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8 de febrero de 2018

ANDRÉ GIDE, LORD CHESTERFIELD Y CHODERLOS DE LACLÓS


Jueves, 18 de enero 2018

Correcciones hasta la una del medio día. Cuatro horas de trabajo. Un par de llamadas telefónicas. A la una y media, copa de vino tinto en el bar Cabreira, justo al lado de la plaza del Dos de Mayo. Hace sol y pongo los huesos a calentar. Marigel me saca del letargo invernal. Almuerzo en el restaurante Moncalvillo, calle de San Lucas. El menú es de 16.50 euros. De lo mejorcito que hay en la zona. Paseo digestivo de una hora. Café en la terraza del Capuccino, frente a la Puerta de Alcalá.
De vuelta a casa, paramos en el Instituto Cervantes, calle Barquillo. Exposición sobre la vida y obra de Enrique Jardiel Poncela. La muestra deja mucho que desear. Una vez en casa, estiramiento de los gemelos para aliviar la fascitis plantar. En la televisión, película de Roman Polanski: “Luna de hiel”. Magnífica, esplendorosa, plenipotenciaria. Me refiero, claro, a Enmanuelle Seigner. Una mujer que rezuma erotismo a través de las costuras de sus vestidos entallados. Un culo soberbio. Me provoca violentamente. Para colmo de males, está  muy bien dirigida por su marido en las escenas de sexo. Me pregunto cuál de los dos disfrutaría más. Supongo que Peter Coyote, que es el actor que la magrea y la lame a conciencia. No he leído la novela de Pascal Bruckner, aunque sí otros libros suyos. No suelen gustarme las novelas de los filósofos. La película, sin embargo, resulta excitante.
Después de la derrota del Madrid ante el Leganés, me meto en la cama a leer el diario de André Gide. Creo entender que Boris Pasternak le dejó el corazón tocado del ala. Entre líneas se sobreentiende que entre ellos hubo algo más que mutua admiración. Gide se refiere al encuentro que tuvo lugar durante la visita que realizó a Rusia, invitado por el gobierno soviético, en 1936.
Gide también nombra a otro escritor ruso al que no he leído: Isaac Babel, encarcelado, torturado y asesinado en una de las purgas del padrecito Stalin. Me gustaría empezar por su diario, pero no está traducido al español. Sí lo está, en cambio, la novela titulada “Caballería roja” (140 euros en Amazon).
Gide también menciona a Mijail Koltsov, periodista de Pravda, y uno de los artífices en España, según dice Koestler en su autobiografía, del Frente Popular. Casualmente, Koltsov fue también protagonista destacado del terror rojo en el Madrid republicano. Posteriormente, en agradecimiento a su ardor revolucionario, Koltsov fue detenido, torturado y asesinado por Stalin.
Lo curioso es que a la vuelta de su viaje ideológico a la Unión Soviética, Gide escribe un libro, “Regreso de la URSS”, por el que es reprobado públicamente. El encargado del vapuleo fue su amigo José Bergamín, en un congreso de escritores antifascistas que se celebró en Valencia en 1937. Se autocalificaron de antifascistas porque les dio vergüenza de llamarse comunistas. 


Martes, 30 de enero.

