gusto como rezuma. Siempre he creído que eso de montar en bicicleta era cosa de carteros. Pero ya sabemos a qué nivel de zafiedad barriobajera ha llegado el censo internacional. Humanitario, dirían los cursis.

27 de mayo
Anoche ganó el Madrid su décima tercera Copa de Europa. Una pega injustificable: demasiados tatuajes para un solo trofeo. Y qué cortes de pelo en plan indios “pawnees” después de la fumata. Con lo bien peinado que iba siempre Ferenc Puskas, aquel fugitivo audaz del paraíso comunista. Y no digamos José Emilio Santamaría, con aquella frente alta y amplia que le facilitaba el despeje. No obstante, mi alegría es infinita por el triunfo de los míos. Apostaría la mitad de mi reino a que dos tercios de españoles habrían disfrutado con la derrota. En tal caso hago mía la frase que Suetonio puso en boca de Calígula: “Dejad que nos odien, basta con que nos teman”. Por cierto, terrible celebración callejera, como para acabar con varias civilizaciones. 

2 de junio
En coche durante mucho tiempo. Compruebo que los grupos de ciclistas circulan, con absoluta comodidad y desfachatez, por el medio de la carretera. Desde luego son carne de cañón. No me extraña que hayan respondido creando su propio grupo “victimista”. El victimismo se ha convertido en la solución políticamente más rentable para cualquier minoría: causan pena y obtienen subvenciones. Ciclistas, mendigos, feministas, homosexuales y “animalistas”, entre otros grupos, hoy día ya son verdaderos “lobies”, que debidamente atendidos pueden ser una cantera inagotable de votos. Decía Oscar Wilde, sin embargo, que no se debería querer a nadie que haya sido golpeado.
Por fin contemplo imágenes de ese joven socialista que acaba de llegar a la Moncloa de la mano de comunistas, separatistas, terroristas y oportunistas. El último socialista que ocupó esa misma poltrona surgió de las cenizas de varios trenes. Incluso un pucherazo habría sido más decente, como en febrero de 1936. Pero lo peor de este chico, ¿cómo se llama?, ¿Sánchez?, no es su mirada hueca, sino ese gesto inconfundible de los que se proponen cumplir con su deber. El sentido del deber en manos de cualquier socialista es, a mi juicio, como una bomba de relojería. Tarde o temprano estallará en nuestros bolsillos. De manera que opto por cerrar los postigos, meterme en la cama, encender la lámpara de la mesilla y leer al padre Orlandis.

16 de mayo de 2018

7 DE MAYO


Me he recuperado del todo. No ha sido fácil. Durante estos días de postración vírica he tratado de reflexionar sobre la “voluntad de poder” de Nietzsche. Reflexiones que seguramente han contribuido a la muerte del virus. Confieso que el aburrimiento ha rayado la perfección más absoluta, llevándome su tiempo la comprensión del concepto. Lo reconozco. Me conmueve el hecho de que el propio Nietzsche admita que, salvo el Zaratustra, le costara entender sus libros después de un tiempo. Es la prueba demostrativa de que los escritores, a veces, no son otra cosa que amanuenses de las musas. Tal vez Nietzsche no sea responsable de haber dicho que para él la democracia sea el triunfo del animal gregario. Por cierto, dada la existencia nula de grandes hombres y la abundancia de mediocres ocupando cargos públicos, no me parece difícil estar de acuerdo con él.. 

8 de mayo
Dos horas de paseo mañanero, completamente solo, puliendo a conciencia el aburrimiento. Vuelvo a casa a la una. Duermo hasta la hora de comer. Por la tarde veo un par de películas. Son tan malas que soy incapaz de recordar los títulos. Tampoco los argumentos. Ceno con parquedad, escribo estas líneas y me acuesto después de leer durante media hora a no me acuerdo quién..

9 de mayo
Dicen algunos filósofos que el mal es el precio de la libertad. Sin embargo, yo pienso que el mal es, precisamente, la falta de libertad. El hombre depende de las limitaciones de su cuerpo, está cercado por el lenguaje y su proceder ético parece avasallado por los imperativos categóricos. Tenemos libertad para elegir el bar donde tomar el aperitivo, un bar no demasiado lejano, y también qué corbata nos pondremos entre la docena y media que hay en el armario. O sea que el hombre disfruta de tanta libertad como un violín metido en su funda. Para colmo hay psicólogos que aseguran la existencia de una psique inconsciente capaz de marcar en el hombre pautas de comportamiento. Entonces, ¿dónde demonios está la libertad? Desde mi punto de vista, la libertad que disfrutamos es una libertad para andar por casa. De tres al cuarto. En mi opinión, ni siquiera en el Paraíso fuimos completamente libres. Recuerden todo ese asunto del árbol, la serpiente, la manzana y la zorra de Eva. No en vano decía Hegel que el Paraíso no era otra cosa que un jardín para animales. Incluso hay quien afirma que Eva aceptó la manzana para salir del aburrimiento paradisiaco. Al demonio se le ocurre. Las mujeres siempre tan moviditas y zascandiles. Me pregunto a veces qué sería de mi vida sin el aburrimiento. Piensen que las guerras no son otra cosa que un exceso de acción. Por tal motivo me atrevería a recomendar que cualquiera con el prurito de malgastar energía vital, debería desfogarse construyendo cuartos de baño, uno de los pocos inventos humanos que merecen la pena. Eso sí, sin hacer ruido. Una desgracia que la civilización tecnológica venga acompañada de tanto ruido. No lo soporto. A veces no puedo oír ni mis propios lamentos. ¿Y acaso existe mayor placer que lamentarse?

10 de mayo
Tertulia en el casino de Marbella. Me acusan de hablar siempre de mí mismo. Les digo que, después de tantos años de hablar con la gente, no he encontrado otro tema más interesante. Ninguno está de acuerdo conmigo, ya que según ellos soy la persona más aburrida del mundo. Qué más quisiera yo. Ni siquiera he logrado que me admitan en el prestigioso club londinense de los hombres aburridos. El presidente de la junta directiva, un inglés dedicado a la clasificación de las distintas especies de la lombriz de jardín, aduce que aún me faltan muchas lecturas para mi admisión. Entre otras cosas me exige que aprenda de memoria el “Silas Marner”, o, en su defecto, cualquier novela de Saramago. Creo que, con pruebas tan terriblemente duras, nunca lograré mi cédula de admisión. Le he dicho que tal vez podría intentarlo con una de Julián Marías, cualquiera de ellas, pero aún no me ha contestado. Lo mejor es que mis contertulios están dispuestos a facilitarme todos los certificados que necesite. A cambio les prometo que en la próxima tertulia hablaremos sobre la trascendencia de la nostalgia. 