Me traen un paquete a la hora de comer . Se trata del “Diario íntimo” de Benjamin Constant. Toda la mañana la paso corrigiendo un capítulo de mi última novela. Estoy de ella hasta por encima del pelo, como decía mi abuela. Después de comer salgo a dar una vuelta por Madrid. Llego hasta los confines del Paseo del Prado. Después subo por Montalbán y me siento en la terraza del Capuccino. Me encuentro con mi amigo José Antonio y hablamos de un artículo que ha escrito sobre la Guerra Civil. No llegamos a un acuerdo.
De vuelta en casa veo la película “Terciopelo azul”. Me dejo llevar por las imágenes, siempre impactantes, de David Linch. No recuerdo haber visto tan hermosa a Isabella Rosellini. Ni tan deseable a Laura Dern.
         Por la noche me llevan a ver la actuación de dos cómicos andaluces en el Nuevo Apolo. Hay una cola que inunda la plaza de Tirso de Molina. Quiero decir que el teatro está de gente hasta los adornos barrocos del techo. En cuanto al espectáculo, no creo que haya en el mundo algo de tan mal gusto. Jamás había visto tanta chabacanería fluyendo entre el escenario y el patio de butacas.
         A la salida del teatro ceno en una “trattoría” del centro. Espaguetis a la napolitana. A las doce ya estoy en la cama con el “Diario” de Gide. Me hace sonreír, sin que sirva de precedente, porque en una de las entradas alude maliciosamente a Clara Goldschmidt, la mujer de Malraux. Después leo una carta de lord Chesterfield al hijo ilegítimo que mantiene en París. Le encarga que compre, en una subasta pública organizada por el señor Araignon-Aperen, ayuda de cámara de la reina, un par de cuadros de Tiziano. Como en casi todas sus cartas, lord Chesterfield trata de convertir a su hijo en un hombre de mundo, una faceta olvidada en la educación de los jóvenes de hoy. El libro se titula “Cartas a su hijo”, El Acantilado, y vienen como unas doscientas cuarenta misivas. Casi todas ellas, como digo, de carácter didáctico.
         Sobre la una de la madrugada suena el teléfono. Me llevo un susto de muerte. Es Dora Malengo desde Aspen Mountain, una estación de esquí situada en el condado de Pitkin, Colorado. Sólo me llama para decirme que ha encontrado mi última novela, “Baja conmigo al infierno”, en una librería de Aspen. Una circunstancia que me lleva a creer que los milagros existen.

Viernes, 2 de febrero.

Me levanto a las nueve, leo el periódico y escribo hasta las dos. Me aburre lo de Cataluña y apago la televisión. Después de comer damos un paseo. Hace un frío propio de zonas polares. Marigel se cae en la calle. Justo en la plaza de Oriente. Es la tercera caída en menos de un mes. Se trata de una torcedura bastante seria. Hemos tenido que coger un taxi para volver a casa. Encima nos toca un pelmazo de taxista.
El pie de Marigel se inflama a cada momento. Nada más llegar le he puesto hielo y después, antes de vendarlo, una pomada antiinflamatoria Ya veremos como evoluciona.
Paso toda la tarde leyendo las “Memorias de Talleyrand”, uno de los grandes políticos de la historia. Un personaje con mala fama en ciertos círculos intelectuales. Tengo pensado escribir algo al respecto. Ya veremos.
Después de cenar veo en la televisión una película policíaca. Ella es Nicole Kidman. Su presencia siempre consigue hacer memorable cualquier engendro.
En la cama leo el diario de Benjamin Constant. Se trasluce un tipo amargado y terriblemente presuntuoso. Me habría caído bien de haberlo conocido. Es probable que sea casi tan misántropo como yo. El diario de Gide me parece algo más vital. Sobre todo más sencillo en lo que se refiere al estilo. La lectura de un buen diario es lo único que ahora soporto antes de dormir. Tampoco me importa que sean cartas. Sobre todo si transmiten aburrimiento y cansancio. Quiero en realidad que me confirmen que el autor lleva una vida tan aburrida como la mía. Mañana probaré con el diario de Jules D´Aurevilly, del que ya he leído bastante. Tampoco deja traslucir una vida repleta de aventuras. En cambio, recuerdo que Boswell, en su diario, sin llegar a considerarse como un hombre de acción, deja que pensemos que llevó una vida algo más inquieta. Incluso se atreve a presumir de lo grande que la tiene.