11 de mayo
Me levanto a las once. Salgo a la terraza y compruebo que el sol cumple con su deber; para colmo apenas hay viento y la temperatura, por tanto, es agradablemente primaveral. Paso toda la mañana leyendo “Los alimentos terrestres”. Gide debería ser uno de los miembros más destacados del club londinense. Me refiero, claro, al club de los aburridos. Almuerzo con Nora en el chiringuito del Hotel Amare. Después, en casa, completo la siesta del fauno. Leo en alguna parte que de la desconexión entre el impulso y la acción surge la inteligencia. Digo yo que la finalidad será contener la acción irreflexiva. Me pregunto si se conoce otro tipo de acción. ¿La reflexiva? Me temo que aún no ha sido inventada.
Cena con los amigos. No consigo explicarme cuando trato de defender el ejercicio de la nostalgia. Me dicen que vivo en el pasado. Respondo que si el presente es huidizo y el futuro nunca llega, dónde diablos voy a vivir. En mi opinión, la nostalgia es el bálsamo que, menos el reúma y el dolor de muelas, cura todos los males de la vejez. De manera que deberíamos darnos cuenta de que al final sólo hemos construido el pasado. A decir verdad, desde que nacemos somos un currículo en marcha. De ahí la necesidad de convertir la vida en una obra de arte. Claro que en mi caso doy por hecho que mi vida sólo es un campo de ruinas. Y ya no hay quien lo remedie.

12 de mayo
Viaje relámpago a París. Me hospedo en el 29 de la Rue Campagne Première, Hotel Istria, el hotel más surrealista de la ciudad, casi al lado del estudio fotográfico de Man Ray. En este hotel se hospedaron artistas como De Chiricco, Marcel Duchamp y Max Erns. El motivo de mi viaje es participar en una mesa redonda acerca de la participación de Hemingway en la guerra civil española. Nadie sabe quién soy y me dejan para el final. Estoy rodeado de comunistas infames, además de mal vestidos. Y eso que son millonarios. En mi intervención trato de demostrar que la presencia de Hemingway en la Guerra Civil fue debida, sobre todo, al poder de persuasión de Martha Gellhorn, cuya estrategia fue utilizar su atractivo físico más que su discurso ideológico. Escándalo general. Pongo la guinda al exponer que, probablemente, la Gellhorn fuera una de las llamadas “damas del Kremlin”. A punto estuvieron de enviarme al “gulag”. 
Después de la encerrona del Alcázar quedo para cenar con mi amigo Reggie, uno de los conversadores más inteligentemente aburridos que conozco. Siempre que uno de los dos quiere aburrirse a conciencia, sin dudarlo un instante, llama al otro por teléfono. Cenamos en el Petit Saint Benoit. Un restaurante tranquilo de comida tradicional. A Reggie y a mí nos vuelven locos los “caracoles a la borgoñona”. De manera que hacemos los honores a un par docenas cada uno. El champán es excelente. Durante la sobremesa hablamos de todo, pero a Reggie lo que más le gusta es contar cotilleos sobre el último año de vida de su amigo Oscar. Hoy, por ejemplo, se ha entristecido, al mismo tiempo que su rostro se llenaba de indignación, al referirme cómo William Rothenstein: pintor, escultor y grabador, volvía la cara al maestro una vez que se cruzó con él en una calle de París. Al parecer, el señor Wilde había sido su preceptor en Londres. Reginald Turner, Reggie para los amigos, fue el escritor que inauguró la columna de cotilleos del “Daily Telegraph”. Además es el autor de una docena de novelas, todas malísimas, ya que es uno de esos escritores que hablan de forma angelical y escriben como carboneros. Tuvo gracia al decirme que a los bibliófilos, cuando buscan una obra suya, les resulta más difícil encontrar la segunda que la primera edición. 

14 de mayo
Nora me espera en el aeropuerto de Málaga. Comemos en un chiringuito de Cabo Pino. Se nos une nuestra amiga Olga, una pianista alemana que estuvo casada con Charles Loeser, uno de esos americanos encaprichados de Florencia. Tanto que optó por comprarse una villa en las afueras: Villa Torri Gattaia, adornándola  con infinitas obras de arte. En realidad nuestra conversación se basó principalmente en su contenido artístico, si bien Olga practicó algunas derivaciones muy oportunas hacia el noble arte del cotilleo. Entre otras historias nos contó lo mal que se llevaban Vernon Lee y Bernard Berenson, después de que éste la acusara de plagio. También nos dijo que el talento de Cezanne fue descubierto por su marido, Charles Loeser, y un caballero italoamericano, coleccionista de arte, llamado Egisto Fabri. Y es que después de la publicación del libro de Gertrude Stein, “Autobiografía de Alice B. Toklas”, todo el mundo cree que la genialidad de Cezanne fue descubierta por la perspicacia de Berenson. La verdad es que Olga no lo tiene en mucha estima, incluso le acusa de haber autentificado pinturas falsas del Renacimiento. Claro que luego dijo que tan sólo eran habladurías florentinas. Confieso que fue una comida bastante instructiva en muchos aspectos, pero demasiado entretenida para mis intereses. Tanto que me costará algún tiempo limpiar mi expediente. No quiero ni pensar en los años de más que tardaré en ser admitido en el gran club londinense.

1 de mayo de 2018

18 de abril
El aburrimiento en la Feria de Abril es proverbial. El problema es que no se le puede transformar en obra de arte. Imposible. Sevillanas desde el desayuno hasta la cena. Una tortura. Al menos, veo a la familia. También los amigos alivian el naufragio. Para colmo de males vuelvo a casa en compañía de uno de esos virus gripales que alguien esparce por el mundo como si fuera el maná de Moisés. 

21 de abril
Tres días en cama con mucha tos, estornudos y sin pizca de hambre. Una oportunidad inmejorable para leer el diario de E. M. Delafield. Hacía tiempo que no leía algo tan delicioso. Una de las entradas me reconforta especialmente: “Tengo ocasión de observar, y no por primera vez, cuán poco agraciada puede volverle a una un resfriado”. Pues bien, certifico que en este preciso instante soy un espectáculo bochornoso incluso para personas cercanas de buen corazón.

24 de abril
La gripe aún no es un recuerdo. Tengo fiebre y la tos persiste como una deuda hipotecaria. Me conmueve que la pobre Delafield, a sus años, se haya contagiado con el virus del sarampión. Me siento unido a ella. Somos dos apestados víricos vagando por el espacio/tiempo. 
El cartero me trae un libro: “Amor”, de Henry Green, un amigo de Harold Acton, compañeros tanto en Eton como en Oxford. Dice sir Harold que su amigo Henry es  un novelista sumamente original. Ya veremos. 
Sobre la una y media me encuentro en el banco con Rafael Narváez. Terminamos las gestiones y nos tomamos un par de cervezas en un bar peruano. Me habla de la cantidad de trabajo que tiene acumulado. A cambio yo contraataco con lengua viperina contra la Feria de Abril.
Por la noche veo el Liverpool-Roma, semifinales de la Copa de Europa. Una buena batalla entre gladiadores feroces. Sólo un egipcio pone un poco de arte y buen gusto en el terreno de juego. Por la actitud de los públicos resulta del todo evidente que el fútbol es la religión oficial de nuestro tiempo. Mucho más fuerte que el opio. 

29 de abril
Mi amigo Juan Figueroa habría cumplido hoy sesenta y nueva años. Murió sin despedirse. A la francesa. Dejándome con un océano de recuerdos. En Madrid, años sesenta, cada viernes quedábamos a tomar el aperitivo en “Peñavel”, un bar de la calle Princesa. En invierno, él aparecía siempre con su abrigo de pelo de camello. Al llegar la primavera, chaqueta azul marino y pantalón crema. Normalmente, me traía algún libro nuevo, ya que en Índice los recibían a cientos. Recuerdo el día que se presentó con “Los cantos de Maldoror”. 

30 de abril
Aún me quedan algunos golpes de tos. Son restos del naufragio gripal. La gripe es una enfermedad que me parece absolutamente intolerable. Para mi gusto no debería ser tan persistente.
Dice Nietzsche que al Ser lo encontraremos más cerca de la frialdad mineral de lo inorgánico que en las profundidades trascendentales del espíritu. Desde mi punto de vista, el Ser debería dar alguna que otra señal de vida. No estoy nada contento con su comportamiento. El día que aparezca tendrá que darnos muchas explicaciones. 
Regreso a la tranquilidad violeta de Proust. Sinceramente, lo prefiero. Sin embargo, me llena de zozobra la historia de la hermana del ascensorista del hotel. ¿O era la hermana del botones? En cualquier caso, qué señora tan repugnante. No entiendo como a Proust pudo hacerle gracia alguien con acciones de tan mal gusto. 

1 de mayo
Mis propósitos dan vueltas como una noria. Al final pienso que lo mejor es acabar, de una vez por todas, el segundo libro sobre Hemingway. Son ya ciento ochenta y cinco folios, a un espacio, los que llevo escritos. Reconozco que, tras infinitos ataques de rechazo, a veces siento cierto afecto por el personaje. De habernos conocido es posible que hubiéramos terminado siendo amigos, quién sabe, aunque estoy seguro de que el muy bestia no habría tardado mucho en retarme a un combate de boxeo. Combate que yo rechazaría ipso facto. A cambio le mandaría mis padrinos y un juego de floretes para que eligiera. Uno no puede morir de cualquier manera. 
Hoy me he levantado a las siete y no he parado de escribir hasta este momento. No en vano celebramos el día del trabajo. Últimamente hay un día para cada cosa y una cosa para cada día. Claro que mañana pienso darme todo un banquete de ociosidad.


8 de abril de 2018

VIERNES 30 DE MARZO

Hoy, Viernes Santo, toca hablar de la muerte de Dios, filosóficamente hablando. En realidad no estoy de acuerdo con la interpretación que la mayoría de los filósofos atribuyen a la frase Nitzsche: “Dios ha muerto”. En mi opinión la única explicación es psicológica. Si el yo consciente es producto de la evolución de la pisque, es normal que cuanta más cantidad de consciencia consiga, más independiente se sentirá de la parte inconsciente, incluso no la reconocerá como tal. Es decir, utilizando los mismos conceptos de Nietzsche, mayor será la distancia entre lo apolíneo y lo dionisiaco. Si consideramos dionisiaco a las emociones que surgen, por ejemplo, al escuchar la música de Wagner, y apolíneo al orgullo intelectual de una interpretación puramente racional. En realidad se trata de la prevalencia de lo racional sobre lo emocional. De ahí que la civilización tecnológica, al prescindir de la emoción generada por el sentimiento, sea puramente apolínea, es decir, materialista y racional. Quien en una procesión está pendiente del manto de la virgen, o si los costaleros llevan el paso o no lo llevan, o si el alcalde se ha olvidado de sacarle brillo al bastón de mando, o si las mujeres de mantilla son feas o guapas, habrá derrochado una energía absolutamente inútil. Me refiero a que su alma no habrá recibido el alimento espiritual que la ocasión demandaba. Claro que también puede que inconscientemente se defienda de las emociones intensas que provoca todo lo dionisiaco, como puede ser la presencia de una talla del Cristo crucificado acompañado del sonido espectral de los tambores. El alma vive de la emoción de un arrobo momentáneo. Ese es el motivo de que tanto la religión como el arte compartan, en realidad, el mismo fin: el alimento del cuerpo y del alma. O como decía Oscar Wilde: “Hay que llegar al alma por la vía los sentidos y a los sentidos por la del alma”. Siempre la dualidad.