Sábado, 3 de febrero

Un repartidor me trae a primera hora una novela: “Las amistades peligrosas”. Siempre me impresionó el nombre de Choderlos de Laclós. La novela es de segunda mano y cuesta poco dinero. La necesito para saber acerca de los títulos y tratamientos en la Francia del siglo XVIII. Conozco la historia por la película que dirigió Stephen Frears en 1988. Una historia que empezó siendo prometedora, por lo libertina, claro, incluso brillante, pero terminó abismándose en una moralidad gravemente provinciana. ¿Qué tendrá la moral que le gusta tanto a la gente?
         El pie de Marigel mejora ostensiblemente. Le hago una cura mañanera, después le preparo el desayuno y, una vez libre de servicios domésticos, logro por fin meterme en la ducha.
Trabajo hasta la hora de comer.
Doy mi paseo vespertino y entro en el bar “Quintín”, calle Jorge Juan, donde me clavan cerca de cuatrocientas pesetas por un café. Llego hasta la calle Fernán González, entro en la librería “El desván del libro”. Es una librería de viejo y nunca se sabe qué tesoro escondido puede uno encontrar. Por dos euros me hago con “Los Buddenbrooks”, en una edición de la colección Reno de Bruguera.  
         Una vez en casa, duermo la siesta acunado por el fragor bélico de una mala película protagonizada por Randolph Scott, el gran amor de Cary Grant. Con razón se preguntaba Jessie Royce Landis, en “Atrapa a un ladrón”: ¿cuál sería el defecto de un hombre tan completo como Cary Grant? La muy zorra seguro que ya lo sabía.
         Estoy tan cansado que me acuesto cerca de las once. Antes de dormir leo algunas cartas de “Las amistades peligrosas”. Las que más me gustan son las de la marquesa de Merteuil, de una maldad exquisita. Creo que me dormí con una sonrisa en los labios.

Miércoles, 6 de febrero.

De mal humor todo el santo día. No hay cosa más molesta que dedicarse a los asuntos del dinero, sobre todo si a mi alrededor respiran personas poco razonables. De vez en cuando, ejercitar la razón, por muy tedioso que resulte, se hace tan imprescindible como necesario.
         Me ataca la ansiedad en plana calle de Alcalá, según llego a Cibeles. Es tal la costumbre que me sobrepongo, pero no sin un gran esfuerzo. Me duelen los dos brazos. También siento una enorme presión sobre los hombros. Apenas puedo respirar.
Llego sudando a la oficina de Correos. Me atiende una señora demasiado simpática. No está uno para un intercambio verbal de idioteces. Franqueo la carta y salgo de allí a toda velocidad.
         En la calle espanto a un par de mendigos negros que me asaltan. Si algo no soporto en esta vida es que me cuenten historias de un sentimentalismo intolerable. Ni a Dickens se lo permito. Tan sólo su Mr. Picwick y sus papeles póstumos merecen mi respeto.
         Son casi las dos de la tarde. Hora del aperitivo. De modo que realizo una parada en un bar de la Gran Vía. Una copa de vino tinto y una tapa de guacamole. Pero al guacamole lo han sazonado con tanta pimienta que me arde desde la garganta a los mocasines. Aquella lava volcánica me cuesta, para colmo de males, más de cinco euros. Me dura tanto el incendio que vuelvo a parar en otro bar. Uno de la calle Fuencarral. Se llama Orio y me clavaron más de tres euros por una copa de vino tinto. Un tinto joven. Digo yo que la botella no llegaría en la tienda a los dos euros. Mi enfado con el mundo llega a cotas insospechadas.
         Después de la siesta, voy al cine con Marigel. Vemos “La librería”. Lo mejor de la película es que resulta aburridísima. Sin embargo, parece tan pretenciosa que me hace sonreír. Quiere tratar de libros y sólo consigue una versión actualizada del cuento de “Blancanieves y los siete enanitos”. Por lo menos esta vez la historia termina con la victoria de la bruja. Una pena que el único personaje interesante esté tan mal aprovechado. Me refiero al que interpreta Bill Nighy, que se salva de la mediocridad por un comentario jocoso sobre las hermanas Bronté. Lo demás es de una vulgaridad imperdonable.
         Después de cenar veo en televisión un documental acerca de la vida y la obra de Slim Aarons, un fotógrafo de gente guapa, rica y famosa. Creo que combatió en la segunda guerra mundial y en la de Corea. Slim era uno de esos americanos altos, bronceados y exitosos, que tanto gustan a las mujeres.
         Me meto en la cama con la marquesa de Merteuil. Qué rancios y vulgares quedan algunos guionistas y directores de cine respecto a las novela que adaptan. Cuántos matices se pierden en la pantalla.