Sábado, 31 de marzo
Se ha levantado tanto viento que paso la mañana leyendo el diario de Boswell, metido en la cama. Son impensables las cosas que uno puede decir en un diario cuando se está seguro de que jamás será publicado. Por ejemplo, Boswell comenta la impresión de una mujer ante la presencia amenazante de su miembro: “Se maravilló de lo grande que la tengo”.
Después de leer a Boswell, sobre la una y media, abandono la cama y, una vez en mi cuarto de trabajo, pido al buscador que me proporcione “Las danzas polovtsianas”, que como se sabe pertenecen a la ópera “El príncipe Igor”, de Alexander Borodín. El vídeo apenas dura doce minutos. Suficiente para conseguir el estado anímico perfecto. 
A las seis y media veo por televisión un partido de fútbol. Resulta de lo más necesario practicar, de vez en cuando, alguna actividad física, incluso con pequeños tintes de violencia. El fútbol es sin duda el deporte ideal para mantenerse en forma. Así la salud no se resiente por culpa de una vida excesivamente sedentaria.
Tras el partido, a los acordes de la séptima sinfonía, me doy un baño de agua caliente, y tras elegir traje, camisa y corbata, voy a cenar al Marbella Club. Después tomo una copa en el Old Joy. Una señorita llamada Daisy me entretiene con una conversación inteligentemente trivial. Hablamos sobre la vajilla de porcelana china que ha heredado de su madre. Me pide que vaya a su casa y le confirme su autenticidad.
Y, sí, por supuesto, decido seguir buscando el absoluto. Daisy tiene un piso precioso con balcones sobre las luces azules de la Bahía del Duque. En efecto, la vajilla es de pura porcelana china. Ni una duda al respecto.







24 de marzo de 2018

NIETZSCHE




Lunes,12 de marzo

Me paso por El Corte Inglés para comprar ropa interior y unas camisas.  Almuerzo en un restaurante italiano. Los “espaguetis a la siciliana” me han parecido absolutamente magníficos. Después me siento a leer en una terraza del puerto. Estoy entusiasmado con el libro de Safranski sobre Nietzsche. La huida del aburrimiento, dice Nietzsche, es la madre de todas las artes. Sin embargo, también podría ser, y de hecho lo es, la madre de la zafiedad, el mal gusto y la degeneración. Ese es el motivo por el que me resulta más práctico hacer del aburrimiento en sí una obra de arte. No como el emperador Domiciano, que entretenía la vida matando moscas, sino como Oscar Wilde, por ejemplo, cuyas disertaciones sobre los temas más banales y aburridos resultaban deliciosas. ¿No sería terriblemente aburrida la contemplación de un sólo cuadro durante toda una tarde? Digamos que ese cuadro es, por un casual, “La Primavera”, de Sandro Boticelli: ¿no supondría para el espectador un aburrimiento tan artístico como la propia obra de arte? Comprendo que haya temperamentos que necesiten de la acción trepidante para que su vida cobre sentido, un tremendo error sería en mi caso, pues tal actitud existencial sólo lograría provocar en mí un colapso mental de consecuencias impredecibles. En cambio, la lectura de Proust durante horas y horas, que para la mayoría supondría más allá de lo humanamente soportable, me causa un placer tan físico como indescriptible.
         Cenamos gazpacho, croquetas y fresas. Por la televisión vemos una buena película. “El demonio bajo la piel”. Jessica Alba, con su voluptuosidad juvenil, me deja fuera de combate. En cambio, Casey Affleck, aunque su trabajo sea verdaderamente brillante, me deja plenamente al pairo. Para mí se trata de un actor sin enjundia ni presencia. En mi opinión, ese papel estaba destinado a un actor del estilo de Matthew McConaughey, por ejemplo. Uno de esos actores que llenan la pantalla con cualquier papel que interpreten.
Además de la encantadora Jessica Alba, lo que más me gusta de esta película es la historia criminal de Jim Thompson, un magnífico escritor de novelas policiacas. También es el autor de “La huida”, que fue llevada al cine por Sam Peckinpah.
         Antes de dormir me quedo con el pensamiento de Nietzsche acerca de la desaparición del canto de las sirenas. Nos dice el filósofo que en el mundo moderno ya no tiene cabida el coro que estremecía el alma de Ulises. Hoy día son las masas enfervorizadas las que cantan a coro sus infamias. Por desgracia, ahora soy yo el que se estremece de pavor, pero ni siquiera, como el griego, puedo amarrarme al mástil. No son edades.


Miércoles, 21 de marzo
Hoy me levanto con la idea de que la apariencia debería ser el principio más respetado en el hombre. De ahí que sea de sabios elegir la máscara más adecuada para vivir en sociedad. Si es usted un asesino en serie no debería ir por ahí con el hacha bajo una gabardina de estilo Jack el Destripador. O, por poner un ejemplo algo  más cercano, nadie debería vestir como un pordiosero si realmente se es un pordiosero. Sería toda una declaración de intenciones. De pordiosero ahora sólo van los millonarios. Y a los millonarios no hay que pisarles el terreno. Siempre son los últimos en reír. Confieso que mi máscara preferida sería aquella que me convirtiera en invisible. Uno de los placeres que me gustaría experimentar cuanto antes. Tal vez la muerte me lo proporcione alguna vez.

Jueves, 22 de marzo
Empiezo a notar como una especie de bloqueo mental.

Viernes, 23 de marzo
Dejo de leer y de escribir. Espero que no sea para siempre. En realidad, sólo me apetece leer al guarro de Bukowski. Ni el más mínimo sonrojo al confesarlo. Quedo con Miguel Delgado para tomar el aperitivo en “Casablanca”. Creo que hoy es el santo de las Lolas. Me pondré camisa limpia, corbata de seda y zapatos de piel fina.
         Después de Casablanca vamos a “La niña del pisto”. Bebemos “moriles en rama” y comemos “porra antequerana”.
A las nueve recibo llamada telefónica de Dora Malengo. De fondo se oye el rumor oscuro de una catarata. No me quiere decir si son las del Niágara, Iguazú o, simplemente, las del Jerte, si es que las hay.
Telediario: creo que pasa algo en Cataluña. Seguramente esta última frase pueda servir para toda la eternidad.
Antes de dormir vuelvo a leer algunas páginas del libro de Safranski. Siempre he relacionado la “voluntad de poder” con las fuerzas irracionales del inconsciente humano. Como dice Jung todo es psíquico, y por ahí deberían ir nuestras interpretaciones. Hay una idea que me gusta y respeto. Me refiero a cuando nos dice, citando a Schopenhauer, que mediante el arte nos liberamos  del impertinente impulso de la voluntad. En mi opinión, el arte es el pacto de paz que en el interior de la psique firman el ego consciente y los contenidos inconscientes: dioses les llamaban los antiguos. Un pacto en realidad entre los dos conceptos claves de la filosofía de Nietzsche : lo apolíneo y lo dionisiaco. Para comprender esta idea recomiendo la visión del cuadro, “El andarín por las nubes”, del pintor alemán Caspar David Friedrich. En realidad, casi toda su obra nos podría servir como ejemplo.
                   




2 de marzo de 2018

A LA RECHERCHE

Viernes, 9 de febrero
Paso toda la mañana en la cama con un libro de Madame de Staël. Esta señora está realmente obsesionada con su padre, Jacques Necker, por tres veces ministro de finanzas de Luis XVI. Claro que su obsesión se extiende también, aunque en sentido contrario, nada menos que a Napoleón, quien dijo: “La culpa de la Revolución la tuvo Necker, aunque sin ella yo nunca habría sido emperador de Francia”. Madame de Staël emplea seiscientas páginas para defender a su padre. Pero lo importante es que detrás respira una mujer de una inteligencia finísima. Ya saben lo que Benjamin Constant destacó de esta señora en su diario: “Todos los volcanes son menos ardientes que ella”. Dicen que no era muy agraciada en lo físico, pero los hombres caían rendido a sus pies por su magnetismo personal. Al parecer tuvo una buena manada de amantes.
         Me levanto para comer. Después voy a tomar café al Hotel Palace. Me encuentro con mi amigo Julio, una de las personas más aburridas que conozco. Es el motivo por el que me cae bien. Hoy hemos hablado de “blues”. Coincidimos en que a Billie Holiday hay que escucharla en verano y durante la siesta. La intensidad del calor y el adormilamiento propio de la hora son las circunstancias más idóneas para saborear placenteramente las emociones que genera esa música. Le digo a Julio que mi canción preferida es “Lover man”. Me responde que él, en cambio, prefiere “Summertime”.
         A las seis y media me paso por la Fundación Maphre para ver la exposición de Derain, Balthus y Giacometti. Nunca me gustaron las obras de arte amontonadas tanto en museos como en exposiciones, pero es la única manera de contemplar a los grandes maestros. Para como de males, confieso con cierto pesar que, en la de esta tarde, he sentido una terrible decepción. Buscaba la pederastia pictórica de Balthus y me encuentro con los restos de un naufragio. ¿Acaso ha sido censurado? Recuérdese lo que han sido capaces de hacer, tanto los ingleses como los alemanes, con la obra del austríaco Egon Schiele, pintor áulico de vaginas y otros enseres enigmáticos. Entre otras lindezas le han llamado pornógrafo.  Pues bien, de la misma logia son Balthus y Gustave Courbert, que también son pintores vocacionalmente vaginales. Claro que a Balthus las vaginas que más le gustan tienen mucho que ver con el sector de las “Lolitas”, como a Humbert Humbert, el personaje de Nabocov. Pues bien, que nadie busque en esta exposición madrileña, en pleno arroyo Valnegral, cualquier atisbo de pecado mortal u otros incentivos al uso. A la salida, en la tienda, compro las “Memorias” de Balthus. Las compro con la esperanza de que me den más satisfacciones que los cuadros de la muestra.
         Después de cenar veo por televisión una película: “La edad de la inocencia”, una adaptación de la novela de Edith Wharton. Se trata uno de los pocos casos en que las imágenes me gustan más que las palabras. Scorsese realizó, desde luego, un trabajo perfecto. Creo que lo habría firmado el mismísimo Visconti.  Imperdonablemente, a las doce ya estoy en la cama. Como un buen chico.

Domingo, 11 de febrero.
A la una menos cuarto, misa en San Antonio de los Alemanes. Hace tiempo que descubrí la poesía que hay en las palabras rituales de una misa. “Llenos están los cielos y la tierra de Tú Gloria”. El problema surge en el momento de la homilía. Hace siglos que los curas no saben por dónde se andan. La homilía de hoy, la del cura sustituto, ha sido verdaderamente lamentable. Hemos echado de menos la ingenuidad angelical del padre Javier.
         Comemos en el restaurante “Nimú”, calle Barquillo, 40. Cada día me gusta más el vino de Toro. Mi nieto Mario, veinte años, nos dice que si no fuera por la muerte no se notaría el paso del tiempo.
         Tertulia en la terraza del Capuccino. Me acusan de hablar demasiado de mí mismo. Tienen razón. ¿Pero qué otro tema podría ser tan interesante? Al menos, para mí. Téngase en cuenta que la naturaleza, desde hace unos años, me prohíbe no sólo el placer sino el deseo. Sólo me faltaría que también me impidiera cantar las alabanzas de mi gloria. Mi hija, entonces, me echa en cara las palabras de La Rochefoucauld: “el hombre honesto es aquel que no se vanagloria de nada”. ¿Y quién ha dicho que uno sea honesto?
Al final, alguien me pregunta si, a estas alturas de la vida, me arrepiento de algo. Por Dios Santo, a estas alturas de la vida me arrepiento de casi todo. Entre otras cosas me habría gustado ser más artificial desde el principio. Habría preferido en realidad construirme una personalidad razonablemente fingida, enmascarada, trazando una raya limítrofe entre la realidad y mi conciencia. Me refiero, más que nada, a un muro pedregoso de cinismo. El cinismo es la vacuna quimérica que previene el sufrimiento debido a contactos innecesarios.
         No tengo ganas de cenar. Me quedo dormido con un documental que muestra los océanos arenosos de Marte. Recuerdo a un tipo que aseguró, en un programa de Televisión, que vivió en Marte en una vida anterior. Cuando le preguntaron por su profesión en dicho planeta, dijo que había sido chapista. Ahí perdió toda credibilidad.

Lunes, 20 de febrero.
Hoy he visto a varias mujeres con los pantalones rotos. ¿Me pregunto por qué las ricas quieren parecer pobres? Por la mañana, como a eso de las una y media, entro en el bar del Hotel Only You. Me cobran nueve euros por una copa de vino tinto. Seguramente, dos veces el precio de la botella. Como es natural, no hay clientes en cien metros a la redonda. En realidad sólo quería celebrar que había mandado una novela al premio Fernando Lara. Nada del otro mundo. Digamos que mi fiesta ha sido de un aburrimiento conmovedor.
En casa me espera una ensalada de tomate, arenques y aguacates. Me duermo durante el telediario, entre muerto y muerto. Lectura a las seis. Otro placer inigualable la acción  de pasar hojas y hojas sin que el autor se mueva del mismo punto. Sin que sirva de precedente, Proust me intriga con el misterio de las “madres profanadas”. Promete explicarlo más adelante. También dice del barón de Charlus que se comporta como una “lady like”. Creo que quiere decir que sus maneras se asemejan a las de una verdadera dama. Cada vez me gusta más ese estilo cadencioso de frases interminables. Digamos que Proust convierte la monotonía de sus circunloquios y digresiones en una maravilla literaria. Por la noche, después de cenar, elijo una película de vídeo: “El año pasado en Mariembad”. Es el colofón lento y poético de un día perfecto.


Domingo, 25 de febrero
Si mi vida es aburrida, lo más inteligente es convertir el aburrimiento en una obra de arte. Por ejemplo, no hay nada como empezar el día leyendo a Porfirio. Las cartas que le escribe a su mujer, Marcela, son verdaderamente plúmbeas, una ristra de consejos para catecúmenos a punto de jurar los votos de la vida monástica. Naturalmente, todas esas cartas parecen encaminadas a que a la pobre chica no se le ocurra echarse un amante sustituto. El caso es que me las he leído todas de un tirón, metido en la cama.
O sea que desayuno a las doce en punto. Ducha caliente y me visto para ir a misa. Iglesia de San Antonio de los Alemanes. Oficia don Javier Repullés. Un jesuita de tal inocencia que no parece jesuita.
Aperitivo y comida en Las Rozas. Nos invita mi amigo José Antonio García Marcos, doctor en psicología. Buena comida y mejor bebida. Nos presenta a su nueva novia, Isabel, mucho más joven que él. Hablamos largamente de un tema lleno de colorido: el suicidio. Resumiendo: personalmente me decanto por cortarme las venas, como Petróneo, que se desangró en la bañera, poco a poco, conversando con los amigos, incluso con tiempo para un par de copas de champán. Él prefiere, en cambio, el suicidio de George Sanders, llevado a cabo mediante una buena dosis de barbitúricos, en un hotel de Casteldefels. Por cierto, George Sanders es un actor que siempre me gustó por su dandismo. No es extraño, en consecuencia, que se quitara de en medio por propia voluntad. La muerte natural del dandi es, sin lugar a dudas, el suicidio. Sin embargo, en la nota que Sanders escribe para el juez, confiesa que se quita la vida por aburrimiento. Intolerable desde cualquier punto de vista. El aburrimiento es el caldo de cultivo de la existencia del dandi. La energía que lo mantiene en pie, además de ser la forma más elegante y digna de pasar la vida. No puede haber dandismo sin aburrimiento. La clave es, como digo, tratar de convertirlo en obra de arte. Si bien hay quien prefiere, en vez de aburrimiento, decir esplín, que viene del griego, splën, palabra que determina al bazo. La Academia también la traduce como melancolía o tedio. Los franceses, siempre tan suyos, escriben “spleen”. Sin ir más lejos, Baudelaire, el dandi por antonomasia, tiene una obra titulada “Spleen de París”, que es un conjunto de poemas en prosa sobre la vida parisina.
Los antiguos romanos señalaban a Saturno como al dios responsable de la melancolía. Después, en el Renacimiento, algunos filósofos, como Marsilio Ficino y Pico de la Mirandola, también hablaron del “Síndrome de Saturno“ como un estado melancólico del hombre, muy propio de poetas, artistas y filósofos. Es lo que hoy día se llama depresión. 

Lunes, 26 de febrero.
No he salido de casa en todo el día. He leído en la cama hasta la hora de comer. Por la tarde he visto una película magnífica: “La juventud”. Los cometarios de algunos amigos no fueron, recuerdo muy bien, demasiado favorables a esta cinta. Excesivamente lenta, decían. Pero el caso es que ahora me gustan las películas lentas, sobre todo cuando la fotografía es buena y los diálogos inteligentes. Antes prefería que mantuvieran un ritmo trepidante, pero creo que me ha llegado el momento de disfrutar de la quietud, la parsimonia, el sosiego y, también, por qué no, del silencio. Como escribí ayer en este diario, ahora trato de entrarle al aburrimiento por su lado hedonista, acomodarme en el esplín que me ofrece, subirme a horcajadas sobre su grupa. Una forma como otra cualquiera de parar el tiempo que no cesa. Si la sociedad nos ofrece un espectáculo de tres pitas a cada hora del día y de la noche, a cambio propongo el aburrimiento como una forma estética y digna de vivir.

Jueves, 1 de marzo
Leo toda la mañana. Salgo de casa a las dos menos cuarto. A las dos he quedado a comer con Marigel. Decidimos entrar en Public, calle del Desengaño. Después vamos al cine. La película es de Klint Eastwood. Se titula “15.17 Tren a París”. La verdad es que no hay por donde cogerla. Los últimos quince minutos son los únicos que logran mantenerme despierto. La hora y cuarto restante no es aburrida sino insulsa y banal. Una cosa es el aburrimiento y otra la banalidad. Sin duda es una película rodada para el olvido. Cuando salimos del cine llueve torrencialmente. Paramos un taxi y nos vamos a casa. Se impone una taza de café con leche y un cruasán con jamón de York y mermelada de naranja. A las nueve hay fútbol en la televisión. Leo tranquilamente hasta esa hora. Ceno un poco de jamón, queso, almendras, nueces y un yogur. A las doce ya estoy en la cama. Sigo con “La Recherche”.


        
        
   

8 de febrero de 2018

ANDRÉ GIDE, LORD CHESTERFIELD Y CHODERLOS DE LACLÓS


Jueves, 18 de enero 2018

Correcciones hasta la una del medio día. Cuatro horas de trabajo. Un par de llamadas telefónicas. A la una y media, copa de vino tinto en el bar Cabreira, justo al lado de la plaza del Dos de Mayo. Hace sol y pongo los huesos a calentar. Marigel me saca del letargo invernal. Almuerzo en el restaurante Moncalvillo, calle de San Lucas. El menú es de 16.50 euros. De lo mejorcito que hay en la zona. Paseo digestivo de una hora. Café en la terraza del Capuccino, frente a la Puerta de Alcalá.
De vuelta a casa, paramos en el Instituto Cervantes, calle Barquillo. Exposición sobre la vida y obra de Enrique Jardiel Poncela. La muestra deja mucho que desear. Una vez en casa, estiramiento de los gemelos para aliviar la fascitis plantar. En la televisión, película de Roman Polanski: “Luna de hiel”. Magnífica, esplendorosa, plenipotenciaria. Me refiero, claro, a Enmanuelle Seigner. Una mujer que rezuma erotismo a través de las costuras de sus vestidos entallados. Un culo soberbio. Me provoca violentamente. Para colmo de males, está  muy bien dirigida por su marido en las escenas de sexo. Me pregunto cuál de los dos disfrutaría más. Supongo que Peter Coyote, que es el actor que la magrea y la lame a conciencia. No he leído la novela de Pascal Bruckner, aunque sí otros libros suyos. No suelen gustarme las novelas de los filósofos. La película, sin embargo, resulta excitante.
Después de la derrota del Madrid ante el Leganés, me meto en la cama a leer el diario de André Gide. Creo entender que Boris Pasternak le dejó el corazón tocado del ala. Entre líneas se sobreentiende que entre ellos hubo algo más que mutua admiración. Gide se refiere al encuentro que tuvo lugar durante la visita que realizó a Rusia, invitado por el gobierno soviético, en 1936.
Gide también nombra a otro escritor ruso al que no he leído: Isaac Babel, encarcelado, torturado y asesinado en una de las purgas del padrecito Stalin. Me gustaría empezar por su diario, pero no está traducido al español. Sí lo está, en cambio, la novela titulada “Caballería roja” (140 euros en Amazon).
Gide también menciona a Mijail Koltsov, periodista de Pravda, y uno de los artífices en España, según dice Koestler en su autobiografía, del Frente Popular. Casualmente, Koltsov fue también protagonista destacado del terror rojo en el Madrid republicano. Posteriormente, en agradecimiento a su ardor revolucionario, Koltsov fue detenido, torturado y asesinado por Stalin.
Lo curioso es que a la vuelta de su viaje ideológico a la Unión Soviética, Gide escribe un libro, “Regreso de la URSS”, por el que es reprobado públicamente. El encargado del vapuleo fue su amigo José Bergamín, en un congreso de escritores antifascistas que se celebró en Valencia en 1937. Se autocalificaron de antifascistas porque les dio vergüenza de llamarse comunistas. 


Martes, 30 de enero.

Me traen un paquete a la hora de comer . Se trata del “Diario íntimo” de Benjamin Constant. Toda la mañana la paso corrigiendo un capítulo de mi última novela. Estoy de ella hasta por encima del pelo, como decía mi abuela. Después de comer salgo a dar una vuelta por Madrid. Llego hasta los confines del Paseo del Prado. Después subo por Montalbán y me siento en la terraza del Capuccino. Me encuentro con mi amigo José Antonio y hablamos de un artículo que ha escrito sobre la Guerra Civil. No llegamos a un acuerdo.
De vuelta en casa veo la película “Terciopelo azul”. Me dejo llevar por las imágenes, siempre impactantes, de David Linch. No recuerdo haber visto tan hermosa a Isabella Rosellini. Ni tan deseable a Laura Dern.
         Por la noche me llevan a ver la actuación de dos cómicos andaluces en el Nuevo Apolo. Hay una cola que inunda la plaza de Tirso de Molina. Quiero decir que el teatro está de gente hasta los adornos barrocos del techo. En cuanto al espectáculo, no creo que haya en el mundo algo de tan mal gusto. Jamás había visto tanta chabacanería fluyendo entre el escenario y el patio de butacas.
         A la salida del teatro ceno en una “trattoría” del centro. Espaguetis a la napolitana. A las doce ya estoy en la cama con el “Diario” de Gide. Me hace sonreír, sin que sirva de precedente, porque en una de las entradas alude maliciosamente a Clara Goldschmidt, la mujer de Malraux. Después leo una carta de lord Chesterfield al hijo ilegítimo que mantiene en París. Le encarga que compre, en una subasta pública organizada por el señor Araignon-Aperen, ayuda de cámara de la reina, un par de cuadros de Tiziano. Como en casi todas sus cartas, lord Chesterfield trata de convertir a su hijo en un hombre de mundo, una faceta olvidada en la educación de los jóvenes de hoy. El libro se titula “Cartas a su hijo”, El Acantilado, y vienen como unas doscientas cuarenta misivas. Casi todas ellas, como digo, de carácter didáctico.
         Sobre la una de la madrugada suena el teléfono. Me llevo un susto de muerte. Es Dora Malengo desde Aspen Mountain, una estación de esquí situada en el condado de Pitkin, Colorado. Sólo me llama para decirme que ha encontrado mi última novela, “Baja conmigo al infierno”, en una librería de Aspen. Una circunstancia que me lleva a creer que los milagros existen.

Viernes, 2 de febrero.

Me levanto a las nueve, leo el periódico y escribo hasta las dos. Me aburre lo de Cataluña y apago la televisión. Después de comer damos un paseo. Hace un frío propio de zonas polares. Marigel se cae en la calle. Justo en la plaza de Oriente. Es la tercera caída en menos de un mes. Se trata de una torcedura bastante seria. Hemos tenido que coger un taxi para volver a casa. Encima nos toca un pelmazo de taxista.
El pie de Marigel se inflama a cada momento. Nada más llegar le he puesto hielo y después, antes de vendarlo, una pomada antiinflamatoria Ya veremos como evoluciona.
Paso toda la tarde leyendo las “Memorias de Talleyrand”, uno de los grandes políticos de la historia. Un personaje con mala fama en ciertos círculos intelectuales. Tengo pensado escribir algo al respecto. Ya veremos.
Después de cenar veo en la televisión una película policíaca. Ella es Nicole Kidman. Su presencia siempre consigue hacer memorable cualquier engendro.
En la cama leo el diario de Benjamin Constant. Se trasluce un tipo amargado y terriblemente presuntuoso. Me habría caído bien de haberlo conocido. Es probable que sea casi tan misántropo como yo. El diario de Gide me parece algo más vital. Sobre todo más sencillo en lo que se refiere al estilo. La lectura de un buen diario es lo único que ahora soporto antes de dormir. Tampoco me importa que sean cartas. Sobre todo si transmiten aburrimiento y cansancio. Quiero en realidad que me confirmen que el autor lleva una vida tan aburrida como la mía. Mañana probaré con el diario de Jules D´Aurevilly, del que ya he leído bastante. Tampoco deja traslucir una vida repleta de aventuras. En cambio, recuerdo que Boswell, en su diario, sin llegar a considerarse como un hombre de acción, deja que pensemos que llevó una vida algo más inquieta. Incluso se atreve a presumir de lo grande que la tiene.



Sábado, 3 de febrero

Un repartidor me trae a primera hora una novela: “Las amistades peligrosas”. Siempre me impresionó el nombre de Choderlos de Laclós. La novela es de segunda mano y cuesta poco dinero. La necesito para saber acerca de los títulos y tratamientos en la Francia del siglo XVIII. Conozco la historia por la película que dirigió Stephen Frears en 1988. Una historia que empezó siendo prometedora, por lo libertina, claro, incluso brillante, pero terminó abismándose en una moralidad gravemente provinciana. ¿Qué tendrá la moral que le gusta tanto a la gente?
         El pie de Marigel mejora ostensiblemente. Le hago una cura mañanera, después le preparo el desayuno y, una vez libre de servicios domésticos, logro por fin meterme en la ducha.
Trabajo hasta la hora de comer.
Doy mi paseo vespertino y entro en el bar “Quintín”, calle Jorge Juan, donde me clavan cerca de cuatrocientas pesetas por un café. Llego hasta la calle Fernán González, entro en la librería “El desván del libro”. Es una librería de viejo y nunca se sabe qué tesoro escondido puede uno encontrar. Por dos euros me hago con “Los Buddenbrooks”, en una edición de la colección Reno de Bruguera.  
         Una vez en casa, duermo la siesta acunado por el fragor bélico de una mala película protagonizada por Randolph Scott, el gran amor de Cary Grant. Con razón se preguntaba Jessie Royce Landis, en “Atrapa a un ladrón”: ¿cuál sería el defecto de un hombre tan completo como Cary Grant? La muy zorra seguro que ya lo sabía.
         Estoy tan cansado que me acuesto cerca de las once. Antes de dormir leo algunas cartas de “Las amistades peligrosas”. Las que más me gustan son las de la marquesa de Merteuil, de una maldad exquisita. Creo que me dormí con una sonrisa en los labios.

Miércoles, 6 de febrero.

De mal humor todo el santo día. No hay cosa más molesta que dedicarse a los asuntos del dinero, sobre todo si a mi alrededor respiran personas poco razonables. De vez en cuando, ejercitar la razón, por muy tedioso que resulte, se hace tan imprescindible como necesario.
         Me ataca la ansiedad en plana calle de Alcalá, según llego a Cibeles. Es tal la costumbre que me sobrepongo, pero no sin un gran esfuerzo. Me duelen los dos brazos. También siento una enorme presión sobre los hombros. Apenas puedo respirar.
Llego sudando a la oficina de Correos. Me atiende una señora demasiado simpática. No está uno para un intercambio verbal de idioteces. Franqueo la carta y salgo de allí a toda velocidad.
         En la calle espanto a un par de mendigos negros que me asaltan. Si algo no soporto en esta vida es que me cuenten historias de un sentimentalismo intolerable. Ni a Dickens se lo permito. Tan sólo su Mr. Picwick y sus papeles póstumos merecen mi respeto.
         Son casi las dos de la tarde. Hora del aperitivo. De modo que realizo una parada en un bar de la Gran Vía. Una copa de vino tinto y una tapa de guacamole. Pero al guacamole lo han sazonado con tanta pimienta que me arde desde la garganta a los mocasines. Aquella lava volcánica me cuesta, para colmo de males, más de cinco euros. Me dura tanto el incendio que vuelvo a parar en otro bar. Uno de la calle Fuencarral. Se llama Orio y me clavaron más de tres euros por una copa de vino tinto. Un tinto joven. Digo yo que la botella no llegaría en la tienda a los dos euros. Mi enfado con el mundo llega a cotas insospechadas.
         Después de la siesta, voy al cine con Marigel. Vemos “La librería”. Lo mejor de la película es que resulta aburridísima. Sin embargo, parece tan pretenciosa que me hace sonreír. Quiere tratar de libros y sólo consigue una versión actualizada del cuento de “Blancanieves y los siete enanitos”. Por lo menos esta vez la historia termina con la victoria de la bruja. Una pena que el único personaje interesante esté tan mal aprovechado. Me refiero al que interpreta Bill Nighy, que se salva de la mediocridad por un comentario jocoso sobre las hermanas Bronté. Lo demás es de una vulgaridad imperdonable.
         Después de cenar veo en televisión un documental acerca de la vida y la obra de Slim Aarons, un fotógrafo de gente guapa, rica y famosa. Creo que combatió en la segunda guerra mundial y en la de Corea. Slim era uno de esos americanos altos, bronceados y exitosos, que tanto gustan a las mujeres.
         Me meto en la cama con la marquesa de Merteuil. Qué rancios y vulgares quedan algunos guionistas y directores de cine respecto a las novela que adaptan. Cuántos matices se pierden en la pantalla.